Cuentos: Sobre gatos, mujeres y locuras



CUENTOS

Sobre gatos, mujeres y locuras

18/01/2013

Autor: Patricia Mónica Ferreyra




  

“Deseo poder escribir algo tan misterioso como un gato”.

E. A. Poe



I

La delegada
Pitia era el nombre de mi gata Bombay. Un hechizo negro adornado con un camafeo de pelos blancos. Su cara era angulosa, severa, enmarcada en bigotes de grafito y orejas puntiagudas. Yo trataba de no mirarla demasiado a los ojos, ese intenso amarillento verdoso, apenas herido por el profundo rasguño de la pupila, me intimidaba y al mismo tiempo me subyugaba. Ejercían una cierta fascinación y ansiedad. Sus ojos me generaban una especie de sugestión que remitía a mi muerte, especialmente cuando se le dilataban las pupilas, como si fuesen los túneles de entrada a un único pozo, en el que me invitaba a caer por simple mortal destino.
La encontré abandonada junto a otros gatos enfermos, flacos, adentro de una caja de cartón en un terreno baldío. Los animales se superponían, se empujaban, se lamentaban. Sucios de grasa, el pelo se les unía en los extremos y los mechones imitaban púas oscuras. Causaba cierta gracia ese aspecto punk en criaturas tan inofensivas con ojos de gominolas. Los cachorros de cualquier especie, incluidos los humanos, proyectan a modo de defensa esa imagen vulnerable y de desamparo, generan esa ternura que desarma al más armado de los atacantes. Es evidente que, de cualquier modo, nada impidió el abandono. Pero pronto los cachorros fueron adoptados por los vecinos.
Yo me llevé a la gata por otros motivos. Pitia era un desaire frente a aquellas apreciaciones. Sentada sobre sus cuartos traseros, me observaba silenciosa. Era la única que no estaba engrasada sino cubierta de polvo, tenía poco pelo, en algunas partes se le veía la piel con raspones. Pero por su porte y aspecto, era una estatuilla egipcia rescatada de alguna ruina y me sugería respeto y dignidad con su cabeza en alto. Supe que me había elegido. Vi que era hembra, le puse Pitia porque lo sentí así, porque me predestinó con su solemne y sostenida mirada de la que no podía abstraerme. Me pareció un nombre afortunado.
Pitia desaparecía durante horas. Muchas veces tuve que ir a buscarla y meterme en las casas de los vecinos, callejones con vagos, en un geriátrico, incluso en escuelas. También fui a buscarla varias veces al cementerio. Ahí, la hallaba entre anaranjados y fucsias agónicos y una luna todavía tímida, sentada muy quieta y erguida, siempre en la misma parcela, una de las más antiguas y sin nombre. Sobre la tierra gris manchada de pastos secos, una tilde renegrida. Verla así, de espaldas, en medio de la quietud y el silencio tajeado por el grito de algún pájaro indiscreto, me generaba una nostalgia que no podía comprender ni dominar; me hendía el espíritu.
La gente comenzó a reconocerla porque detrás de ella, llegaba yo, que sabía dónde buscarla como si fuese una percepción especial o un sentido extraordinario. Y siempre la encontraba. Al principio causó cierta ternura verla acurrucarse hasta quedar como enroscada en el pie derecho de alguien. Pero empezó a causar preocupación cuando sistemáticamente, después de ese encuentro con Pitia, la persona moría al cabo de poco tiempo. Muy poco tiempo. El hecho dejó de verse como una casualidad. Era la gata que anunciaba la muerte. Ese pequeño remedo de pantera comenzó a causar emociones encontradas. Algunos enfermos terminales y ancianos longevos le daban la bienvenida, pero otros la miraban con recelo y escondían las piernas, como si eso les fuese a evitar la sentencia.
La gata deambulaba largamente donde iba. A veces ronroneaba y se restregaba cariñosamente en algún que otro tobillo, pero nadie lo tomaba como una expresión de afecto, sino con el temor o la espera de la posible condena.
A causa de esta habilidad, vivimos juntas momentos emocionalmente intensos. No era agradable ver la tristeza profundizándose y perforando la carne de algunos condenados, como tampoco comprendía algunas alegrías exageradas de terceros implicados. Cuando alguien que recibía la noticia se violentaba, yo simplemente alzaba a Pitia y la acariciaba entre las orejas. Ella ronroneaba, ponía su hocico debajo de mi axila y hacía que su cola oscilara como un péndulo, pero con un suave, controlado y delicado movimiento de vaivén. Muchos creían que Pitia era la que decidía. Yo no pensaba eso, pero hoy sé que no estaban tan equivocados.
Hubo una temporada en que algunos vecinos se acercaban a casa con la esperanza de anticiparse a la muerte de algún pariente, como para evitar incómodas y costosas sucesiones. Otros no querían gastar dinero inútilmente en medicamentos para tratamientos prolongados, entre otros motivos reñidos o no con la ética. Guardar el secreto de la cercana muerte propia o ajena, estimulaba la imaginación colectiva y resultaba en la planificación de diversas acciones: casarse por interés, revisar testamentos, satisfacer fantasías, tener sexo por primera vez, endeudarse para vivir como reyes los últimos tiempos, insultar al jefe, deshacerse de todo y viajar hasta donde la muerte los separara de sus sueños.
Recuerdo el día en que la cola de gente llegó a dar la vuelta a la esquina de casa. Despachar de a uno, explicando que yo no influenciaba en la gata para que dictara sentencia y que cualquier cosa que llevaran resultaba inútil, era realmente molesto, agotador. Hasta me ofrecían dinero. Se retiraban con mal gesto, y nadie se convencía. Insistían en llevar fotos, mechones de pelo, algún objeto de la persona por la que consultaban. Pero así no funcionaba. No había manera de que lo entendieran. Al menos no de la forma en que yo lo intentaba.
El último en tratar de conocer la suerte de otra persona fue Pablo N., un cazafortunas de pañuelo de seda al cuello. Había llevado una pañoleta de la señorita Magdalena Ruiz Díaz Mendizábal, heredera de los viñedos Rudimendi, dueña de la mitad del pueblo, a quien había estado cortejando. Mientras yo nuevamente explicaba que no era posible, que no podía hacer nada; Pitia dictó sentencia. Pablo N., lívido, pasmado, contrariado, arremetió contra mi santa madre y hasta dudó de mi honrada vida. Quiso patear a Pitia pero la levanté y la abracé. Sin decir nada, cerré la puerta. Preferí dejarle, al menos, las últimas palabras.
Cuando la gente supo lo que había pasado, no vinieron a molestar más. La vida tiene ciertos matices que muchos no logran reconocer. Por eso, en situaciones límites no vemos los grises. Durante varios años, el deambular de Pitia fue para casi todo el pueblo una espada de Damocles que se podía desplomar en cualquier instante. Lo irónico era que con o sin Pitia, todos estábamos sujetos al instante de la muerte, pero la gata era un recordatorio omnipresente y además, palpable. Una piedra en el camino del olvido cotidiano.
Sucedió una mañana que, mientras desayunaba, la noté inquieta. Era habitual que me pidiera que la acariciara, ella misma buscaba el roce con mi cuerpo. Pero no era tan común que diera tantas vueltas alrededor de mí. Pitia estaba al lado mío, ronroneaba, me rodeaba, saltaba a mi falda, pasaba la cabeza por debajo de mi brazo, se bajaba y volvía a subirse a mi falda. Y en un momento bajó, se echó toda hacia atrás, en la posición típica del gato cuando es acechado, y con las orejas pegadas a la cabeza me miró. Se relajó y vino a acurrucarse sobre mi pie derecho: me derrumbó la idea de que Pitia fuese a quedar desamparada.
No tenía mucho tiempo para dejar mis cosas en orden. Me aseguré un sitio en el cementerio y la noticia corrió. En menos de una semana, ya se especulaba con mi muerte; teniendo a la mensajera en casa, era lógico pensar que compraba una parcela porque sabía que eran mis últimos momentos. Podría no haber hecho ese gasto inútil para mi propio entierro, ¿cómo iba a saber si no cumplían con el contrato? Pero ya estaba hecho. Por supuesto no me ofrecieron pago en cuotas y me pidieron que adelantara algunos años de mantenimiento.
Como lo había supuesto, nadie aceptó hacerse cargo de Pitia: la protectora de animales no quiso hacerse responsable, me dijeron que si yo seguía viva, que la tuviera conmigo, que después de que me muriera veían si podían hacer algo. Hasta la mujer conocida como la loca de los gatos me sacó a escobazos. Golpeé muchas puertas, ofrecí dinero, incluso la escritura de la casa y no me sorprendieron algunas propuestas matrimoniales. Fui a ver al escribano Robles para que certificara un contrato prematrimonial que obligara al viudo a cuidar de Pitia garantizando su salud física y emocional. Así fue que continué soltera.
Cuando agoté los recursos para buscarle asilo me invadió una enorme angustia. Yo era la condenada y la estaba arrastrando a ella conmigo. No podía resignarme a abandonarla y tampoco podía hacer nada.
Recién entonces decidí mirarla a los ojos, como para despedirme; me sentía culpable por dejarla sola. Cuando me encontré con sus pupilas, redondamente negras, dilatadas, sentí que entraba a un túnel con bocas de neón. Atravesé esos aros en llamas como un temeroso y coaccionado animal que obedece a su amo en la arena del circo. Luego, fue un abrazo tibio y oscuro, y finalmente, agotado mi tiempo, me dormí.
Trepé unos muros desgarrando enredaderas en el intento, me sumergí en galerías mal iluminadas y húmedas, buscaba una salida. Supe hacia donde tenía que ir aunque no había luz al final. Me desperté por unos maullidos y porque sentí hambre. Me habían abandonado adentro de una caja de cartón, sucia, tirada en un terreno baldío. Ahí estaba, con otros gatos enfermos y flacos. Me senté sobre mis cuartos traseros, miré alrededor con la cabeza en alto y confié en mi instinto. Esta vez, me tocó elegir a mí.
De vez en cuando me escapo de casa y voy un rato a mi tumba; tal vez sea un mandato de la especie.

