Parece ser que la vida de Epaminondas siempre rondaba sobre la misma historia de desencuentros, entre el tratar de ser feliz como se le ocurriese y al mismo tiempo sentirse respetado por ello. ¿Acaso nadie le creía? ¿O acaso nadie creía que pudiese ser coherente con alguno de sus pensamientos? Y también parece ser que murió sin saberlo a ciencia cierta.
Uno de sus seguidores, Crisóstomo Cordera, personaje que ya hemos mencionado aquí y que parece haber estado lo suficientemente cerca del escritor como para colaborar con datos valiosos para esta biografía, recuerda haber visto salir a la mujer de la cual supuestamente Epaminondas se había desenamorado; contra todos los pronósticos que aseguraban lo contrario.
La fotografía encontrada entre sus papeles, parece ser el testimonio de algo que también decidió preservar a su manera. Era ella o lo que ella representaba, o representó mientras duró. -Y le duró a ella-, según el vecino nos dijo mientras se rascaba el abultado abdomen con una mano y sorbía de la bombilla del mate que sostenía con la otra; sentado en su fiel silla y mirando hacia la nada, como recordando.
Ella era la imagen de un ideal que se había muerto hacía ya tiempo, llevándose consigo ese sentimiento que no se resignaba a dejar morir en él. Aunque estaba ahí, ya no sentía lo mismo por ella. Lo que lo movilizaba en un principio a continuar adelante con su vida fue perdiéndose poco a poco con el tiempo, la rutina, prioridades, acostumbramiento. Pero no fue fácil reconocerlo. Epaminondas tardó mucho tiempo en darse cuenta de que ese amor, por más que lo buscara ya no estaba donde debía o se suponía que debía estar. Es más, creyó que el amor era otra mentira a la cual la vida nos somete para hacernos sufrir de las maneras más atroces y eficazmente fatales.
¿Y cómo es que nuestro protagonista llegó a escribir desde sus “Loas al amor con tendencias enfermizas”, pasando por las “Prosas al supuesto amor recalcitrante”, para llegar a su máxima filosófica: “El amor es una jugarreta tendenciosa de nuestras propias debilidades, es un atentado al estado de calma, paz y sosiego que nos da la soledad cuando estamos bien con nosotros mismos; ergo, el amor no existe como sentimiento sublime, sino como una sublimación de nuestras propias carencias proyectadas en el otro”?
Quizás, tan drástico pensamiento lo mantuvo firme en la búsqueda de lo que en realidad permanecía dentro de él: ganas de volver a enamorarse.
Por eso tal vez nadie le creía, o al menos eso creía él. Su anónima novia no terminaba de creer que él le dijese la verdad acerca de que ya no estaba enamorado y se preguntaba cómo no podía amarla, si ella había hecho todo lo posible por demostrarle constantemente sus sentimientos. Pero de lo que no se dio cuenta, es que lo que ella creía que eran demostraciones de afecto, no lo eran para él. Muy por el contrario, Epaminondas recibía como sensación lo contrario a lo que ella creía dar. Y con el tiempo y a pesar de sus advertencias de que el amor se le terminaba y se le moría como a una flor con carencia de agua, aún así, seguía empecinada en demostrar su amor de la manera en que ella consideraba que debía ser; y no de la manera pegajosa y dependiente en que él la reclamaba. Equivocado o no en su manera de amar, a él se le murió el amor por ella, o tal vez la pasión o la idealización; no lo sabía.
A pesar de la confesión de desenamoramiento, ella insistía en no creer una sola palabra de lo que le decía, además de argumentar de mil maneras diferentes el por qué estaba equivocado en sus apreciaciones, en su errónea manera de interpretar sus actitudes hacia él, en su falta de objetividad para analizar las cosas, en su imposibilidad de olvidarse del pasado y empezar de nuevo ya que al fin, la mujer, de alguna manera reconoció no haber dado prioridad a sus reclamos de demostraciones de afecto. Diferentes prioridades, desencuentros en la forma de demostrar amor, historias e histerias guardadas durante mucho tiempo; acomodadas en la caja de Pandora que un día se abrió.
Ella encontró accidentalmente la llave de la caja de Pandora que Epaminondas tenía muy escondida, y no le fue fácil dominar lo que fue escapándose de ella cuando se alzó la tapa; al menos, en algún momento quedaría solamente la esperanza guardada allí.
En nuestro afán por ser lo más fieles posibles a esta historia, tratamos de investigar sobre el nombre de esta mujer a quien llamamos “ella”, y de otras maneras porque, hasta el momento, era un ser anónimo. Pero podemos ahora arriesgar un nombre posible, ya que en una de las discusiones de la cual fue testigo auricular el sedentario y atento don Crisóstomo, el escritor deslizó un nombre: Libertad; e inmediatamente después, ella salía de la casa.
Dispuesta a no resignar su convicción sobre el error en que Epaminondas insistía, presa de un enamoramiento que le haría tolerar cualquier desplante, Libertad, día tras día le insistía en ello con largos discursos y nuevas discusiones, a veces calmas y a veces no tanto; defendiéndose y atacando, aunque ambos usaban la misma estrategia. ¿Quién estaba en lo cierto? ¿Valía la pena tanto análisis? El caso es que uno de los dos planteaba que ya no amaba al otro, y el otro, el no amado, no le creía y sostenía que ya se le iba a pasar porque en realidad sí era amado por aquél. Epaminondas con su historia detrás; Libertad, con su vida hacia adelante. Ahora él necesitaba soledad y ella lo necesitaba a él; sin sincronismo tal vez en sus necesidades, ahora el tiempo a Epaminondas se le había detenido.