viernes 18 de noviembre de 2011
El viejo y el gato.
La casa oteaba el horizonte, sus aleros y galerías se quedaban con el exceso de luz en pleno mediodía de verano. Una leve brisa caliente soplaba de a ratos y movía las cortinas deshilachadas, desgarradas por el abandono y su entrega a los años. En medio de una geografía plana, parecía un túmulo de esperanzas perdidas cubierto de tejas españolas, antiguas, viejas como la mentira. Los eucaliptos machos y hembras que la rodeaban por detrás y los laterales, daban la sombra necesaria para que la construcción no fuese un crematorio de ánimas, y se acordaban todas las noches, de cantar con voces parecidas a ellas, con sonidos que desde la ruta sonaban como el coro lúgubre de los extraviados del paraíso o los habitantes del purgatorio, o como los gritos ahogados de quienes tratan de despertar de una pesadilla. El frente estaba liberado de obstáculos para la vista de esa llanura que, desde el perímetro de la vivienda, se extendía uniforme hacia la línea horizontal, límite del plano de pastos resecos hasta donde alcanzaba la mirada, una imagen mareada por el efecto turbio de los reflejos del sol en esa atmósfera cuasi desértica, como si fuese el aliento de la tierra, su respiración, semejante al jadeo de los perros que necesitan agua. “Se van a morir”, le dijo el viejo a su gato sin levantarse de la silla esterillada. “Se van a morir”, volvió a decirle al gato que, sin mirarlo maulló un “weee” desganado y entró a la casa. “Todos morimos algún día, o alguna noche”, le habrá dicho en ese lamento.
El viejo, enjuto, piel de corteza de roble añoso, manos de barro y ojos de pasado pisoteado, tenía la costumbre de sentarse debajo de la galería, delante de la puerta de entrada, mirando al este hacia la divisoria del cielo y el infierno. Al este; por la tarde. Nada más estúpido que perderse el atardecer por darle la espalda.
Un rato después, el gato vuelve a la galería masticando un pedazo de carne que encontró por ahí, y escupió una alianza.
lunes 28 de noviembre de 2011
El viejo y el gato 2da entrega.
Los perros se acercaban cada vez más a la casa, husmeando con desesperación algo que, evidentemente, percibían con su olfato aguzado por la sed y el hambre. El gato se encorvó y gimió un canto de guerra, un oooooaaaaaá, oooooaaaaaá, ahogado e histérico, se le erizaron los pelos como púas, las garras se clavaron en las grietas de la madera del piso y sus ojos en sus enemigos; la cola vivoreaba en el aire que contenía y diseminaba el hedor que poco a poco tentó las narices ávidas de carne.
El viejo miró el anillo y recordó, con ruido de hojas deshidratadas y crujido de ramas quebrándose, que alguna vez había tenido un significado esa simple argolla opacada con sangre seca. No reparó en los perros que lentamente subían a la galería y le gruñían a la silla esterillada, como si pudiesen ver a través suyo. Tal vez pareciese un trozo de charqui, menos atractivo a esos animales que necesitaban de algo húmedo a la vez que sustancioso, tal vez lo reconociesen todavía como aquél que les daba el sustento cuando aún quedaba algo que tirarles al hocico.
Observando el horizonte oía los gruñidos y los chasqueantes mordiscos de adentro de la casa, la desesperada lucha por hacerse de un trozo de putrefacción. Pronto todo quedaría limpio hasta los huesos; hasta el aire.
domingo 4 de diciembre de 2011
El viejo y el gato. Tercera entrega.
La mujer, en la cocina, con la cuchilla mejor afilada, trozaba la carne para cocinar un guiso. Con lo poco que tenía a mano, incluida el agua escasa, se había procurado algo de alimento para unos cuantos días. En medio de la nada y de la sequía, pocas eran las alternativas. Asar al gato les hubiese dado rienda suelta a las ratas para que la invadiesen, aunque esta plaga bien podría servir para tirar a la olla, pero le impresionaba demasiado la idea. Los perros ya estaban muy flacos para aprovechar algo de ellos y, además, confiaba en que sus ladridos la mantendrían alerta ante la presencia de algún extraño que anduviese merodeando la casa, aunque era bastante improbable dadas la pobreza y las condiciones del camino para llegar hasta allí. Sin embargo, había conseguido hacerse de una buena cantidad de carne que, bien salada, se conservaría durante un tiempo hasta que pudiese consumirla sin riesgos de intoxicarse.
El gato, a cada rato se le trepaba por los pantalones, escalaba sus piernas clavando las garras en la lona y le lastimaba la piel, el olor de la preparación era muy tentador. La mujer se sacudía, pero tenía que despegarse al gato del cuerpo con las manos para que se alejara. Ella lo miraba y le hablaba. No sé por cuánto tiempo estaré viva, cuando me muera podrás aprovecharte de mí, le decía y se sonreía recordando escenas de un pasado sometido al abuso. Por ahora, arreglate con ésto, y le arrojó un trozo de carne que sacó de la basura para entretenerlo unos momentos y librarse así, un rato, del animal. ¡Salga de acá, tragón!, le gritó, y la pequeña bestia salió de allí con su trofeo entre los dientes.