II

Todo bicho que camina

Cuando doña Clara cocinaba pescado o coliflor, lo hacía afuera de la cocina, por el olor; pero se había quedado sin kerosene en el calentador y tuvo que ir al galpón a buscar. Hubiese cambiado el foco, pensó mientras caminaba al tanteo por la galería. La luna iluminaba apenas. El galpón tampoco tenía luz, pero ya sabía en qué rincón hundir la mano. Sintió un arañazo en la piel floja al mismo tiempo que escuchaba un sonido como de efe soplada con fuerza. Sacó rápido la mano herida y se la agarró para aplacar el ardor. Escuchó un gruñido profundo. Miró atenta hacia el rincón y unos ojos brillosos la estaban acechando. Pateó y zapateó torpemente como para espantarlo. En lugar de huir, el animal se le trepó ágil y veloz y le abrazó la cabeza. Las garras se enredaron en el escaso y opaco rodete. La anciana no podía respirar con la panza del gato en la cara. Tenía las uñas finas y filosas prendidas en la nuca y le clavaba los dientes en la mollera. Tironeó y se lo sacó de encima a tiempo para tomar aire y lo lanzó lo más lejos que pudo. No vio donde cayó pero escuchó cómo se desmoronaban las cosas de la estantería del fondo.
A las puteadas, volvió cargando el bidón. Siempre sola, refunfuñaba a su antojo. No tenía mascotas y mucho menos iba a soportar la de algún vecino en su casa. Detestaba juntarles la mierda y el compromiso de atenderlas le parecía cosa de gente que no tiene nada mejor que hacer. La pequeña mesa con el calentador estaba en la galería, cerca de la cocina. La luz miserable que salía por la ventana le era suficiente. Dejó el kerosene en el piso y entró para lavarse las manos. Las heridas eran algunas rayas en el dorso manchado, nada más que eso. Pero ardían. Se tocó la cabeza y le quedaron algunos pelos pegoteados en los dedos. Se desinfectó, se acomodó de nuevo el rodete y se dispuso a recargar el calentador. Se dio cuenta que no había traído el embudo. No le quedaba más remedio que volver al fondo a buscarlo.
Esta vez se colgó la linterna al cuello. Dio unos pasos y se volvió para buscar la escopeta que siempre tenía a mano y cargada. A mí me va a jorobar un gato, justo a mí, decía en voz alta. Se sentía observada. A la par de la galería había un corredor descubierto lleno de plantas. Percibió un movimiento entre las hojas. Silencio. Apuntó con la linterna, y las pupilas delatoras del gato destellaron fijas en ella. Rápida doña Clara, largó la linterna, levantó la escopeta y pegó el grito: ¡Te quemo hij’una gran puta! Y disparó. Unos chillidos exasperantes se esparcieron en la oscuridad y por el techo de madera y chapa de la galería y luego, otra vez, silencio.
Un vecino llamó a la policía, pero en la seccional, cuando se enteraron que era en lo de la vieja, ninguno quiso ir.
-No tenemos móviles ahora, vamos a demorar. Haga una cosa, llame a doña Clara desde el tapial, no se suba, pregunte si está bien.
-Disculpe, pero ni loco. Capaz que me vuela la cabeza con la escopeta. Le devuelve tajeada la pelota a mi hijo cuando la patea para su casa, me tira la bolsa con la basura al patio, contesta mal; no voy a meterme más que hasta acá. Yo les avisé, antes que me agujeree la pared a perdigonadas.
El jefe le ordenó a un par de oficiales que fueran. Media hora después estaban golpeando la puerta.
Las luces de la patrulla azularon la cara de la vieja que se asomó como si nada, con el gesto agrio de siempre.
-Buenas noches, doña Clara. Nos avisaron que podía estar en problemas, ¿pasó algo?
-Yo no disparé nada, acá los vecinos escuchan un cuete y se creen que es una escopeta.
-¿Y cómo sabe que escucharon un escopetazo?
-Y, porque ya van varias veces que esos metidos me denuncian por eso. Habrá sido un petardo de esos que tiran por las fiestas.
-¿Y usted no escuchó nada?
-Sí, eso, escuché un petardo, ¿no siente el olor a pólvora?
-No.
-Bueno, m’hijo, tendrá algún problema en la nariz. ¿Gusta un filet de merluza? Recién los hice.
-Sí, eso sí lo huelo. Pero no, gracias. ¿Usted está bien?
-Sí, ¿no ve que estoy bien?
Doña Clara cerró la puerta con llave y pasador. Respiró hondo con un bue, enfático; quería cenar y esperaba que ya nadie la molestara.
Llevó el pescado frito a la mesa de la cocina, sacó el vino de la heladera, agarró un par de cubiertos y se puso a comer directamente de la bandeja. Después de un litro de vino y las frituras, no sentía el ardor de las heridas pero sus sentidos parecían magnificarse tanto como su sueño. Apagó el televisor y la luz de la cocina. Seguía presintiendo al merodeador, se sentía acechada. Miró para todos lados con ojos sin espanto y desafiantes en la oscuridad. Ya te voy a agarrar, ¡ya te voy a agarrar hij’una gran puta!, gritó, volvió a encender la luz y se volvió a la cocina a buscar una cuchilla.
Se acostó. Daba vueltas en la cama, sudaba, muchas noches se despertaba tratando de meter aire en sus pulmones; soñaba que moría ahogada, era un sueño recurrente. Se levantó para ir al baño. Tenía que pasar por dos habitaciones con muebles desvencijados llenos de inútiles pertenencias. Agarró la cuchilla. Iba encendiendo las luces a medida que avanzaba. Escuchaba un correteo a sus espaldas sobre el piso de pinotea reseco y unos chillidos arrinconados en los zócalos y las paredes resquebrajadas, pero no veía que se moviera nada. Estaba segura que había matado al gato y si había otros iban a correr la misma suerte. Pero las que correteaban eran las ratas, liberadas de su cazador. Fue al baño y regresó a la cama. Puso otra vez la cuchilla debajo de la almohada.
La mañana siguiente buscó entre los yuyos y encontró el gato muerto. Lo carneó a la usanza del campo, lo tiró a la parrilla y preparó una ensalada.
Tenía la dentadura raleada y solía comer cosas menos complicadas que la carne para masticar; pero consideró que esta era una ocasión especial. Trató de tener cuidado con cada bocado, pero cuando se dio cuenta de que su voluntad no respondía, pudo más su miedo a atragantarse y la pesadilla vino a hacerse cargo de la situación. Se tomó unos buenos tragos de vino, se golpeó el pecho con los puños, se metió los dedos en la garganta, tosió hasta que se quedó sin aire, quiso respirar pero sonó como un fuelle agujereado, se puso azul y se desvaneció. Como siempre, estaba sola, con el televisor encendido como compañía.
Con el correr de los días las ratas plagaron la casa. El olor y los roedores comenzaban a invadir las viviendas vecinas. Nadie quiso asomarse por el tapial, el hedor de la carne corrupta hacía prever el posible panorama. Por última vez llamaron a la policía. Los oficiales necesitaban testigos, fue muy difícil convencer a alguien que aceptara por propia voluntad, así que obligaron a dos personas que pasaban casualmente por ahí, atraídas por el tumulto e ignorantes de lo que iban a tener que ver. Forzaron la puerta. En el patio, sobre una parrilla oxidada, quedaban el cuero y unos pocos restos putrefactos de un gato. En la cocina todavía estaba el televisor encendido y encontraron lo que quedaba de doña Clara tirado en el piso; se la habían comido las ratas. Los oficiales ya sabían lo que iban a enfrentar, pero los testigos salieron de allí enfermos, dando arcadas y pidiendo aire; habrán aprendido a no meterse en problemas ajenos diría doña Clara. Ella era así; jamás iba a aceptar que sintieran lástima o afecto por ella, ni muerta.













III

Cualidades ocultas
Ella tomaba naranjada y él Gintonic; seco, amargo, ácido. Parecían ser un par, pero de dos muy distintos. A Hernán ya lo irritaba cualquier cosa que su mujer hiciera o dijese.
-¿Qué es el amor, amor?
-¿A mí me preguntás?
-Sí, corazón.
-El amor es lo que mata, como la humedad.
-Estoy tratando de conversar sobre nosotros.
-Yo también. El amor es una mancha negra, hongos que se desparraman en la pared, un problema que hay que combatir. En el aire, la humedad es algo que se te pega, hace que la atmósfera se sienta pesada, te pone de mal humor y te duelen los huesos. Eso es el amor para mí, amor.
-Qué triste, siento náuseas. No sé si alguna vez te pasó, pero la tristeza excesiva me provoca náuseas.
-No, eso me pasa con la resaca. La tuya es una pregunta estúpida.
-Pero yo puedo contestarla; vos sos mi amor, bueno, al menos el que eras.
-Yo no soy el mismo, date cuenta, no quiero vivir más con vos, me ahogás. Separémonos.
Ella se quedó en silencio masticando la conversación, pero era un bocado que no iba a tragar sin urdir un plan para no atragantarse.
Hernán se jactaba por considerar que las mujeres son gatos, pero su mujer era una gata de ronroneo monótono que se refregaba a sus pies buscando una caricia y había perdido el encanto, el misterio, la vida nocturna, la independencia. Sin embargo, él tenía al menos una cualidad felina: la lengua áspera. Ella no. Ella tenía otros atributos que ocultaba muy bien. Poseía unas garras filosas bien guardadas bajo la suavidad de sus pasos, y la paciencia suficiente para cazar y jugar con su presa hasta matarla.
Volvieron a casa en silencio. Hernán la dejó en la puerta y se iba otra vez.
-¿Te vas de nuevo?
-Voy a comprar puchos. ¿Tengo que decirte todo lo que hago? Dejame en paz.
-No podés dejarme así.
-Sí, puedo, mirá cómo lo hago: embrague, primera, acelero. Chau. Vuelvo tarde o no vuelvo. No sé.
Ella se había cansado de contestar a sus groserías y bromas baratas. Y sabía a dónde iba.
-Ya fue, me cansé- le dijo Hernán a la otra cuando abrió la puerta –me ahoga, me aburre con sus estupideces, además yo creo que sospecha y ahora es un pulpo.
-¿Sospecha? No, imposible. Hace años que la conozco y es tan crédula. Nunca me dijo nada y si sospechara de alguien no sería de mí precisamente.- Hernán ya había sacado de la heladera una cerveza fría y estaba sentado en el sillón del living. - Me lo hubiese dicho. Lo que me estuvo contando es que hace un tiempo la venís maltratando y ya te dije que no jodas con eso.
-Le dije que me voy.
-Sos un hijo de puta.
-Con la vieja no te metas.- Hernán se tomó la cerveza y le pidió algo más fuerte sacudiendo la lata vacía– Si tenés vodka mejor, ¿sabés qué me dijo? “Estoy tan triste que voy a vomitar”.
-Ella es así, lo sabías de entrada.
-Te vas a poner de jueza ahora. Le dejo la casa, el auto, no me importa; ya lo pensé, yo me quedo con la casa de Punta. Todo se puede arreglar. ¿Nos vamos juntos?
-Sos un bastardo, sabés que la quiero mucho.
-Ella también te quiere. Y digo una cosa: ¿vos qué sos? ¿La mejor amiga? Me la presentaste vos o no te acordás. La querés de un modo bastante cuestionable.
-Pará, pará. Primero no me vas a cuestionar nada, ¿no estamos bien así? Ella corta un poco el ácido que tenemos encima, viene bien un poco de cariño de vez en cuando. Segundo, tenemos un acuerdo y ahora no te vas a arrepentir. Porque es por lo único que estoy con vos, y si no sos vos, será otro que esté con ella. Nosotros dos compartimos nada más que sexo. Y te advierto, no la trates mal porque es como si me lo hicieras a mí.
-Vos la aguantás menos tiempo que yo, sos como una visita. No la soporto más.
-Vos la dejás y a mí no me ves más.
-¿Estás loca? ¿Te acostás conmigo nada más que porque estoy con ella?
-Me calientan los tipos que están con ella, sí, soy una perversa y lo tengo muy claro; si no estás con ella no me calentás, ya lo sabés, lo sabías de entrada y ahora no te vengás a hacer el pelotudo. Voy a verla. ¿Te quedás en casa o te vas a otro lado?
-Vos no vas a ningún lado, estoy al palo, vení, dale.
-Si la dejaste mal tengo que verla.
-¿Qué, querés hacerle unos mimos? Se quedó como siempre, ya sabés.
-No, no sé.
-Sos rara, a veces creo que entre ustedes pasa algo, por eso me calentás, vení.
Hernán la agarró de los brazos y empezó a manosearla groseramente.
-Soltame, no quiero ahora.
-¿Viene violenta la cosa? Dale, me gusta- le bajó la musculosa desde los hombros.
-¡Te dije que no! ¡Ahora no!- y lo empujó. Hernán cayó hacia atrás y se golpeó la nuca con el borde de mármol de la mesa ratona. Contundente, preciso, definitivo.
Esperaba que se levantara, al menos que se moviera o respirara. Esperaba, deseaba que fuese un desmayo, pero por las dudas se le ocurrió atarlo. Buscó en los cajones de toda la casa, encontró cinta de embalar y sacó unos cinturones del placar. Le costó darlo vuelta para encintarle los brazos por detrás, cuando lo giró, vio que no había sangrado demasiado. Mejor, pensó. Terminó de atarlo y se sentó en el sillón en un estado de perplejidad que no la dejaba reaccionar frente a lo evidente. Al rato, la llamó a su amiga desde el teléfono de Hernán.
-Hola, tengo algo que comentarte. Sí, soy yo. Te acabo de sacar un problema de encima.
-¿Por qué estás usando el teléfono de Hernán?
-¡Qué sé yo! Se me ocurrió.
-Así que de acá se fue derecho para tu casa. ¿Qué pasó?
-Un accidente.
-¿Cómo? ¿Está bien, cómo está, qué pasó? Voy para allá.
-No, no. Esperá. Porque, bueno, vos sabés que él viene siempre a casa cada vez que tienen problemas.
-Sí.
-No pensarás que había algo entre nosotros, me imagino, siempre le dije que arreglaran sus problemas.
-Sí, sí- se tomó unos segundos para volver a hablar -contame qué mierda pasó.
-Te la hago corta. No te lo había querido decir antes, pero bueno, te lo tengo que decir, no me queda otra. Hernán siempre me persiguió y me tiró onda, no te había dicho para no lastimarte, amiga, pero hoy se fue al carajo; vino a casa, me quiso violar, peleamos, lo empujé y se golpeó mal, muy mal. Está tirado. Creo que se desmayó.
-Te quiso violar el hijo de puta- hizo un silencio breve. Y fue un iceberg; decidió mostrar sólo una parte en la superficie porque lo que la sostenía era un gigante bloque de hielo– es cierto, me sacaste un problema de encima, ojalá esté muerto.
-¿Te das cuenta? Mejor, si lo planeábamos no lo íbamos a hacer, pero me vas a tener que dar una mano ahora.
-¿Llamaste a la policía, una ambulancia?
-No, no quiero más problemas. De la cana sale en dos días, por ahí tenemos suerte y no se despierta.
-Hiciste bien, tenés razón.
-Tenemos que hacerlo desaparecer. Pará, se me ocurre algo. Prepará ropa, bastante efectivo, lo que necesitemos para viajar en tu auto y te paso a buscar.
-¿A dónde querés ir?
-No sé todavía pero quedate tranquila que lo vamos a llevar bien lejos.
Cortó la comunicación pensando que su amiga seguía siendo la misma inocentona y crédula de siempre. Pero no sabía que esa mujer tenía otras cualidades: poseía unas garras filosas bien guardadas bajo la suavidad de sus pasos, y la paciencia suficiente para cazar y jugar con su presa hasta matarla. Sólo era cuestión de tiempo.



 


Todo lo que somos es el resultado de lo que hemos pensado;
está fundado en nuestros pensamientos y
está hecho de nuestros pensamientos.

