lunes, 10 de mayo de 2010

HERIDAS PLACENTERAS

Nadie sabía con certeza si la vida no le sonreía o él no le sonreía a la vida. Cuánta gente opinaba sobre Epaminondas y su final tan trágico como sorprendente por los detalles que rodearon su deceso y su transcurrir por este mundo. El conejo ha de haber continuado su vida, nadie se animó a atraparlo y quedó suelto por ahí.
Podría decirse que su completo ser era un solo detalle en sí mismo. Veamos. ¿A quién le importaba realmente lo que pensara o la manera en que él elaboraba sus pensamientos? Sí, era el loco lindo del barrio, como dijo un podólogo amigo del occiso dando en la tecla exacta para que la nota sonara fuerte y afinada en cuatro cuarenta.
Cierta ocasión en que ambos se encontraron para compartir cuestiones que no cambiarían en lo absoluto al mundo, encuentro pautado y escrupulosamente agendado para que el del podólogo tuviese tiempo en cantidad suficiente, ya que sabía que Epaminondas no se andaba con literalidades.
− Sacame el callo de la vida hermano.
Ahora sí. Se las vio feas aunque le resultó fácil darse cuenta de lo que estaba hablando su amigo; su profesión era justamente la que le permitía a sus pacientes caminar por la vida sin esos dolores insoportables que impiden dar los pasos con seguridad, incluso y aunque sea dar, simplemente, pasos. Se conocían desde pequeños, a pesar de las constantes mudanzas de Epaminondas de alguna manera sus vidas se fueron cruzando cumpliendo las leyes de la causalidad o casualidad según se lo prefiera.
Epaminondas se sacó la zapatilla, tuvo el cuidado de lavarse bien antes de salir, pero el adminículo protector de sus pies estaba sucio, por lo cual poco sirvió lavarse; aún así, el podólogo inició su trabajo con un rocío de alcohol y un toque de desinfectante perfumado.
Observó detenidamente la zona, tanteó el cayo, se rascó la cabeza y comenzó a raspar con la piedra pómez. Mientras tanto, el escritor hacía sus comentarios del caso; y su discurso comenzó por retomar algunas ideas que rondaban su mente y la estrujaban. El dolor, efectivamente, no le permitía caminar durante mucho tiempo por lo cual le quedaban siempre dos opciones: o decidirse a dar caminatas cortas, del punto A al punto B sin mayores riesgos; o bien, comenzar un camino que sería más largo, se detendría cada tanto a descansar y luego continuar, pero esto lo desviaba en realidad del punto de llegada. En cada descanso había una reflexión, un conocido, una charla y cambio de idea y… la meta le quedaba cada vez más lejos, más postergada y finalmente se quedaba en el punto B.
El caso es que el podólogo seguía raspando y, a pesar de su cuidadoso trabajo observó, no sin cierto pavor, que de la zona más delgada del callo se asomaba un pus amarillo casi amarronado. Levantó su vista para observar el rostro de Epaminondas, éste continuaba su discurso sobre las caminatas sin dar señales de dolor a pesar de que la piel comenzaba a abrirse y ese humor, poco a poco comenzó a fluir por la grieta reseca. Tenía un olor penetrante, nauseabundo se diría, un hálito mefítico difícil de disimular. Colocó algodón para absorber la mugre y recién ahí, cuando el fluido ya era incontenible, Epaminondas dejó de hablar. Se concentró en el dolor, comprobando su propio umbral de tolerancia, estoicamente; aunque al podólogo le pareció que lo disfrutaba, en silencio. Tal vez porque se imaginaba llegando a algún punto un poco más alejado del que había podido avanzar hasta ese momento, previendo que sin ese callo se animaría a metas más alejadas de su casa.
Debajo de esa dureza, había una vieja herida infectada, el podólogo se preguntaba cómo había podido sobrevivir su amigo con eso en el pie sin que su sangre se contaminara y la infección se dispersara por el resto de su cuerpo; la respuesta era un encapsulamiento que el propio organismo había utilizado como defensa. Cuando la podredumbre terminó de salir, quedó un raro hueco en la planta del pie. Decidió continuar raspando y romper esa cápsula, para que la carne comenzara a crecer en la zona vacía, pero sana.
− Asqueroso, ¿no? − Dijo Epaminondas.
− Bastante, para ser honesto, ¿sabías que esto estaba ahí?
Y Epaminondas efectivamente sabía que eso estaba ahí y algún día saltaría fuera de su cuerpo, porque cuando la herida comenzó, fue cuando escribió: “No existe mayor placer que el de rascarse una costrita en la piel. Esa cascarita hecha de uno mismo por una causa externa. Es un leve dolor que al estimularlo produce una complacencia comparada tan sólo con la acción de reventar una a una las burbujas de aire de las bolsas para embalaje de artículos frágiles.” Y llevar esta filosofía a la práctica hizo efectivo el hecho de que esa herida se infectara quedando oculta en la carne, con una protección endurecida que, al caminar, era tremendamente dolorosa.