Había un desequilibrio bastante notorio entre la calidad de la atención que recibía de su padre respecto de la de su madre, quien lo acercó a las primeras letras al punto de que, sin darse cuenta, estaba leyendo y escribiendo a los cuatro años, antes de comenzar el colegio, además de iniciarse en el placer por la lectura. Eso fue sumamente importante para él, pero no le alcanzaba; las decisiones seguían perteneciendo al rango de los adultos protectores de manera que los temas eran cuidadosamente seleccionados según el criterio de la protección materna. Demasiado. Ella hizo lo que pudo y eso lo hizo bastante bien, hasta que Epaminondas salió al mundo y comenzó a conocer otro tipo de textos más atractivos a sus intereses. En algún momento el ritual de la lectura materna fue abandonado, en algún punto en particular ella decidió dejar de leerle, tal vez fue cuando Epaminondas comenzó a hacerle preguntas. Aparentemente ella creyó que lo único que hacía con esas cuestiones era interrumpirla, se enojó tal vez, se cansó de las interrupciones y lo dejó leyendo solo, los libros que le seguía comprando.
En un fragmento del texto antes mencionado “Sobre la falibilidad de los padres…”, encontramos una pequeña referencia al análisis que él hacía de “Los cien cuentos más bellos del mundo”, en los que había desde cuentos clásicos hasta las no menos clásicas fábulas de Esopo. Andersen, los hermanos Grimm y ese “Anónimo” sin apellido como Esopo, hasta que hizo el correspondiente traslado de sustantivo propio a adjetivo con ausencia del sustantivo al que modificaba: autor.
Pero volviendo al comentario sobre esos cuentos, Epaminondas analizaba la inseguridad a la que estaba expuesta Caperucita, la incestuosa relación de la Princesa Piel de Asno con su padre del cual se escondía, las mágicas soluciones a los problemas de la realidad, especialmente en casos de enamoramiento como el de Aladino, la crueldad de los padres de Hansel y Gretel, que los mandaban al bosque porque no les podían dar de comer; y ni hablar del pobre Pulgarcito, y también reflexionaba sobre el terror de esos niños que protagonizaban tantas aventuras, por suerte, con final feliz. Nada nuevo bajo el sol, pero el caso es que lo que le molestaba era esa falta de cuestionamiento en su madre y la decisión de abandonar la lectura en vez de darle las respuestas que él esperaba. Siempre tenía preguntas para hacer pero nunca una explicación para su sed de conocimiento y de reflexión. Pero era muy chico para saber algunas cosas y cuando creciese, ya se iba a enterar de muchas de ellas. Por lo tanto, los niños tenían derecho a permanecer callados, y a recibir preguntas como respuesta: ¿Para qué querés saber eso?, ¿otra vez con esas cosas?, ¿por qué no me escuchás?, ¿te vas a callar?; y muchas más como ésas.
Al crecer, cayó en la cuenta de que debía entrenarse para hacer lecturas entre líneas. Le costó bastante y aún de adulto debió someterse a la falsa comprensión de algo connotado para no quedar mal delante de alguien más sagaz y suspicaz.