Buda (563 AC-486 AC)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 







IV

Las cosas que me pasaron por la cabeza
Me pregunto cuánto tiempo más me llevará salir de esta cama. Los médicos saben que escucho pero no tienen la certeza de que puedo entenderlos y por las dudas, mi familia habla de bueyes perdidos o tratan temas amables cuando están conmigo. Mientras tanto me dedico a mis pensamientos, no tengo otra cosa que hacer.
A veces trato de estirarme un poco para ver mi cuerpo. Pero no puedo. Entonces me imagino que no tengo los pies, ni las piernas, ni nada. Eso, nada. Pero estar conectada a los aparatos me hace saber que sí, si hay que mantenerlo es porque se echa a perder, así que ahí está mi cuerpo. ¡Ah, si alguien pudiese decirme qué fue lo que me dejó así! Una mañana me desperté tal como estoy ahora. El caso es que nadie sabe. O tal vez saben y no me lo dicen porque no puedo hacer nada.
Las potencialidades me superan. Esa posibilidad verbal que tenemos para dejar en potencia las acciones, condicionarlas a lo que pudo ser o podría haber sido es algo que ya me trasciende, especialmente cuando mi vida no es lo que esperaba que fuese.
Hablan de mí en tiempo pasado. Era tan activa, fue tan buena hija, era una madraza; y también el inevitable hubiese: si no hubiese quedado como una planta, hubiese hecho tantas cosas con su vida. Ahora es un trapo, un vegetal, una orquídea. Claro, soy un hongo en cultivo, una experiencia científica, boca arriba o de costado, comiendo de una sonda, meando y cagando por caños y en bolsa, respirando con ese aparato como un fuelle que sube y baja. Lo miro y me imagino la música de un bandoneón, o un acordeón, según como se me dé la gana.
Era una mujer activa en casa, un poco obsesiva por la limpieza, tengo que reconocerlo, la tenía hecha un espejo, ordenada, desinfectada y perfumada. Me ocupaba de la ropa, de la tarea y todo lo relativo a Bianca, pobre hija; no pude estar en su fiesta de quince pero me trajeron las fotos y el video.  La hubieses visto bailar el vals con el padre, me decía mi vieja mientras me mostraba una a una las fotos y me las ponía demasiado cerca de la cara. No pude ver nada, por supuesto, esa maldita costumbre de acercar tanto las cosas a los ojos. Pero ni siquiera me puedo poner bizca, así que veo todo turbio; todavía más si nadie me pone los lentes. Por eso, tampoco pude ver bien el video. Pobre Bianca, la única ventaja para ella es que no la molesto con el tema de que se abrigue, que tenga cuidado, que se baje la pollera más allá del límite de las nalgas, que se cuide. Parece que me adivinara, porque cuando viene a verme, me mira con ojos pícaros y me dice: Tengo un short abajo, ma. Y yo me quedo tranquila. Quisiera hablar con ella sobre sexualidad; del amor, de su autovaloración. Pero el padre está haciendo un buen trabajo aunque yo no esté, lo noto en sus monólogos conmigo; en los de ambos. En la frecuencia de sus visitas, en sus ojos que, a esa distancia sí puedo ver e interpretar con claridad. Por eso entiendo que él habla con ella de la manera en que yo misma lo hubiese hecho.
Demasiado tiempo ocioso y consciente puede enloquecerme. Por eso, a veces me pongo a recordar melodías. Cada vez que lo hago, el monitor que tengo al lado lo indica con unas manchas en rojo sobre la imagen de mi cerebro, y la línea que monitorea la actividad neuronal se enloquece. Juego con eso. Eleanor Rigby es una de mis favoritas, Ah, look at all the lonely people…  Así paso el tiempo raspando las cuerdas de los chelos, violas y violines, sin pizzicatos con suaves toques y golpeteos de arco sobre las tripas delgadas, que gimen a veces roncas y a veces sutiles, suspicaces, dignas o circunspectas, pero ascendiendo por momentos, en un aleteo agudo que se termina confundiendo con el aire lúgubre del entierro de la solitaria Eleanor. Mantengo ocupado el cerebro recreando melodías simples o con orquestas completas ejecutando, por ejemplo, Here comes the sun. Primero la guitarra, tan tímida introduciendo la llegada del sol; clara y luminosa con el ulular de un viento muy ligero que la acompaña hasta que todo está bien y se aventura, entonces, a la escalada, con percutidos llamados de emoción por lo que vendrá. Aplausos porque here comes the sun, en el vuelo de violas y violines; platillos y panderetas chasquean sun, sun, sun, here it comes hasta el final del tema que parece volver a empezar, porque it’s all right, y entonces con un rasguido melancólico la guitarra marca la espera del nuevo amanecer. Cuando me gana la emoción, en el monitor aparecen manchas verdes, y las líneas que me monitorean son rayos, relámpagos, crujidos.
Cuando mi marido, mi vieja o mi hija me agarran la mano, tengo que recordar la sensación física, no la emocional; eso está intacto. Y lo raro de esto es que la cuestión de piel prevalece. Sé, por ejemplo, que mi marido está tocando a otra mujer. Y no lo culpo. También lo veo en sus ojos y en su sonrisa cuando se acerca a besarme la frente. Con toda la cara trata de disimular el padecimiento de la incertidumbre, y me acaricia el pelo con suavidad cuando llega y cuando se va. Pero yo no muevo una pestaña, ya perdí el lamento. Ojalá alguien me dijese si voy a moverme otra vez. Daría igual si fuese sólo una cabeza y un brazo, como para extender la imagen del tacto y dar menos trabajo con las escaras y la quinesioterapia. Soy una cabeza. Ya me gustaría estar muerta. Tengo a todos pendientes de una mínima reacción que no sea un movimiento reflejo. La cuerda floja entre la incertidumbre de los médicos y mi certeza, hace tambalear lo que me significaba ser persona. Para los médicos estoy viva, pero no tanto, escucho pero no pueden afirmar que entienda y cuánto puedo entender, van a defender lo que me queda vivo hasta que la cosa deje de funcionar sola, creería que cuando el monitor quede inactivo. Por otro lado, a mi familia la están enloqueciendo con los gastos descomunales que esto les ocasiona, ellos no me lo dicen, son los médicos y enfermeras que no tienen el más mínimo tacto de no hacer esos comentarios en la habitación. Me molesta que me consideren como insana mental para que alguien decida por mí porque no puedo expresarme, aunque mi cabeza funcione perfectamente. Si me preguntaran, les diría que me desconecten. Mi familia va a llegar al final, pero no quiero que tengan que pasar por todo esto. Ya está. ¿Qué podría pasar ahora? Las potencialidades me superan.
Me pregunto cómo fue posible que estemos todos metidos en esta situación, qué mente retorcida se estará riendo de un hongo con ojos, de los jardineros y de los que nos ven detrás de la vidriera como algo que jamás comprarían y a tan alto precio. Es muy costoso mantenerme acá. En, al menos, dos sentidos. Este es un verdadero reino fungi y yo soy la monarca.
No estoy cansada. Me aburro. Pienso y me duele la memoria. Entonces concluyo que sigo viva. Proyectaría algo para cuando salga de acá, pero no sé cómo podría ponerlo en práctica. Ni siquiera sé si voy a salir. El médico de clínica se acerca, me observa, me deja miles de puntos rojos en la retina con esa linterna mínima que prende y apaga. El quinesiólogo me sacude impiadoso, aunque no siento nada. Las enfermeras me giran cada determinado tiempo, aunque ese intervalo sea escaso y el cirujano tenga que curar mis escaras. El neurólogo niega todo el tiempo cuando observa los estudios. Algo de mi cuerpo funciona, mi memoria, imagino que será una parte de mi cerebro, pero no es suficiente.
Es una vigilia de párpados abiertos, nunca me gustó eso de ojos abiertos, me da la impresión de ojos cortados, como la escena de Un perro andaluz. Irracionalidad. Sueños. Y no puedo soñar. Lo pienso y me dan escalofríos. ¿Escalofríos? Está sonando un pitido, debe ser una alarma. Creo que me sacudí. Eso es una novedad. Noté que me sacudí, aunque sea un reflejo más. El respirador no funciona. Pero sigo viva.
Me vio la enfermera, estoy segura. Está desconectando los aparatos. Che, no. Escuchame, digo, mirame, mirá el monitor ¿no ves que estoy pensando? ¡Me sacudí, sentí escalofríos! Quiero ver a Bianca. Quiero que me abrace, que me abrace mi vieja, mi marido. ¡Puedo llorar, mirá! ¡Mirá la pantalla, está roja y verde! ¿Amarilla? ¡Y amarilla! No me mates así, hija de puta. Es difícil sostenerse en una decisión tan determinante cuando está tan cerca, yo quería morir, pero no así.
No entiendo. El monitor quedó gris, el fuelle ya no rezonga, y lo demás no puedo verlo. Sigo viva. Si no puedo ver mi cuerpo desde el aire es porque no morí. ¿Y ahora qué? Sonó el celular de la morocha, su tono de llamada como una irónica despedida, Baglietto cantando todavía me emocionan ciertas voces, todavía creo en mirar a los ojos, todavía tengo en mente cambiar algo, todavía y a dios gracias, todavía. Y sí, me sacó toda vía que me mantenía con vida artificial. Todavía tengo sentido del humor. Me sacaron del hospital para trasladarme a un manicomio.
Si alguien pudiese decirme cómo es que pasó lo que pasó, se lo agradecería. Las potencialidades me superan. Esa posibilidad que tenemos de poner en potencia las acciones, condicionarlas a lo que pudo ser o podría haber sido o podría ser es algo que ya me trasciende, especialmente cuando mi vida no es lo que los demás esperaban que fuese. Quedé catatónica, soy una estatua de cera. Me sientan, me acuestan, me levantan, me visten. Me cortaron el pelo de nuevo. Me alimentan, me hablan. El padre de mi hija sigue viniendo, es un buen hombre, lo veo avejentado. No sé cuántos años pasaron; serán quince. Mi nieta viene a visitarme, es igual que la madre a su edad.  Bianca, entre tantas cosas de las que me habla mientras me peina o me pinta las uñas, me contó que quiso quedarse con una sola, se lo hubiese preguntado, pero nunca pude. Siempre tuve la idea de que adivinaba lo que le quería decir. De cualquier manera, nunca pareció darse cuenta que no quiero que me sufran más. ¿Cuál es el objetivo? Estoy envejeciendo, nada valió la pena y no pude hacer nada. Hasta recuperé mi potencial lamento. Hubiese querido morir hace mucho. Eso hubiese sido liberarnos de toda esta costosa espera, esperando qué o a quién. Yo no soy la misma. Pero ellos me recuerdan como era.
Hoy me desperté con la cara de mi nieta mirándome, curiosa. Me desperté. Hacía mucho que no despertaba. Tantos años de esa especie de vigilia hicieron que lo olvidara. Pensé en acariciarle la cara y pude levantar la mano, llegué a rozarle la nariz y sonreí. Fue como si ella asistiese a mi nacimiento. Le sequé las lágrimas con mis propios dedos. Me vi las uñas recién pintadas. Me las pinta ella ahora. Cuidado que se te corre el esmalte, me dijo riendo y llorando al mismo tiempo. Buscó el teléfono y llamó a Bianca.
Todo este tiempo había pensado que las potencialidades me superaban. Hoy creo que todo cuanto está en potencia espera el disparador adecuado para que ocurra el cambio. No sé si es tarde, no me lo pregunto, no sé cuánto tiempo durará. Hace un tiempo pensaba que nada había valido la pena, excepto para los que facturaron todos estos años. Sigo sosteniendo que si hubiese muerto antes, ellos no hubiesen sufrido tanto, ni yo. Pero si hubiese sido así, no habríamos comprobado nuestros límites. Cuando rehabilite el habla, quiero decirles que los amo y darles las gracias por esperarme. A todos, incluso a mi madre que ya no está. Y cuando pueda volver a escribir, o mejor aún así no espero tanto, si alguien lo escribe por mí, quiero contar las cosas que me pasaron por la cabeza mientras todos esperábamos.