En la galería, la silla crujía como si estuviese viva, mientras tanto, los perros se acercaban, sigilosos, olisqueando la comida que pronto compartirían con su ama. El gato, ahogado, escupía la alianza del viejo. En el interior, la mujer silbó y tiró algunos huesos con carne corrupta a los perros.
domingo 8 de enero de 2012
El viejo y el gato. Cuarta entrega.
El automóvil se detuvo en medio de la nada más nada que pueda imaginarse. De camino a su pueblo natal, el conductor no tuvo más remedio que estacionar a un lado de la ruta sin banquina, por lo cual, al pisar el borde de la calzada, un tramo del yuyal daba su último saludo en escena a medida que el auto avanzaba, aplastándolos. No veía nada más que pastos resecos, ya que la altura de la vegetación moribunda lo rebasaba unos centímetros; un cielo despejado de mediodía pampeano lo coronaba con un sol estival sin sombras. El hombre, corpulento, de aspecto descuidado, antiguo jugador de rugby y posteriormente entrenador del equipo donde comenzó su carrera, encendió el contacto y observó el display de la computadora durante algunos minutos, esperando una respuesta sobre la falla que afectó el motor. Muerto. La pantalla, negra. Tranquilo, Oso, se dijo en voz baja y giró la llave con la esperanza de que encendiese el motor. Se oyó solamente un clic. Sacó la llave y la arrojó al asiento del acompañante. Tenía la costumbre de llevar muchas cosas sueltas en ese asiento, casi siempre viajaba solo. Tomó el celular, lo desbloqueó y buscó en la agenda el número del auxilio de su aseguradora. "Conexión fallida". Intentó otra vez. "Conexión fallida". No tenía señal. ¡Tranquilo las pelotas! Rugió como si le gritara a su mujer, como lo hacía cuando ella trataba de calmarlo. ¿Qué mierda hago ahora? Miró por el retrovisor de la puerta y salió del vehículo. No sé para qué miro para atrás si no pasa nadie por acá.
Intentó nuevamente un llamado pero resultó evidente que, en esa zona, no lograría comunicarse por ese medio. Estaba solo, en medio del rumor de los yuyos que se sacudían con la brisa caliente que de a ratos soplaba. Se asomó a la ruta. Sabía que nadie iba a ver su auto; detrás de él, y no entendía cómo era posible, el yuyal retomaba su erguida presencia, tapando completamente la visión a cualquier conductor que pasase eventualmente por ahí. El calor era intenso; el sol dibujaba una laguna a lo lejos sobre el asfalto y, al mismo tiempo, desdibujaba ese breve horizonte enmarcado por los yuyales, mojado de reflejos, enturbiando el punto de fuga con ese vapor ilusorio que implica la lejanía a los ojos de cualquier ser humano.
Bueno, a caminar; se dijo y sacó del vehículo su bolso de viaje, el sombrero de rafia que siempre llevaba cuando visitaba a su familia, ya que sabía que era indispensable para no insolarse, y los lentes oscuros. Se dio cuenta que no llevaba agua, nunca lo hacía porque solía detenerse en algún parador a descansar y dentro del auto, con el climatizador, se mantenía aislado de la temperatura externa, así que jamás llevaba bebida o comida. Si ese día algo no tenía que salir mal, había salido mal.
Caminó por la ruta hasta que, ahora sí, el sol le dibujó en el suelo una negra compañía que se asomaba a su izquierda; ya que se dirigía en línea recta hacia el sur. Había pasado una hora al menos, tal vez hora y media, chequeó el celular para cerciorarse de la hora exacta y por las dudas que tuviese señal; sí, hora y media y sin señal. Decidió entonces aventurarse por entre los yuyales, normalmente, uno se encontraría con un alambrado y luego, con el campo y tal vez una casa, o un rancho, pero necesitaba dar con un ser humano que pudiese prestarle alguna ayuda.
Así, penetró el matorral, abriéndose camino en ese tramo de campo inculto y sediento que lo absorbía y lo pinchaba; le ardían los ojos, sentía una picazón tremenda en la piel que la ropa no cubría, en sus manos y en la cara, en las piernas y brazos; la ropa de verano, evidentemente, no era propicia para este tipo de terreno con tal vegetación.
Al fin, el alambrado de púas. Lamentablemente, como debía ir tanteando con los pies y con las manos, por supuesto, y como ese día las cosas le salían mal, se lastimó una palma con el alambre oxidado. Su rudeza lo hizo exclamar una puteada para dios y cuanto santo recordaba, pero al levantar la mirada, se sintió, por un lado, aliviado por la llanura que se abría a su vista sin yuyales, por otro lado, la desesperación de la nada lo volvió a invadir al ver que solamente el horizonte raso se le presentaba con una imponencia desértica que lo hizo sentir absolutamente vulnerable.
Con el malestar invadiendo su cuerpo, el ardor, la picazón, la sed; respiró hondo lo mejor que pudo y avanzó decidido hacia el oeste; lo guiaban el sol y su propia sombra.