domingo, 16 de mayo de 2010

INFANCIA DE EPAMINONDAS. Primeras pérdidas

Sabemos con absoluta certeza que, nuestro ambiguo sujeto de estudio, alguna vez fue niño. Y, por supuesto y para dar más rigor científico a la biografía que nos ocupa, nos trasladamos al barrio de sus primeros años para conocer el contexto físico y social que lo rodeaba. Las calles asfaltadas parecen ser el cambio más notorio, porque las zanjas están, las viejas construcciones con algunas modificaciones están. La ausencia de colores es lo que llama la atención. Una atmósfera antigua, sin aromas particulares, produce una sensación de tristeza y de nada a mismo tiempo. Los jóvenes parecen haberse esfumado, todos sus habitantes son de edad avanzada, de apariencia cansada y de hastío, a pesar de que no cambiarían esa vida por nada del mundo.
Nos entrevistamos con el señor Miguel Bragas –sí, reconocemos desde aquí la imperiosa necesidad que sentimos de cambiarle la identidad por respeto, pero el caballero lleva con orgullo su apellido- quien aún conserva su negocio, un almacén de barrio que, en sus buenas épocas daba la “yapa” y anotaba en la libreta del fiado. El pequeño Epaminondas iba a diario a buscar el pan, el vino y alguna otra cosa que no debían faltar en la casa. Dice haberlo conocido bien y que fue amigo de su propia hija, Alhelí Bragas –he aquí otra situación un tanto incómoda para nosotros, ya que, además, tenía grandes problemas gastrointestinales desde niña según lo comentado por su padre-
El problema que se nos presentó es que, aparentemente, el nombre no coincidía con el que él trató de recordar inútilmente. Pero por comentarios de Alhelí, que jugaba con él hasta que se mudaron, podría tratarse de la misma persona. De hecho la coincidencia está en los años en que vivió en ese barrio, luego se trasladaron a una ciudad cercana por un tiempo y más tarde volvieron a la misma casa, a la vuelta del almacén. Hablamos de una historia que le ocupó a Epaminondas desde su nacimiento hasta los ocho años, aproximadamente.
Conocer sobre algunas experiencias infantiles quizás arrojen luz sobre tan particular persona, tan anormal como cualquiera y tan normal como todas. Hubo muchas anécdotas de juegos, especialmente, pero lo que más nos llamó la atención fue la etapa vivida por el pequeño cuando antes de mudarse definitivamente del lugar, fallecieron sus abuelos maternos. Su madre, dio grandes muestras de dolor, por supuesto, pero difícilmente pudo manejarlo delante de él, quien no entendía demasiado qué sucedía realmente con ella.
En la vereda de en frente de su casa, vivía un señor que decía comunicarse con los muertos. Efectivamente, su casa tenía cuadros de un tal Pancho Sierra, un señor barbudo bastante tenebroso en su aspecto; y él lo sabía porque el médium le había prestado un libro a su mamá en donde estaba retratado el líder de la comunicación trascendental, transcorpórea, absolutamente inalámbrica; aunque parecía haber atado con alambre el pobre estado emocional de la mujer que se creía cuanta sarta de volátiles comunicaciones se le transmitían; sólo le costaba tiempo y un pequeño aporte a voluntad más la compra de algunas velas de colores y estampitas de diversos santos no muy conocidos. Época de grandes dudas para Epaminondas, a su mamá no le importaba nada más que hablar con la suya, a cualquier precio, y ninguna otra cosa. La veía llorar, desplomarse en la cama, se dio cuenta también que dejó de llamar mamá a su otra abuela para nombrarla justamente “abuela”, como él; y ya no la tuteaba a su suegra. Empezó a percibir en ella un vacío, un agujero que se le hacía insondable, que le negaba una sonrisa o una caricia o un abrazo; quizás algo de atención extra más allá de enviarlo solo a la escuela.
Antes de esos acontecimientos y salvando las distancias, Epaminondas ya había sufrido una gran frustración para con una pasión que había descubierto: el piano.