V

El traidor Mr. Hyde que llevo adentro
El parloteo del tv entró en corto con mis pensamientos e intenciones y busqué el control remoto para bajar el volumen –quería apagarlo, pero hubiese sido descortés-. ¿Alguien tiene el control? pregunté, ¿dónde está el control remoto? Hasta que yo perdí el mío y grité ¡por favor apaguen eso! y me puse a tantear el televisor para encontrar el botón. Lo apagué y todos siguieron hablando y comiendo como si nada.
-Te pone nerviosa la tele –me dijo Liliana, la mayor de mis hermanas, con nuestro sobrino más chico en brazos.
-Sí, mucho. ¿Cómo hablan con ese parloteo de fondo?
Yo amo mis silencios y mis soledades y si hablo con alguien no quiero la intrusión de ruidos funcionales, mucho menos en esos almuerzos domingueros que todavía conservamos en la familia. Suena muy mafioso. Pero es la familia. Gritan para hablar, para pedirse las cosas de una punta a la otra de la mesa, para hacer chistes, para pedir un aplauso para la que hizo la salsa y el que amasó los fideos, o sea, la vieja y el viejo. Ellos viven en la casa de siempre, arriba construyó mi hermana menor y atrás del terreno tiene su departamento mi hermana mayor. Yo quedé afuera del condominio por mi propia salud mental.
Después de lavar los platos –condición indispensable es que yo lo haga- actividad que ejecuto para no dormirme sentada a la mesa después del café y el postre, soporté estoicamente el terrible sueño que me llevaba de las pestañas y me fui hasta la barranca. El río Paraná me llena los ojos, me acerca algunos recuerdos y aleja otros. Y lo mismo hace con mis problemas. El ombú donde me sentaba a escribir cuando era adolescente es una de las cosas que se llevó el agua y todo lo que escribí se lo llevó una fogata. Me tenté. Me acerqué demasiado a la tierra arenosa y floja que se desmorona a diario. Desde chica sé que no hay que acercarse a la orilla. Incluso hay carteles de advertencia. Pisé tierra blanda, me resbalé, fue tarde para dar un paso atrás y quedé colgada de las raíces de un sauce.
No sé de dónde ni cómo apareció un muchacho que me agarró de las muñecas, y me levantó como si la gravedad no fuese un obstáculo.
-¿Está bien señora?
¿Señora? ¡¿Señora?! Odio que me digan señora aunque haya pasado un susto de muerte y el que me lo diga me haya salvado la vida. Flaca, yo soy la flaca, la nena, la hija de Di Marco. Señora. Pero igual le dije que estaba bien, le di las gracias y no lo dejé acompañarme de vuelta a la casa de los viejos. De cualquier manera, desapareció casi al instante en que le decía que no necesitaba que me llevara a ningún lado.
Fui una grosera, lo sé. Lo que había sido mi única certeza irrefutable, la muerte, había estado tan cerca y un chiquilín que me dijo señora la volvió incierta. Por unos segundos creí que mi única certeza se hacía realidad. Ya. Terminaba ahí. Era el chan chan del final del tango. Ahora era una certeza postergada. Por supuesto que no me animé a acercarme de nuevo. Nada me aseguraba llegar al río y morir enterrada en el barro líquido del fondo. Y no fue la primera vez que me sucedió. Cuando era una chiquilina, también me resbalé en la barranca del Carcarañá y quedé colgada de unas raíces. Y me salvó un tío, que me vio justo cuando desaparecía del nivel del suelo, tirando de mis muñecas como si fuese una remera que se va a tender al sol. Recuerdo que me dijo: no le digas a tu mamá que se va a poner mal, ya pasó. Me soltó y yo salí como la cabrita Copo de Nieve saltando de los brazos de Heidi. Y lo primero que hice fue contarle a mi mamá. Ese día de camping, terminé sentenciada a no alejarme de la vista de mi madre. Siempre fui la que hacía lo que no debía y ahí estaban los resultados.
Y en el medio del antes y el hoy perdí la memoria.
Y lo volví a hacer. Volví toda sucia. Esa tierra rojiza y arenosa se pega con el sudor, con algo de conocimiento de la zona y un poco de astucia, es fácil darse cuenta que es de la barranca.
-Me tropecé en el paseo nuevo cerca del río- comenté a la ronda que se estaba armando alrededor de la mesa, con los bizcochos y el termo. Mi vieja y mis hermanas me miraron de arriba abajo.
-¿Pero vos sos pelotuda? No te vayas a tu casa, quedate a tomar unos mates. ¿Qué te pasa?- me dijo Liliana,  mientras me llevaba de la mano a buscar algo de ropa de ella que me quedara. Mientras tanto la vieja largó el mate recién empezado y prendió el calefón y mi otra hermana, tenía al más chiquito prendido de la teta.
-No pasó nada, me tropecé en el paseo nuevo.
-Esa tierra es de la barranca. No voy a comentar nada, no te preocupes, pero sea lo que sea te apoyo, contá conmigo. Y no hagas locuras. Esta noche hablamos. Bañate acá, le digo a la vieja que apague el calefón, viste que cuidan el gas.
Liliana es perceptiva y muy despierta; debería haber sido psicóloga, pero tiene un vivero. Le dije que estaba loca con un gesto desentendido y entré al baño. Me di una ducha. Mi vientre no estaba hinchado todavía, mis pechos sí, pero sin corpiño lo disimulé bastante. La cintura empezaba a desaparecer y mi cara estaba algo redondeada. Casi nueve semanas y ya todos esos cambios. Tenía que hacer algo rápido, sola. Se suponía que era sólo sexo y un mejor puesto en el laburo. Otro acto fallido. Imperdonable. Lo que había pasado me demostró que no era mi hora, aunque mi Mr. Hyde interior opinara lo contrario.
La hora del mate es algo más íntima. Los hombres siguen la siesta y las mujeres armamos la ronda y nos contamos algunas novedades. Ese domingo, la conversación de la mateada organizó las vacaciones a Córdoba de una, comentó el regreso de la otra, y mi frustrada salida del fin de semana porque una amiga encontró a alguien mejor para pasar la noche –era mentira, pero si decía la verdad iban a empezar con sus recomendaciones por mi encierro-, el más chiquito ya gatea, la más grande ya escribe en cualquier lado que encuentra y con lo que tiene a mano, y vos, nena –yo-, para cuando una pareja, una familia, estás linda, más gordita; eso, en la familia, es saludable. Y cómo fue que te tropezaste, menos mal que no te lastimaste. Ese domingo no tenía ganas de contestar nada. Ni ese domingo ni otro día. Si a los cuarenta no me caso, igual voy a tener un hijo, dije alguna vez en esas rondas de mate y ovarios rebeldes. Fui una tremenda idiota, pero lo dije. La única certeza que me quedaba era la finitud de la vida para cuando a la muerte se le dieran las ganas. Ni siquiera puedo asegurar, en un primer golpe de recuerdo, si tengo cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco, tengo que ponerme a calcular cada vez que pienso en mi edad. Son límites. Como el margen que me reservo para mantener íntegras mis decisiones y mis arrepentimientos. La Ranitidina aleja fantasmas agrios y el Prozac los infelices.
Dejé saludos para los que todavía estaban adentro, durmiendo acondicionados con el run run del aire.
Volví a mi casa sin poder decirles nada y pese a Liliana, que me armó el sillón para que me quedara a dormir con ella. Las chicas se fueron con el padre, el dormitorio de ellas es un desastre y ahí no podés fumar, acá en el comedor no hay drama, quedate, podemos hablar tranquilas y me dejás tranquila a mí, me dijo. Pero yo quería mi cama, mi casa, poder prender un pucho a donde se me cantara y sin pedir permiso, ponerle ron al café o tirarme un pedo a placer. Así que me fui sin hablar del tema. Concluí que, a lo sumo, cuando me volvieran a ver estaría más flaca y me iban a preguntar que si estoy comiendo bien, que estoy loca si hago dieta, que en vez de fumar mastique o chupe algo. Que vaya más seguido a comer con ellos, que salga un poco. Pero nada más. Así que me conseguí una abortera, la plata, y a la semana siguiente ya era yo, sola, otra vez.
El domingo pasado nos juntamos de nuevo. Lo de siempre. Esta vez salieron primero los chorizos y las morcillas y después las costillas, el vacío y el matambre de cerdo. De qué se puede hablar en medio de tanta charla con ruido funcional de fondo, que no sea sobre la familia, alguna novedad de los chicos, bromas y nada personal. Reglas básicas para no caer en antiguas discusiones. Comé nena que estás flaca. Servite ensalada. No estarás haciendo dieta, me imagino. No, yo nada más tenía un vacío nuevo que rogaba no volver a llenar con lo que mi Mr. Hyde me dijera.
Después de comer me resulta imposible no cabecear un rato y dormitar. La casa de los viejos es de los viejos y mi cama ya no está ahí. Así que salí a la sombra del patio.
La brisa arremolinaba los flotadores de los chicos en la pileta de lona circular, me llamó la atención porque era una ronda que iba para un lado y para el otro, un trencito con un sillón rosa, un salvavidas redondo y amarillo y una pelota, un circuito con ritmo constante. Acerqué una reposera al borde, me senté en la orilla y esperé a que pasara el flotador amarillo debajo de mis pies, lo retuve con los talones para estirar las piernas. Y me relajé. Traté de hacer oído selectivo, en esa casa renuncio al ruido, y anulé mentalmente el rasposo aparato que vibra allá arriba con su aliento de dragón extinguido, cada verano. Ruidos. Siempre hay ruidos en esa casa, los ruidos no son los pájaros ni un dátil que cae en el techo de chapa. Ruido es el aparato del aire acondicionado, que ronca sobre la palmera, el agua de la pileta, el sillón y sobre mí. Y es el taller mecánico de al lado, son los autos que pasan continuamente. Son los engranajes del tiempo.
Antes eran otros ruidos y otros silencios. Eran menos árboles y planta baja, y más césped. Era un limonero que se llevó el piso del garaje, y las matas de crisantemos que quedaron debajo del camino de cemento para el auto. El progreso. Era el aire sin tantos cables y la radio en la galería a la tardecita cuando refrescaba en verano. Era otro sillón; el que me quedó chico cuando crecí. Era la cancha de tenis con la soga y un par de paletas y pelota de plástico. Era la calle de tierra y el agua potable en la esquina de la ruta. Eran madrugadas de caminatas y plaza de hamacas y sidra, algún novio, alguna ilusión y decepciones. Y a orillas de la barranca, el ombú.
Me quedó el cuello entumecido. La reposera no es un buen lugar para quedarse dormido, pero el sueño manda debajo de la sombra de la palmera, a la deriva de la brisa después de un buen almuerzo.
En el medio del antes y el hoy -ahora sé que no perdí la memoria- encajoné algunos recuerdos, algunos ruidos y silencios.
En la mateada femenina, entre qué flaca estás, salí un poco, si estás saliendo con alguien que tenga plata, ¿te sentís bien?, comé frutas, dejá de fumar, alimentate bien, vení más seguido, los chicos gritando, la pileta con los inflables, el nefasto rugido del aire acondicionado, tendrías que cambiar de trabajo y teñirte, que se te ven las canas; no dije nada de por qué estaba más gordita el otro domingo ni por qué ahora estaba más flaca, ni por qué me había caído en realidad, total, ya había pasado, para qué las iba a preocupar. Dejé saludos para los que todavía dormían y me fui a casa.






