Epaminondas no se daba cuenta de su verdadera situación en este mundo. Un mundo que lo cautivaba al mismo tiempo que lo ahogaba, lo castigaba y lo hundía. Más allá del tiempo y del espacio en el que la realidad lo había situado, lo que sí sabía muy bien es que debería, así como debió haber nacido en otra época; haber caído en el planeta Tierra, por ejemplo, en el futuro. Le pegó duro Hawking en sus últimos días de vida. El futuro le hubiese permitido obviar el pasado, lo cual lo hubiese llenado de alegría porque su vida le dolía demasiado. Claro que sin paradojas, un futuro limpio. Un futuro.
Ávido lector de obras de la literatura tanto universal como criolla, se sentía un poco el Ángel Gris o el Fantasma del barrio de Flores, o Dante cruzando por el infierno en vida. Posturas o imposturas ante las diversas situaciones que le ocupaban la existencia; reflejadas en otros textos tan dispares como la rebeldía de la precursora del punk o la certera poesía de Julia Prilutzky Farny; y tal vez, por qué no, las diversas novelas de propia gestión o recomendadas, excepto claro, las de Corín Tellado. Cuentos extensos y cortos, columnas y artículos de revistas, diarios y folletos de supermercado. Y hasta ahí todo bien; él creía eso al menos, hasta que vomitó su onceavo conejito. Quién lo hubiera dicho. Allá en el fondo de una de las bolsas en donde todos sus textos estaban en un bulto informe y arrugado, había diez conejitos que nadie había visto. Sí, la culpa la tuvo Julio desde el principio.
Triste tarea de retirar uno a uno los cuerpecitos peludos de esa bolsa grande sobre la cual yacía aún el cuerpo de Epaminondas. Estaban ahí en el fondo, junto con algunos inesperados papeles que los envolvían, roídos.
Alguien gritó en medio del murmullo de la gente que observaba con curiosidad la remoción de los restos: la cabeza de ese cuerpo inerte se había movido. Todos enmudecieron. Observaron callados y silenciosos. Inmóviles. En medio de los susurros que acompañaban la escena anterior nadie había oido el leve crepitar de la bolsa en que la cabeza reposaba. Un breve roer como el de una rata que trata de pasar desapercibida; un nuevo movimiento de la cabeza y un hocico rosado y rodeado de una blanca y brilante pelusa se asomó por el nudo deshecho. Movimientos laterales de naricita asomando al aire fresco, aunque un tanto viciado por el encierro y las consecuencias inevitables de ese cuerpo que se le hizo familiar. Asombro era la sensación general de los espectadores. La ternura no tuvo cabida en ellos durante los primeros instantes de luz nueva que ese pequeño ser, encerrado en una bolsa de residuos hasta ese momento, experimentaba al salir. Estáticos, lo vieron saltar sobre el cadáver y salir de la habitación, quizás buscando algunos tréboles que saciaran su hambre, o tal vez a encontrar una muerte rápida e inocente por desconocer que las ruedas infames lo aplastan todo sobre el pavimento.