VI

Y todo lo que había pensado, se derrumbó con un grito
La mujer me miró. Seguro que me vio parecida a ella. Yo también noté su nariz ligeramente elevada en el tabique, los ojos grandes y un poco saltones, sus labios finos, el mentón pequeño, igual a mí. Yo no quise mirarla tan detenidamente, a las mujeres nos cuesta observarnos así de entrada, nos genera cierto recelo, pero la curiosidad nos impulsaba a intervalos; una vez ella cuando yo no la miraba y una vez yo cuando ella no me miraba.
Coincidimos en la cola del Registro Civil. Vivíamos en la misma ciudad y nunca antes nos habíamos visto, al menos yo estoy segura que nunca antes la había visto.
Otra vez, cruzamos miradas fugaces como para confirmar lo que ya era evidente. Era mi sosías. La palabra se me cruzó por la cabeza disparada por la situación, si existe un cine argentino que más vale olvidar es el que ve mi padre, en este caso me sirvió para aprender cómo se le dice a una persona que es tan parecida a otra, que hasta puede tomar su lugar. Siempre fui curiosa, cosa que agradezco a mi madre, fui más allá de Calabró y Alfano en una comedia de enredos -donde alguien tomaba el lugar del personaje para cometer delitos- y aprendí que la palabra tenía que ver con una comedia de Molière donde se desarrolla una conspiración con dobles donde aparece el esclavo Sosías. Pero Molière tomó la idea de una comedia de Plauto. En definitiva, se dice que todos tenemos un sosías dando vueltas por ahí.
La vi con intenciones de acercarse. Alguna vez leí que si el encuentro se produce, puede ocurrirle una fatalidad al original, cosa que aumentó mis nervios porque, para comenzar a analizar la situación, yo soy yo y ella es la otra. Yo no quería que se me acercara, era como un duplicado, tal vez una doble malvada, alguien que podría tomar mi lugar en cualquier circunstancia a partir de ahora y con total impunidad.
Le llevaba unas diez personas de ventaja, nada más, pero me tranquilizaba pensar que saldría antes que ella, y eso sería todo. Pero teníamos por delante al menos una dos horas de espera. Me di vuelta y me puse los auriculares, no había cargado la batería del celular, así que disimulé. Seguro me estaba mirando el cabello, enrulado y negro, largo, igual al de ella. Sentía la mirada como un peso en los hombros. Traté de mirar de costado, forzando mis órbitas al extremo casi del dolor, pero no podía ver qué hacía mientras no la miraba.
Una señora mayor que estaba sentada en las butacas, contra la pared, parece que notó también nuestro parecido; nos miraba una y otra vez y parecía que estaba viendo un partido de tenis. Pensé que a esa mujer se le podía ocurrir que éramos gemelas y que estábamos peleadas. Muchos hermanos se pelean y ni se hablan. Mis pies y mis sienes se congelaron cuando noté que le hacía señas a mi sosías. Preferí concentrarme en la punta de mis zapatos.
Pensé en  irme y volver otro día. Pero ella podía hacer lo mismo, o algo peor, entrar en mi lugar para documentarse con los papeles que ya tenía en proceso. Nadie iba a dudar, era igual que mi foto. Me quedé. Miré el reloj. Calculé que todavía faltaba más de una hora para terminar el trámite. Pensé en la posibilidad de que fuese yo misma en un desdoblamiento, interactuando con mi entorno dentro del cual estaba incluida. No era verse en un espejo, ni en una película, no era una imitadora. Si ella pensaba lo mismo que yo, posiblemente no se iba a atrever a preguntarme, tal como yo no me atrevía. Pero no parecía que pensáramos lo mismo, estaba segura que ella quería acercarse y que la señora esperaba sentada la siguiente escena.
Saqué de mi cartera el libro que había llevado para pasar el tiempo. La misma página la pasé tres veces, no me podía concentrar porque ella estaba ahí atrás y tenía a una secuaz, compinche o cómplice, vaya una a saber, casi al lado mío. Me distraía pensar en ellas y en lo que estarían planeando. Ahora eran cuatro ojos clavados en mí. Igual, traté de disimular nuevamente insistiendo en la lectura, pasé varias páginas sin entender nada. Busqué otra vez el reloj, conforme avanzaba la fila, faltaría todavía una hora para mi turno. Esa mujer duplicada, parecía tener las agallas de acercarse a reconocerse en cualquier momento. Descarté una identidad compartida, nuestras huellas digitales serían diferentes. Tal vez hubiese otros aspectos que nos diferenciaran; nuestra personalidad, por ejemplo. Me di cuenta que poco a poco me fui calmando. Dejé de pensar en posibilidades tan absurdas con las que me estaba persiguiendo. Pero me surgía, ahora sí, una duda genética que remonté al desliz de algún abuelo. También pensé en el impasse creativo de una divinidad carente de ideas y por qué no, en que tal vez yo fuese la sosías y ella la original. Eso me posicionó de otra manera. Lo descarté de inmediato, no podía imaginar que, en un instante, yo dejara de ser un yo para ser nosotras. Quizás no hubiese original ni copia sino una especie de producción en serie, aunque solamente seamos dos, que diese por tierra una singularidad que tanto valoro en mí.
Sumida en estos pensamientos contenidos por el murmullo de la gente que esperaba, escuché mi voz, la de ella. ¡Mamá, teneme el bolso! dijo, y la señora se levantó a buscarlo. Sí, era la madre. Una madre puede diferenciar a sus hijos aunque sean idénticos y nos había visto iguales, era evidente que lo había notado, estaba segura. ¿Qué querían ellas de mí? La vi ir y volver con la mirada cómplice de quien oculta algo, pero no con picardía sino con asombro y ansiedad. Volvió a sentarse. Ahora me miraba más intensamente, abrazada al bolso verde, el color que más me gusta. Íntimamente, esperaba que la señora tuviese cataratas o glaucoma o un astigmatismo importante.
Volví al libro. Me parecía que cada vez se hacía más pequeño y que en cualquier momento se me iba a caer o escurrirse entre los dedos. Otra vez estaba inquieta, las manos me sudaban. Y me tocaron el hombro. Toda la presión atmosférica se me abalanzó en la cabeza. Nena qué te pasa, me dijo mi vieja que sabía que yo estaba ahí y pasó para acompañarme un rato. Sacó un pañuelo y me secó la frente. Susurré las palabras una detrás de la otra sin respirar. Le comenté lo de la sosías que me miraba y su madre que también me miraba y la historia de los dobles y todas esas estupideces que se me cruzaron por la cabeza. Las miró. Pero miró más detenidamente a mi doble y empalideció. Ahora sudaba ella. Sin darme tiempo a reaccionar, mi mamá me tiró del brazo.
-Vamos -me dijo en voz baja y con la cabeza gacha. Tenía las manos heladas.
-¡Es tu hermana! –gritó la mujer mientras se levantaba del asiento y se le caía el bolso. -¡Es tu hermana!
Mi sosías se acercó sin saber muy bien qué hacer, me miraba emocionada y miraba con odio a mi madre que ya se desvanecía entre temblores al grito de ¡vámonos de acá!
Yo perdí la mirada, o tal vez la encontré mareada entre la gente que nos rodeaba. La mujer gritaba desesperada. Mi madre quería huir a toda costa. Mi sosías me abrazaba. Las cuatro llorábamos.
-Te conozco, vos eras la enfermera, vos me la robaste y desapareciste. ¡Es mi hija!- se agachó a buscar el bolso y empezó a revoleárselo a mi madre en la espalda y donde podía. No sé cómo hacía pero con un brazo me abrazaba y con el otro daba.
Mi madre ya no podía sostenerse, algunas personas se acercaron para separarnos, otras se alejaron para alimentarse de morbo y otros lloraban como si estuviesen viendo el programa de Andrea Politti y otros memoriosos el de Franco Bagnato y frente al escándalo, entre los unos y los otros y gente que busca gente, alguien llamó a la policía.
Esa mañana, nos llevaron en patrullero al hospital más cercano hasta que nuestros nervios se estabilizaron. Esa mujer nunca había dejado de buscarme y mi hermana, me dijo, siempre creyó la historia de su madre sobre mi posible existencia.
-Muchas veces me pasaron cosas que nadie podía explicar –me dijo mi gemela en la sala de espera mientras nuestras madres se recuperaban del shock.- Una vez sentí un dolor terrible en la rodilla derecha. Me hicieron estudios y encontraron una fisura en la rótula. No me había golpeado, no tenía problemas de calcio; nada. Pero yo sabía que tenía que ver con vos. Y me pasaron varias veces cosas parecidas. Lloraba y no sabía por qué, me sentía sola, incompleta. No sabía si eras mujer o varón, pero te presentía; algo así. Leí muchos estudios sobre esa conexión que existe entre gemelos.
-¿Cuándo te pasó eso de la rodilla?
-Tendría unos ocho o nueve años.
-A esa edad tuve un accidente y me quebré la rótula. Fue en la pierna derecha. Increíble. ¿Pero cómo sabías que éramos gemelas?
-No lo sabía. Era un impulso, una percepción que me desdoblaba al punto de sentir que estaba en otra parte al mismo tiempo. Espero que me entiendas. Siempre supe que la vieja tenía razón.
-Te entiendo. Lo que pasa es que me cuesta creerme a mí misma, te escucho y me escucho, yo también sentí cosas parecidas. No me dijeron que era adoptada.
-Claro. Porque no te adoptaron, te robaron. Es duro que te enteres de esto así, pero no sabés lo que fue para nosotras sufrir todos estos años. Nacimos en Victorica, en La Pampa. La vieja fue sola a parir, yo no conocí a nuestro padre. Anduvimos por muchos lugares, ella trabajaba para una familia que casi me adoptó y por cuestiones de trabajo se trasladaban por todo el país. Nos llevaban con ellos. Por algunos contactos de esa gente, te íbamos rastreando. Hasta que supimos que había una posibilidad de que estuvieses en esta zona y nos vinimos para acá hace unos años.
-Por eso nos mudamos tantas veces, para despistar.
-Seguro. Siempre queda algún cabo suelto, alguna huella, alguien que se arrepiente o se vuelve a vender por información. ¿Viste eso que dicen del sexto sentido? La vieja tenía algo con vos que nadie se lo sacaba de la cabeza ni del corazón. Era un agujero. Y a mí me faltaba algo. Cosa de no creer ¿no?
-No sé. Nunca lo hubiera imaginado. Yo también tuve siempre una sensación de ausencia, dolores inesperados, ansiedades inexplicables. No hubo psicólogo que me sacara esa angustia. Con el tiempo me acostumbré. Esto es muy fuerte. Si no fuésemos tan iguales diría que es una mentira. Te juro que quiero despertarme.
-Pobre vieja. ¿Sabés el tiempo que me dijeron los médicos que estaba loca? ¿Que no había podido superar la depresión post parto y que sufría de esquizofrenia? Llegué a creer que yo también estaba enferma ¿entendés? Era muy fuerte tu presencia. Como un fantasma. Si le hubiesen dicho que te habías muerto, las cosas no hubiesen sido muy distintas. Siempre te buscó. Hoy, cuando te vimos ahí, no sabíamos qué hacer. Pero las cosas se dieron así.
-¿Pero cómo lo hicieron? ¿Cómo pudieron engañarla así?
-No fue muy difícil. Pensá que cuando nacimos, la tecnología era para la gente de más recursos y no tuvieron demasiados problemas para decir que había habido un error, que no era un embarazo gemelar. Lo demás se cubrió con más amiguismo, dinero y un pacto de silencio. Te anotaron como hija biológica de esa mujer.
A veces, una simple casualidad puede destapar la olla mejor tapada y cambiar el mundo que creías que estaba bien así como era. Me fui del hospital con la dirección y el número de teléfono de Sandra. Pasé por casa a buscar algo de ropa, el viejo no sabía nada de todo esto y yo no le dije nada. Ni lo saludé. Me fui a un hotel por unos días para ver cómo iba a seguir con todo esto.
Me llevó mucho tiempo asimilar el ocultamiento, la mentira de toda una vida, ser hija de otra mujer, tener una gemela, haber sido robada y comenzar a conocer a mi madre y mi hermana. Me mudé un tiempo con ellas. Ahora tengo que perdonar. Pero eso tendrá que esperar.



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 




























"...el absurdo es que salgas por la mañana a la puerta y encuentres la botella de leche en el umbral y te quedes tan tranquilo porque ayer te pasó lo mismo y mañana te volverá a pasar. En ese estancamiento, ese así sea, esa sospechosa carencia de excepciones. Yo no sé che, habría que intentar otro camino."

Rayuela, Cap. 28, Julio Cortázar.

VII

Ya no soy una virola en tu anular
Trabajaba cama adentro para dos hermanas viudas. Nada complicado para un trabajo semi esclavo. Mis únicas posesiones eran: medio domingo para mí, una hora que me tomaba para almorzar, si el día me inspiraba me iba hasta el Parque Lezama, a la vuelta, a media cuadra. Como las viejas me contaban hasta las uvas de la frutera, me sentía más cómoda si comía en otro lado. Y tenía un marido. Hay tantas maneras de auto aprisionarse. Al menos dos: creer que un violento va a cambiar y tener miedo de quedarse sola.
Tuve que organizarme. El mobiliario estilo inglés, especialmente la vitrina que cerraban con llave y los veladores y arañas de bronce me llevaban horas. Los pule bien pulidos, ahí tiene el bicarbonato, y no se vaya a caer de la escalera porque no queremos problemas; primero me lo decía una y después la otra. Después volvía alguna de las dos a decírmelo de nuevo. Bicarbonato. Ser octogenarias no era la excusa, estaban bastante bien de la cabeza. Como casi todo mi tiempo era para ellas, para eso le pagamos me decían, ponía toda la atención en cada línea de labrado en metal, en cada eslabón de cadena, en cada hueco tallado en la madera y terminaba con la cabeza en blanco. Ni sé de qué me hablaban mientras hacía las cosas, yo movía la cabeza con un sí a todo. Después se lo tengo que repetir, Adela, preste atención, ¿ya hizo la lista? vaya a lo de los chinos antes de que cierren y a la vuelta pase por la vinería. Les compraba un Ballantines etiqueta roja por semana, pero con la basura sacaba las botellas de a tres: la de Ballantines, y dos de Criadores.
Llegué a hacer media carrera universitaria y tengo un cierto porte, dicción y maneras que tuvieron en cuenta para darme empleo. Por eso me hacían usar guardapolvos, para que la gente no pensara que podía ser la nieta de alguna. No me quejé por eso, de algún modo me ponían en mi lugar. A veces demasiado. Me desmoralizaba ser la esclava de dos viejas pacatas venidas a menos y con exigencias de monarcas.
-Se va el trío copete, Juan. - le mostraba las tres botellas juntas- Parece que la que traigo tiene cría ahí adentro.
Juan, el portero. Corpulento y bonachón. Entraba a las ocho de la noche hasta las seis de la mañana. Yo le tiraba el chiste y él me devolvía una sonrisa cómplice.
Qué hacía yo trabajando ahí. Aproveché la primera oportunidad que se me presentó, era un modo de separarme sin culpa y con el menor riesgo. Fui una ingrata con esas dos mujeres; estaba mejor con ellas que con Alfonso en casa. Juan - lo paró en seco un par de veces en la puerta- me dijo que reconocía a tipos como él con mirarlos nada más, y que cualquier cosa, le avisara si tenía algún apuro. A las hermanas no las despertaban ni los quejidos de mi cama ni los jadeos insultantes de Alfonso cada vez que me visitaba.
-Estoy haciendo terapia- me decía cuando venía- quiero que vuelvas a casa.
-Me alegro
-¿Te alegrás? ¿Nada más?
-¿Y qué querés que te diga? Hace tres años que vivimos así, y decime si no es mejor.
-Te prometí que iba a cambiar y estoy en eso. Quiero que vayas aunque sea un domingo a casa, ¡sos mi mujer carajo!- subía y bajaba la voz. - Sos mía y de nadie más. Que te quede bien claro.
Cuando la conversación tomaba ese rumbo, lo miraba y me felicitaba a mí misma por no estar en casa para averiguarlo. Lo extraño era que lo seguía queriendo y me culpaba por no intentarlo otra vez. Estaba enferma. Un modo de tranquilizarlo era darle la seguridad de que seguíamos casados, que le era fiel y que le abría las piernas sin problemas. Juan lo dejaba pasar pero controlaba cuando se iba, se arriesgaba porque no tenía la autorización de las dueñas de casa. Pero era mi marido. Confiaba en mí.
Hoy sé que dejarlo definitivamente hubiese sido la mejor opción. Pero en ese momento no podía hacerlo.
Las últimas horas de la tarde me hundían en una depresión dominguera aunque fuese viernes o lunes. El sol era un zepelín desplomándose en llamas y el día siguiente se me acercaba como un Titanic: imposible de frenar, se me abalanzaba constante, sombrío, condenado al hundimiento. Intentaba leer pero había perdido el hábito de la lectura,  tenía que volver sobre una misma página varias veces y eso me ponía nerviosa. Así que me asomaba al único ventanal que daba al parque. Las rejas ornamentadas delimitaban los mínimos balcones de la fachada francesa, ahí tenía algunas plantas, era mi rincón, en mi habitación. Cuando abría las estilizadas celosías blancas podía ver hasta el escenario del anfiteatro.
Observaba al loco del Lezama interviniendo en el atardecer al pie de las gradas. Trataba de adivinar las palabras por sus gestos obvios; me recordaba las declamaciones que me enseñaban mis maestras de primaria. Cuando era chica tenía la habilidad de memorizar muy bien los poemas para los actos y ante el público no me acobardaba. No tenía conciencia de la gente a mi alrededor. Esos recuerdos me hacían sonreír. Detrás de la reja, veía a la gente que deambulaba y esquivaba al poeta y sus grandilocuentes gestos. Como si ninguno de ellos existiese.
En el parque, el loco se me acercó varias veces. Me decía: Señorita, buenas tardes; no quisiera interrumpir su almuerzo sino amenizar su jornada. Vendía versos por unas monedas para el vino. Por aspecto, jamás lo habría escuchado. Por su manera de hablar, hubiera imaginado un dandi. Le ofrecía igual unas monedas, pero para que no me recitara nada. No tenía ganas de pasar un momento incómodo. No sabía si era de esos borrachos enamoradizos. Pero no me las aceptaba. Parecía libre y feliz. Pero si era feliz sería porque estaba loco. Tenía el viento, la lluvia, las estrellas. Tenía sus tiempos, frío, calor, soledad. Era la evidencia física de la poesía. Vivía su propia poesía y declamaba voces ajenas. Y yo tenía solamente una hora para almorzar, medio domingo y un marido.
Cuando iba a comer al parque me acomodaba debajo de un jacarandá. A veces caían flores. Yo quería creer que esos desprendimientos, como incipiente y tímida lluvia al este y al oeste, que tantas veces había cantado de mala gana en la escuela, eran un símbolo. Nunca creí que la flor del jacarandá fuera celeste; alguna vez concluí que ese color convenía a la rima. El tiempo fue confirmándome un cierto daltonismo en mi visión del mundo, pero el  árbol con sus flores- y que me perdone María Elena- contrastaba notablemente con el color de un cielo despejado. Chapoteaba en los restos dilapidados por el árbol que, sin embargo, mantenía sus huestes de campanillas ahí arriba, un carrillón de suertes a echarse sobre mi comida. Jugaba con esa idea. Como para pensar en la nada. Llenarme la cabeza de nada. Pero no se puede llenar algo con nada.
Uno de esos días me acomodé y miré para el anfiteatro buscando al loco. Le tenía cierto respeto y una especie de admiración. Ahí estaba. Lejos. No podía escucharlo. Me puse a adivinar sus ademanes, sus gestos, como lo hacía habitualmente desde la ventana, otro juego para agregar algo de nada a la nada. Estrellas, tal vez cielo, corazón, desazón, luna, muerte, frío; lo que suelen escribir los poetas para llegar al alma de las cosas, para ponerle emoción a situaciones penosas; como el amor no correspondido, el correspondido hasta la muerte, el platónico o las decepciones. Ese día la gorra no estaba resultando generosa.
En algún un momento me ensimismé mientras comía, viendo caer de vez en cuando alguna lágrima violácea que renunciaba a la vida.
-Señorita, buenas tardes. No quisiera interrumpir su almuerzo sino amenizar su jornada.
Me sorprendió su voz tan cerca. Un modo tan delicado, esa voz de aplomado valor porteño no podía sobresaltarme. Cuando tuvo mi atención, se sacó el gorro de lana y saludó, como saludan los artistas en el escenario al final de la obra. Una flor cayó en el Tupper, arriba de la milanesa de soja con queso.
-Bueno, poeta. Hoy lo escucho.
El loco me sonrió. No hay dicción precisa sin una buena dentadura, observé. Comenzó con los ojos vueltos para arriba, como buscando las palabras entre algunos vellones de nubes blancas. Al cielo, lo escrutaba siempre.
-Le voy a recitar un poema que recuerdo haber escuchado alguna vez, de una voz de las tantas que me han hablado.
Desde la jaula el ave
herrumbrada
observa el verso libre
y desea.
No lo sabe, tiene miedo
tiene ausencia, tiene nada
y tiene la puerta sin traba.
Su fantasma surge
a mi lado
sale del cemento
por entre las gradas
viene a visitarme.
No hay abismo
la nada es demasiado
y desea.
No lo sabe, tiene miedo
tiene ausencia, tiene nada
y, sin embargo tiene
la libertad sin traba.
Lo escuché tratando de abstraerme de sus ademanes exagerados. Me estaba descerrajando verdades, de esas que me herrumbraban la vida. Sentí algo de él en mí y algo de mí en él. Desde la boca del estómago me subió toda la angustia que pintaba tan triste mi entorno y tuve la necesidad de pararme y vomitarla, decir, hablar, gritar, declarar al mundo quién era yo, quien ya no quería ser.
Me paré. Las flores del jacarandá comenzaron a caer poco a poco, como si fuese una tribuna celebrando un  partido del que no se espera el empate. Y sin saber cómo, rescaté de mi memoria una obra apócrifa del tango. Gervasio, más tarde, me comentó que esa obra quedó en el olvido luego de que Libertad Lamarque hiciera popular el famoso Besos Brujos, basado en ese poema. Pero cómo saber si no era una de sus fábulas, o si yo había estado bajo un trance, invadida por un alma errante despechada cuando dije:
-De Adela, la del Lezama: Dejame.- Y canté, como si siempre lo hubiera hecho. Espíritu milonguero en busca de otra voz, en el mismo parque.
-Haberte querido tanto
sé que ha sido un desatino,
me quedé por cobardía
desangrada por la herida
que hoy el vino sanará.
Bajo el árbol del destino
sos pasado ¡No me busques!
no llorés ni te disculpes
porque ya no vuelvo más.
¡Dejame!
Dejame que me vaya
vos, que me mantuviste a raya
alegando que era amor.
¡Dejame!
Si me querés no te entiendo
me afanaste hasta el aliento
me fajaste el corazón.
¡Cobarde!
Te creías un gran piola
yo fui sólo una virola
que adornaba tu anular.
¡Dejame!
Si no te vas, yo te dejo
y de vos me voy bien lejos
para no sufrirte más.
Alrededor nuestro y sin que me diera cuenta, se habían juntado unos turistas que disfrutaron del espectáculo profundamente conmovidos. Aplaudieron pidiendo la gorra y en seguida, el loco la sacó del bolsillo. Ese día, finalmente, la gorra resultó generosa. El árbol había quedado desnudo y yo también.
Me quedé un rato y lo acompañé a Gervasio con unos tragos. Ahí comenzó nuestra amistad, una mezcla de lucidez enajenada y aparentes incoherencias, propias y ajenas. Empecé a buscar mi libertad y emborracharme con ella o sin ella.
La última vez que vino a verme Alfonso me sentí con la valentía suficiente como para alejarlo definitivamente. Lo recibí como siempre, con Juan que me miraba con las cejas arqueadas para alertarme.
En el dormitorio, Alfonso me miró divertido. Estás borracha, dijo. Sí, desde hacía un tiempo estaba sacando algunas botellas extras, pagaba la casa. Estaba excitada, hacía tantos años que no sentía esa adrenalina por estar cerca de él, tenerlo encima de mí, jadeando, respirando fuerte, diciéndome groserías, lastimándome con su fuerza, sometiéndome. Hacía ya unos días que estaba ansiosa por tenerlo sobre mi pecho, cruzarle las piernas sobre las nalgas y tener las manos libres para darle la primera de treinta y dos puñaladas en la espalda. Esa fue la cuenta que sacó el forense.
Juan de vez en cuando viene a visitarme a pesar de que, por mi culpa, perdió el trabajo. Yo me entregué sola y él estuvo detenido un tiempo bajo la sospecha de ser mi cómplice; las viudas lo denunciaron cuando salieron del sanatorio. Dice que, después de todo, yo no lo obligué a nada y que la culpa de su situación es de él. Me contó que Gervasio le dijo que me ve en la ventana, que lo espío y que mi fantasma anda por el parque. Pobre, debe estar extrañándome mucho. Juan se quiere casar. Yo le dije que espere para cuando salga en libertad, me faltan unos quince años. Mientras tanto, estoy completando la carrera universitaria. La vida acá no es fácil y me estoy entorpeciendo, así que pongo todo el esfuerzo en mi intelecto separando las emociones. Juan quiere casarse cuanto antes. Yo no estaría tan segura de lo que me está pidiendo. Pero Juancito insiste en meterse siempre en problemas. Otro que está mal de la cabeza. Dice que está enamorado. No sé si cuando se cumpla mi condena querré salir, sabiendo que hay otro loco esperándome atrás de la reja.
















VIII

Cualidades reveladas 1
-¿Te parece que vamos bien por acá?
-Si no me pareciera no seguiría.
-Vos y tus juegos de verbos.
-Conjugaciones.
-Eso.
-Sí, me parece. Es más, estoy segura.
-¿El mapa?
-Lo tiré. Ese mapa tenía como veinte años, le faltaban un montón de caminos nuevos.
-¿Y ya habías venido por esta ruta?
-No. Sigo mi orientación genética, lo que en lenguaje moderno se diría que tengo un GPS en el culo.
-¡No seas boluda, Marta! Help! I need somebody / Help! not just anybody / Help! you know I need / someone / Help!I think i'm gonna be sad,/ I think it's today, yeah. / the girl that's driving me mad / is going away. / She's got a ticket to ride…
-¡Cómo te puede la conciencia! Buscá el disco de Creedence, haceme el favor, Julieta, poné el cuatro. Big wheel keep on turning / proud Mary keep on burning / rolling, rolling, rolling on the river. ¡Allá hay un cartel! Voy más despacio, fijate qué dice, más que nada el primero.
-General Villegas 10, Bernardo de Larroudé 66, Sarah 75. ¿Llegamos?
-Boluda, lo dijiste muy rápido, ¿Villegas?
-Diez kilómetros. ¿Llegamos?
-¡No!, pará un poco, todavía no. Ya estamos por General Villegas, todavía falta para Arizona.
-No digas boludeces. ¿Arizona después de General Villegas?
-No digo boludeces, tenemos que cambiar de ruta acá, salimos de la 33 y agarramos la 188 hasta Nueva Galia y después la 55 hasta el cruce con la 47 para Arizona.
-Me estás cargando.
-Bueno, si vos no conocés Arizona no tengo la culpa, no lo conoce nadie a ese pueblo. No hay un Arizona solo en el planeta. Enterate. Paro y vas al baño. Mientras, cargo nafta y seguimos.
-¿Segura? ¡Bueno, no pregunto más! No me mirés así.
-Bajá, después voy yo, no dejemos el auto solo.
-¡Tres secuencias por semáforo hubo que esperar para pasar! Ya me estaba sacando. Listo. Falta menos. Tengo el culo cuadrado.
-Ni hablar. ¿Lo trajiste?
-Sí, en el baúl, ¿vos lo ves acá adentro?
-No, está bien. No te había preguntado antes.
-Y a buena hora te acordaste.
-Porque confío en vos.
-No, no es por eso; no te animabas a preguntar. Sí, lo hice. Sí, nadie se enteró.
-¿Cómo no voy a confiar en vos?
-Desconfiando.
-Otra vez diciendo pavadas. Teneme paciencia, estoy un poco nerviosa.
-Poné música, dale.
-No hay mucho más que esto.
-Bueno, es tu auto, mirá lo que tenía tu marido acá.
-¿Los que pusimos antes los trajiste vos?
-Creedence Clearwater Revival, Dire Straits, B.B. King con Eric Clapton, Pappo y Los Beatles. Sí, por supuesto. Ya sabía que el viaje iba a ser largo como para Julio Iglesias, Dyango, Camilo Sesto, Arjona y ¡Diana María! ¡Por favor! ¿Cómo podía escuchar eso?
-Te admiro. Estás en todo.
-Lo que no entiendo es qué hacías con ese pelotudo. A ver, poné el de Diana María, dale.
-Si supiera mi marido / todo el odio que he sentido / por dejar que me alejara / sin habérmelo impedido / sin cuidar con buenas armas / el amor que conseguimos / y dejarme abandonada / en el medio del camino.
-Profético. Sacá eso, por favor, sacá eso porque si no, no puedo seguir manejando. ¡Ahora sí! Seven thirty seven comin' out of the sky / Won't you take me down to Memphis on a midnight ride / I wanna move / Playin' in a travelin' band / Yeah!
-Che, cada vez más yuyos y arbolitos, debemos estar más cerca.
-Caldenes. Son caldenes. Ni se te ocurra mencionar al famoso ombú de la pampa porque te sopapeo.
-Sí, ya sé. Acá no hay. Pero no me digas así porque me hacés acordar del tarado.
-Te lo digo con cariño, no seas boluda.
-Dale, dale. Seguí hablándome así.
-Bueno, ya me conocés.
-Sí, claro. Pero no me gusta.
-O.k.
-Pero ahí, a donde vamos, me dijiste que hay jabalíes y pumas.
-Eso sí, por eso te dije que el lugar es ideal.
-Pero el jabalí es herbívoro.
-Pero el puma no. De cualquier manera te quiero ver escapándote de un jabalí entre los caldenes y los espinos. Si no encontrás un pozo, no zafás. La copa del caldén está a un metro del suelo, uno al lado del otro en el monte, ¿cómo corrés agachada? Será herbívoro pero si te ataca te destroza.
-Mirá que corajudas, meternos ahí. ¿Lo ataste bien?
-¿Querés que pare y chequeás vos?
-No, no. Está bien. Seguí. ¡Qué carácter! ¿A cuánto vas?
-Ciento setenta.
-Nos vamos a matar, y no vamos a disfrutar una mierda, bajá la pata.
-La ruta es un billar y tu auto se la banca. Con el mío no llegábamos ni a Pujato. ¿Está a tu nombre?
-Claro, si no, cómo hacía con los papeles. ¿Cuánto falta?
-¡Nena! ¿Por qué no aprendiste a manejar? Unos doscientos kilómetros más.
-No, no sé manejar. Me meo.
-¿Otra vez? Paro acá y agachate, si no pasa ni el loro.
-¡Ni en pedo! Mirá si me pica un bicho.
-Hay ortigas.
-Qué graciosa.
-Nueva Galia. Ya casi estamos, ya casi casi.
-¿Te costó mucho atarlo?
-No, no mucho. Me costó meterlo en el baúl, eso sí.
-Me da cosa no haber podido ayudarte.
-No sabías, si salió todo así, de una. No te preocupes. Ahora estás acá conmigo y lo sacamos entre las dos, está pesado.
-Siempre fue un pesado.
-Cierto. Bueno, ya estamos. Justo en el medio de la nada. Bajemos acá.
-Cuidado con los yuyos que pinchan, hubiese venido con pantalones largos. Che. No te dije antes, pero gracias.
-Andá. Ya desde que lo escuché hablar así de vos y que quería dejarte, me hirvió la sangre. Así y todo se me tiró encima el hijo de puta. Pero una amiga es leal, amiga. Y después, simple fatalidad. Dale. Agarralo de los hombros.
-Bueno, chau papucho.
-Chau amorcito. No contesta.
-No. Le está cantando a Gardel. ¿Se murió en tu casa o en el baúl?
-No sé, nunca vi un muerto salvo en un cajón. Vamos que me meo yo ahora.
-Meale en la cara a ese hijo de puta.
-Buena idea, ya aplastó él los yuyos, aguantame.
-Dale, te traigo papel.
-Sí, fijate si encontrás las toallitas húmedas porque me voy a chorrear toda. No tener pito, carajo.
-No, no sé manejar. Sé hacerme la boluda. Quedate vos también con tu amante, hija de puta. Si supiera mi marido / todo el odio que he sentido / por dejar que me alejara / sin habérmelo impedido / sin cuidar con buenas armas / el amor que conseguimos / y dejarme abandonada / en el medio del camino.

VIII

Cualidades reveladas 2
Las dos mujeres emprendieron el viaje, que más bien era una salida rápida para la nueva situación en la que estaban. Amigas de muchos años, Julieta y Marta eran como dos perros asomados a la ventanilla del coche, con el viento en la cara. Marta manejaba segura, sabía a dónde iba. Julieta, sentada al lado, miraba la continuidad de los campos que pasaban de verdes a amarillos, otra vez a verdes intensos y después a una especie de desolación con pueblos esporádicamente distribuidos a lo largo del trayecto. Parecía desorientada.
-¿Te parece que vamos bien por acá?
-Si no me pareciera no seguiría.
-Vos y tus juegos de verbos.
-Conjugaciones.
-Eso.
-Sí, me parece. Es más, estoy segura.
Julieta, no muy convencida y al mismo tiempo abrumada por el entorno, buscó en la guantera una de esas guías del ACA que su marido solía guardar. No quería preguntarle a Marta de nuevo, pero no lo encontraba.
-¿El mapa?
-Lo tiré. Ese mapa tenía como veinte años, le faltaban un montón de caminos nuevos.
-¿Y ya habías venido por esta ruta?
-No. Sigo mi orientación genética, lo que en lenguaje moderno se diría que tengo un GPS en el culo.
-¡No seas boluda!
Marta sonrió y la miró con sus ojos seguros. Julieta levantó la tapa entre los asientos y sacó un cd. de Los Beatles. Tema uno. Help! I need somebody / Help! not just anybody / Help! you know I need / someone / Help! Tema dos. I think i'm gonna be sad,/ I think it's today, yeah. / the girl that's driving me mad / is going away. / She's got a ticket to ride…
-¡Cómo te puede la conciencia! Buscá el de Creedence, haceme el favor, Julieta, poné el cuatro.
Left a good job in the city / working for the man every night and day / and I never lost one minute of sleeping / worrying about the way things might have been / Big wheel keep on turning / proud Mary keep on burning / rolling, rolling, rolling on the river.
De Creedence a Pappo y, para darle el gusto a Julieta, algo más de Los Beatles. Marta señaló el cartel que se aproximaba.
-Allá está. Voy más despacio, fijate qué dice, más que nada el primero.
-General Villegas 10, Bernardo de Larroudé 66, Sarah 75. ¿Llegamos?
-Boluda, lo dijiste muy rápido, ¿Villegas?
-Diez kilómetros. ¿Llegamos?
-¡No!, pará un poco, todavía no. Ya estamos por General Villegas, todavía falta para Arizona.
-No digas boludeces. ¿Arizona después de General Villegas?
-No digo boludeces, tenemos que cambiar de ruta acá, salimos de la 33 y agarramos la 188 hasta Nueva Galia y después la 55 hasta el cruce con la 47 para Arizona.
Julieta se desparramó en el asiento.
-Me estás cargando.
-Bueno, si vos no conocés Arizona no tengo la culpa, no lo conoce nadie a ese pueblo. No hay un Arizona solo en el mundo. Enterate. Paro y vas al baño. Mientras, cargo nafta y seguimos.
-¿Segura?- Marta le clavó los ojos en el centro de la frente. -¡Bueno, no pregunto más! No me mirés así.
-Bajá, después voy yo, no dejemos el auto solo.
Con mucho cuidado para no llamar la atención de algún inspector pueblerino ávido de gastar su talonario de infracciones, chequearon las luces y se pusieron los cinturones de seguridad. Marta conservó la velocidad indicada, no se adelantó en los interminables semáforos de la zona urbanizada aunque por momentos se tentó de pasar camiones por la banquina para quedar primera en la cola.
-¡Tres secuencias por semáforo hubo que esperar para pasar! Ya me estaba sacando. Listo. Falta menos. Tengo el culo cuadrado.
-Ni hablar. ¿Lo trajiste?
Marta se sorprendió un poco con la pregunta.
-Sí, en el baúl, ¿vos lo ves acá adentro?
-No, está bien. No te había preguntado antes.
-Y a buena hora te acordaste.
-Porque confío en vos.
-No, no es por eso; no te animabas a preguntar. Sí, lo hice. Sí, nadie se enteró.
-¿Cómo no voy a confiar en vos?
-Desconfiando.
-Otra vez diciendo pavadas. Teneme paciencia, estoy un poco nerviosa.
-Poné música, dale.
-No hay mucho más que esto.
-Bueno, es tu auto,- Marta abrió de nuevo la tapa del organizador- mirá lo que tenía tu marido acá.
-¿Los que pusimos antes los trajiste vos?
-Creedence Clearwater Revival, Dire Straits, B.B. King con Eric Clapton, Pappo y Los Beatles. Sí, por supuesto. Ya sabía que el viaje iba a ser largo como para Julio Iglesias, Dyango, Camilo Sesto, Arjona y ¡Diana María! ¡Por favor! ¿Cómo podía escuchar eso?
-Te admiro. Estás en todo. –Los cd’s eran de Julieta.
-Lo que no entiendo es qué hacías con ese pelotudo. A ver, poné el de Diana María, dale.
Si supiera mi marido / todo el odio que he sentido / por dejar que me alejara / sin habérmelo impedido / sin cuidar con buenas armas / el amor que conseguimos / y dejarme abandonada / en el medio del camino.
-Profético –comentó Marta en tono solemne y se tentaron tanto, se rieron tanto que tuvieron que parar un rato en la banquina a pesar de los yuyales altísimos; porque Marta no podía mantener quieto el volante. –Sacá eso, por favor, sacá eso porque si no, no puedo seguir manejando.
Y comenzaron de nuevo la ronda con CCR. Seven thirty seven comin' out of the sky / Won't you take me down to Memphis on a midnight ride / I wanna move / Playin' in a travelin' band / Yeah!
-Che, cada vez más yuyos y arbolitos, debemos estar más cerca.
-Caldenes. Son caldenes. Ni se te ocurra mencionar al famoso ombú de la pampa porque te sopapeo.
-Sí, ya sé. Acá no hay. Pero no me digas así porque me hacés acordar del tarado.
-Te lo digo con cariño, no seas boluda.
-Dale, dale. Seguí hablándome así.
-Bueno, ya me conocés.
-Sí, claro. Pero no me gusta.
-O.k.
Julieta se quedó pensando un rato.
-Pero ahí, a donde vamos, me dijiste que hay jabalíes y pumas.
-Eso sí, por eso te dije que el lugar es ideal.
-Pero el jabalí es herbívoro.
-Pero el puma no. De cualquier manera te quiero ver escapándote de un jabalí entre los caldenes y los espinos. Si no encontrás un pozo, no zafás. La copa del caldén está a un metro del suelo, uno al lado del otro en el monte, ¿cómo corrés agachada? Será herbívoro pero si te ataca te destroza.
-Mirá que corajudas, meternos ahí. ¿Lo ataste bien?
-¿Querés que pare y chequeás vos?
-No, no. Está bien. Seguí. ¡Qué carácter! ¿A cuánto vas?
-Ciento setenta.
-Nos vamos a matar, y no vamos a disfrutar una mierda, bajá la pata.
-La ruta es un billar y tu auto se la banca. Con el mío no llegábamos ni a Pujato. ¿Está a tu nombre?
-Claro, si no, cómo hacía con los papeles. ¿Cuánto falta?
-¡Nena! ¿Por qué no aprendiste a manejar? Unos doscientos kilómetros más.
-No, no sé manejar- Julieta se quedó pensativa un rato, con su cara inocentona –me meo.
-¿Otra vez? Paro acá y agachate, si no pasa ni el loro.
-¡Ni en pedo! Mirá si me pica un bicho.
-Hay ortigas.
-Qué graciosa.
-Nueva Galia. Ya casi estamos, ya casi casi.
-¿Te costó mucho atarlo?
-No, no mucho. Me costó meterlo en el baúl, eso sí.
-Me da cosa no haber podido ayudarte.
-No sabías, si salió todo así, de una. No te preocupes. Ahora estás acá conmigo y lo sacamos entre las dos, está pesado.
-Siempre fue un pesado.
-Cierto. Bueno, ya estamos. Justo en el medio de la nada. Bajemos acá.
-Cuidado con los yuyos que pinchan, hubiese venido con pantalones largos. Che. No te dije antes, pero gracias.
-Andá. Ya desde que lo escuché hablar así de vos y que quería dejarte, me hirvió la sangre. Así y todo se me tiró encima el hijo de puta. Pero una amiga es leal, amiga. Y después, simple fatalidad. Dale. Agarralo de los hombros.
-Bueno, chau papucho.
-Chau amorcito. No contesta.
-No. Le está cantando a Gardel. ¿Se murió en tu casa o en el baúl?
-No sé, nunca vi un muerto salvo en un cajón. Vamos que me meo yo ahora.
-Meale en la cara a ese hijo de puta.
-Buena idea, ya aplastó él los yuyos, aguantame.
-Dale, te traigo papel.
-Sí, fijate si encontrás las toallitas húmedas porque me voy a chorrear toda. No tener pito, carajo.
Julieta se subió al auto y arrancó. Por el espejo la vio a Marta, que apareció saltando sobre la cinta de asfalto subiéndose el pantalón y estirando los brazos. Pero no la escuchó.
-No, no sé manejar. Sé hacerme la boluda.
Puso el cd de Diana María. Si supiera mi marido / todo el odio que he sentido / por dejar que me alejara / sin habérmelo impedido / sin cuidar con buenas armas / el amor que conseguimos / y dejarme abandonada / en el medio del camino.

















IX

Simultaneidades

Alguien pasa con el semáforo en rojo
alguno toma un café con leche
una hoja cae en alguna boca de tormenta
alguien se lava los dientes.
Otro se da vuelta en la cama y se abraza a la almohada
dos medialunas todavía tibias
alguien corre porque no llega a tiempo
alguno pone la llave en la cerradura
el agua para el mate hirvió
alguien barre la vereda.
Otro pone marcha atrás  y mira por el retrovisor,
una canilla gotea
alguien saca a su perro con la correa
alguno se pide un té con leche
suena un despertador.
Alguien muere atropellado en la esquina.

Lunes 15 de marzo. 07:00 a 07:05 am.
Alguien cruza con el semáforo en rojo. Circulaba por Av. Mendoza hacia el este a buena velocidad pero complicado por el resplandor del sol. No podía ver bien los semáforos y estaba encandilado. Sonó su celular, era muy temprano para un llamado pero se imaginó quién podía ser. No se detuvo y aunque el tránsito estaba complicado contestó. Estoy yendo, dijo, ya llego. Pero no había lugar para estacionar sobre la avenida. Tuvo que seguir de largo y cruzar Donado. Iba a  dar la vuelta a la manzana y buscar lugar para dejar el auto. Pero no vio el semáforo, no vio nada -cegado por el reflejo en el parabrisas- apurado por un colectivo detrás de él, decidió en una fracción de segundo pasar y arriesgarse. Transformó un instante en una ruleta rusa, pero en vez de tener una sola bala en el cargador, las tenía a todas menos una y obligó a otros a jugar su juego.
Alguno toma un café con leche en un bar al paso de Sánchez de Loria y Mendoza antes de abrir su negocio sobre la avenida. Conversa con un vecino sobre la tormenta del día anterior y el desastre en algunas zonas todavía inundadas de la ciudad. Es muy temprano para abrir pero ya tiene la costumbre de sentarse a leer el diario y que le sirvan el desayuno. Desde que se quedó solo, está el menor tiempo posible en su casa. La muchacha que hace unos días le compró la campera roja, pasa por ahí. Él se promete invitarla algún día a tomar un café pero no se anima todavía. Ella es muy joven y es posible que se le ría en la cara o que amablemente lo rechace. La soledad no es buena consejera cuando es forzosa. La vio pasar. Por supuesto a esa hora no se le acercará. Ya encontrará el momento adecuado.
Una hoja cae en alguna boca de tormenta, como tantas otras que van tapando los desagües junto con cajas, bolsas, botellas; basura. Ayer llovió demasiado. Hay mucha agua acumulada en la esquina de Mendoza y Donado. Para cruzar la avenida hay que saltar los charcos o mojarse los pies de todos modos. Alguien querría poesía, pero es lunes, no hay barquitos de papel surcando esos mares de apuro cotidiano, incomodidad y mugre que arrastró la inundación.
Alguien se lava los dientes mientras mira por la ventana de una planta alta a ese montón de gente que está esperando el colectivo. Algunos ansiosos se aventuran a la mitad de la calle saltando el agua, porque la camioneta del verdulero, estacionada en doble fila, no deja ver si viene o no el ómnibus. Mientras el conductor descarga mercadería, el colectivo tendrá que parar lejos del cordón. Lunes tenía que ser, piensa y escupe espuma en una maceta colgada del marco. Hoy no necesita apurarse, tiene franco pero saldrá a hacer trámites. Los lunes hay más gente en las oficinas públicas y también hay más gente en esa esquina, pero es el único día que tiene libre. Libre, se dice, y sonríe. Calcula que en un rato habrá menos gente, aunque aventurar predicciones tan simples a veces es un error. Cierra la persiana y de pronto, ahí afuera, el escándalo. Mira por la rendija. Jamás pensó que tantas cosas pudiesen caber en el tan breve espacio por donde se quedó espiando.
Otro se da vuelta en la cama y se abraza a la almohada. Recién se acuesta. Piensa en que tiene que descansar, hubo demasiados accidentados esa noche y todo se complicó por la tormenta. La gente se apura cuando llueve como si eso los ayudara a no mojarse. Treinta horas en la guardia, un exceso para cualquiera, incluso para el médico con más vocación, es demasiado. Ahora escucha frenadas, bocinazos o el simple flujo del caucho en el pavimento. Se molesta. Piensa que se va a mudar lejos de la avenida en cuanto pueda. Casi dormido ya, reflexiona si es más complicado mudarse o cambiar de trabajo.
Dos medialunas todavía tibias le quedaban al panadero y la muchacha de campera roja se las compró. Es la única panadería en la zona que trabaja los lunes, por eso se queda sin mercadería muy temprano. Les vende a los camioneros y fleteros que van al Mercado de Concentración y a los choferes de colectivos que llegan a la punta de línea. Algunos camioneros obstruyen el tránsito unos momentos en la avenida para comprar las facturas. La muchacha no escuchó los piropos de los camioneros cuando salió de la panadería. Miró el entorno marrón y sucio, las esquinas anegadas, las caras de lunes. Deberá caminar dos cuadras para tomar el colectivo. Tiene tiempo de desayunarse en el trayecto. Va abriendo la bolsa de papel para sacar una medialuna. Con la primera, supera el ardor en la boca del estómago. Iba a dejar la segunda para más tarde, pero mandó al demonio a la nutricionista y a sus kilos de más. Las cosas que hay que disfrutarlas cuando están a punto y a mano; y la medialuna todavía estaba tibia y esponjosa.
Alguien corre porque no llega a tiempo, porque de todos modos llegará tarde y le descontarán el presentismo. Y piensa que siempre ha sido puntual, que nadie le preguntará por qué demoró ese día –la máquina no pregunta, solamente marca la tarjeta-y entonces de nada servirá seguir llegando temprano ese mes. Entonces se promete llegar tarde todos los días y aminora el paso. Hoy se le hizo tarde y no había motivos válidos como para apelar a una cierta indulgencia, compasión o generosidad en RRHH. Y cuando llega a la parada de colectivos, piensa que ya tiene la excusa perfecta, en medio del alboroto, lo inesperado y lo ajeno.
Alguno pone la llave en la cerradura y no puede abrir la puerta. Usa otra llave, pensando que se equivocó, pero tampoco puede abrir. Mira el manojo con detenimiento, pudo confundirse, es un lunes tan marrón y todavía no estaba con la mente despejada. Se le rompió la llave y se quedó encerrado. Tendrá que llamar al trabajo para avisar y a un cerrajero que está por calle Córdoba. Recuerda haberlo llamado alguna vez y recuerda también que no logró abrirle. No es una buena opción pero es el único número que tiene en la mano, justo en el llavero. Llama. Tiene tiempo para mirar la calle por la ventana. El verdulero ya está descargando cajones en la vereda, parado en doble fila y delante de su garaje. Hoy no necesitará discutir con él. Observa el caos en el tránsito, la gente que se arriesga a saltar el agua para ver si viene el colectivo y piensa que, en realidad, no le cuesta nada coordinar con el verdulero un horario para que pueda usar el espacio de su vereda un rato y no tener que parar en doble fila. Es cuestión de buena voluntad. Pero primero tiene que esperar al cerrajero. Tal vez se lo diga mañana.
El agua para el mate hirvió. La anciana sacó la pava del fuego y le agregó un chorro de soda. Dice que la soda es mejor y no corta la yerba. La nieta salió corriendo, le dijo que no tenía tiempo. Se le hace tarde para el colegio y está esperando el colectivo. En la parada se da cuenta que pisó caca de perro fresca. Ya sabe a quién le va a decir que no saque más al perro a la vereda, hay tanto verde cerca, tantos terrenos a pocos metros. Se siente avergonzada por tener que arrastrar el zapato en el cordón de la vereda y mojarlo en el charco barroso. Pero llevará el olor de la desaprensión y la desvergüenza de otro, mal que le pese. Sin embargo, lo que sucedió ahí mismo le hizo entender que hay desaprensiones mayores, con consecuencias sin remedio pero de algún modo relacionadas. Esas pequeñeces crecen como un cíclope monstruoso: unos sacan el perro a la vereda y dejan la caca, otros estacionan en doble fila, muchos tiran basura que tapa los desagües, algunos pasan en rojo, y esas pequeñeces crecen, y crecen y alguien debería detenerse. La tristeza la invadió por completo.
Alguien barre la vereda y mira de reojo al verdulero que está descargando mercadería, y mira también la puerta del vecino. Ellos suelen discutir a esa hora porque con la camioneta le tapa la salida del garaje. Por eso, el comedido sale a barrer tan temprano. Pero hoy nadie discutió. Sin embargo, había salido a buscar morbo y lo encontró en la esquina. Unos metros más adelante de la camioneta se armó un tumulto, después del chirrido y el golpe. A ver si los conozco, pensó y se acercó, con la escoba en la mano.
Otro pone marcha atrás y mira por el retrovisor. No vio a nadie así que aceleró, largó el embrague demasiado rápido como para salir del garaje. La muchacha de campera roja que pasaba por la vereda, buscando algo en una bolsa de papel no se dio cuenta que salía el auto. Frenaron de golpe. Ella se asustó, lo miró recelosa y siguió caminando. ¡Qué tarada!, pensó el conductor. ¡Qué tarado!, pensó ella, aunque le quedó una sensación de angustia y palpitaciones.
Una canilla gotea. El plomero debería estar en camino para arreglar el problema. La señora se levantó temprano porque le dijo que estaría antes de las siete y media para cumplir también con otros trabajos, luego de hacerle el amor furiosamente y cambiarle el cuerito. Se asomó al balcón en camisón a pesar del frío. Por la vereda de enfrente vio pasar a una mujer con una campera roja, igual a una que ella usaba veinticinco años atrás. Todo vuelve, pensó. Llamó al plomero por teléfono para asegurarse de que estaba viniendo. Estaba en camino y buscando lugar para estacionar. Apenas cortó la comunicación, escuchó un largo chirrido, gritos, caos. Miró para la esquina. Piensa que ya se enterará de lo que pasó cuando su vecina la chusma le cuente. Ella tiene cosas mejores que esperar y está ansiosa.
Alguien saca a su perro con la correa, lo pasea por las veredas de los vecinos pero no lleva bolsita para los desechos. Nadie lo hace, piensa. Hace unos minutos pasó muy apurada una chica de uniforme y pisó caca. El dueño del perro miró para otro lado. Ella no tenía tiempo para detenerse a discutir. No voy a cruzar hasta allá, pensó, y tiene, en la cuadra de enfrente de su propia casa, un terreno baldío. Total, todos lo hacen.
Alguno se pide un té con leche. Es el chofer del colectivo que ya sale desde la punta de línea, frente al Mercado de Concentración. Debería haber salido unos minutos antes, pero necesitaba algo caliente en el estómago. Al panadero no le habían quedado medialunas, se conformó con un par de vigilantes. Una vez que terminó de comer, arrancó apurado. El conductor del coche delante de él parecía distraído, lo vio hablar por teléfono y le puso el colectivo atrás, apurándolo, pegándole casi el paragolpes al baúl. A esa hora no se puede ver bien con el sol de frente y encima hay idiotas que se creen que todos tenemos tiempo para perder. Poco después, casi en un instante,  con el impacto cae en la cuenta de que el tiempo no se recupera, mucho menos de ese modo.
Suena un despertador. Se odió a sí mismo por no desactivar la alarma en su día libre. Se desvela. Hay mucho ruido esta mañana en la esquina y se levanta. Abre la persiana y ve un gran tumulto: un colectivo casi vacío, gente que baja, otros que tratan de cruzar saltando el agua de la esquina, la policía que corta el tránsito, una ambulancia y gritos. Tras llovido, mojado, pensó. No pudo ver más que eso. Se acostó de nuevo y prendió el televisor para enterarse de lo que pasa en el mundo.
Alguien muere atropellado en la esquina. La chica de la campera roja llegó a la esquina algo distraída abriendo su bolsa de papel. Vio que el semáforo estaba en rojo, había un colectivo parado en la garita y venía el que ella tenía que tomar. Calculó que el auto que venía adelante del colectivo iba a frenar y cruzó; pero el conductor frenó tarde. Ella golpeó el parabrisas y después cayó sobre el pavimento, donde no había agua. El rojo no le trajo suerte a ninguno de los dos. El conductor del auto no terminaba de entender de dónde había salido esa muchacha, el chofer del colectivo alcanzó a frenar a tiempo. El vecino de la escoba pensó en que el cambio de rutina le había dado un nuevo tema de conversación, el que salía del garaje pasó lentamente por un costado y se persignó dando gracias por no haber sido él quien manejaba ese auto ni su hija la que estaba en el suelo. La estudiante que pisó caca intentará cambiar el mundo, el verdulero tal vez deje de estacionar en doble fila; la mujer de la canilla que gotea tendrá que esperar un tiempo o llamar a alguien más para que le cambie el cuerito, otro seguirá con la incertidumbre de su soledad y algunos, finalmente, tendrán que resignarse ante la muerte. Los demás, continuarán en sus simultaneidades, porque de eso se trata la vida.