domingo, 16 de mayo de 2010

UN TIPO DECIDIDO, O MÁS O MENOS, TAL VEZ

¿Habrá muerto realmente de calor? Una causa que podríamos llamar natural, viéndolo con simpatía. Epaminondas yacía ya sobre la camilla que lo trasladaría hasta la morgue judicial. Era una persona joven y, aparte del callo, nadie sabía si padecía alguna enfermedad o afección que lo llevara a una muerte tan prematura; al fin y al cabo tenía cincuenta años nada más y físicamente representaba menos edad de la que en realidad tenía.
¿Habrá decidido su muerte? Tal vez, por no soportar las constantes presiones de Libertad recordándole a cada momento que él aún la amaba y no quería reconocerlo. Eso no parecía excusa suficiente para una decisión semejante. O tal vez era muy débil para terminar de decidir quién de ellos tenía razón. Y al no encontrar una salida en esa relación, encontró una salida para sí mismo. Al menos eso creía.
En muchas ocasiones había decidido dejarla, pero algo lo impulsaba a continuar con ella. Temor a lo desconocido, a lo que no pudiese conocer, a lo nuevo; no lo sabía. Hacerle daño era lo que menos quería, por supuesto, pero se daba cuenta que seguir con ella los dañaba a ambos. Epaminondas era un tipo fiel, sincero, demasiado sincero y con pocos pelos en la lengua para con ella. Si hubiese sido más hipócrita ella estaría feliz y él haciendo de las suyas buscando el amor que ya no encontraba en ella.
Pero ¿qué era lo que buscaba realmente? Creemos que lo que nuestro amigo buscaba en realidad era terminar con todo su pasado y comenzar de nuevo. De cero. Desde su familia hasta su relación con Libertad. Íntimamente creía que podía ser feliz, pero necesitaba borrar todo y estar solo; o bien haciendo lo que quisiera sin dar explicaciones a nadie. ¡Qué costumbre la de atarse a otro como si fuese una muleta! ¡Qué costumbre ésa de dejarse convencer por la insistencia del otro y hacerse carne de la idea de su incapacidad de decidir correctamente y ser siempre el que está equivocado!
El caso es que tomó su decisión, y ante los reclamos de su novia que no quería dejarlo, optaron por continuar disfrutando de una especie de amistad con derecho a roce. Y funcionó un tiempo. Poco. Tampoco le gustaba estar así aunque lo pasaban muy bien juntos. Pero apenas la cosa tomaba nuevamente visos de formalidad, todo comenzaba a ser como antes. No había caso. No había amor de una parte y había cierto egoísmo de la otra.
“El amor, para muchos, es un sentimiento que despierta el egoísmo más abyecto que se procura el bienestar propio a costas del otro amado. No piensa en el otro más que en función de mantenerlo cerca a cualquier precio, inclusive, la infelicidad de la otra persona. Ese amor es absolutamente egoísta, no le importa lo que el otro sienta mientras éste esté satisfecho con su objetivo alcanzado. Ese amor no sirve más que para satisfacerse a sí mismo, creyendo, además, en lo sublime de su obra que lo soporta todo para sostenerse en su meta.” Esto lo escribió Epaminondas tratando de explicarse la actitud de Libertad, e inmediatamente trasladaba ese comentario a su propia manera de sentir el amor: “Cuando ese sublime y a la vez carnal sentimiento nos atropella como una locomotora fuera de control, nos destroza para volver a armarnos como un rompecabezas de mil piezas, nos deja dando vueltas sobre un único eje: la persona amada; cuando esto sucede, el desprendimiento de uno mismo debe ser el arte por excelencia, una virtud que permita al otro sentirse seguro y en libertad de decidir si desea ser amado de esa forma y si es capaz de amar así. Ese amor es respetuoso de sí mismo y del otro, y se basa en la auto confianza y el feedback y no en el ataque a la autoestima, las necesidades y los sentimientos heridos. Ese amor se banca la libertad de elegir del otro y se satisface en la felicidad de aquél, no solamente en la de sí mismo.”
De cualquier manera seguía pensando en la posibilidad de que Libertad tuviese razón en cuanto a lo que él en realidad pensaba y sentía, es decir, que decía una cosa pero en realidad sentía otra, que estaba de alguna manera afectado por su historia y que debía resolver primero aquello en vez de romper con ella, que lo amaba y lo comprendía como nadie en el mundo jamás lo hizo y lo hará. Pero la decisión estaba tomada. Aunque comenzó a sentir algún temor que intentó tapar de alguna manera, para no volver atrás en su determinación.
Sí, él tenía una historia, por supuesto; pero lo que está claro es que la duda y la indeterminación, incluso la ambigüedad fueron las que la construyeron. Pero en base a los diversos datos que tenemos, no podemos definir a ciencia cierta si decidió quitarse la vida, si su muerte fue accidental e incluso, hasta el cuerpo que parece estar sin vida, en esa camilla, delante de nosotros, nos hace dudar de que realmente Epaminondas esté muerto. Quizás no sabe qué decidir, si seguir la luz o volverse y empezar de nuevo, a pesar de las apariencias.

INFANCIA DE EPAMINONDAS. Hombre de letras

Había un desequilibrio bastante notorio entre la calidad de la atención que recibía de su padre respecto de la de su madre, quien lo acercó a las primeras letras al punto de que, sin darse cuenta, estaba leyendo y escribiendo a los cuatro años, antes de comenzar el colegio, además de iniciarse en el placer por la lectura. Eso fue sumamente importante para él, pero no le alcanzaba; las decisiones seguían perteneciendo al rango de los adultos protectores de manera que los temas eran cuidadosamente seleccionados según el criterio de la protección materna. Demasiado. Ella hizo lo que pudo y eso lo hizo bastante bien, hasta que Epaminondas salió al mundo y comenzó a conocer otro tipo de textos más atractivos a sus intereses. En algún momento el ritual de la lectura materna fue abandonado, en algún punto en particular ella decidió dejar de leerle, tal vez fue cuando Epaminondas comenzó a hacerle preguntas. Aparentemente ella creyó que lo único que hacía con esas cuestiones era interrumpirla, se enojó tal vez, se cansó de las interrupciones y lo dejó leyendo solo, los libros que le seguía comprando.
En un fragmento del texto antes mencionado “Sobre la falibilidad de los padres…”, encontramos una pequeña referencia al análisis que él hacía de “Los cien cuentos más bellos del mundo”, en los que había desde cuentos clásicos hasta las no menos clásicas fábulas de Esopo. Andersen, los hermanos Grimm y ese “Anónimo” sin apellido como Esopo, hasta que hizo el correspondiente traslado de sustantivo propio a adjetivo con ausencia del sustantivo al que modificaba: autor.
Pero volviendo al comentario sobre esos cuentos, Epaminondas analizaba la inseguridad a la que estaba expuesta Caperucita, la incestuosa relación de la Princesa Piel de Asno con su padre del cual se escondía, las mágicas soluciones a los problemas de la realidad, especialmente en casos de enamoramiento como el de Aladino, la crueldad de los padres de Hansel y Gretel, que los mandaban al bosque porque no les podían dar de comer; y ni hablar del pobre Pulgarcito, y también reflexionaba sobre el terror de esos niños que protagonizaban tantas aventuras, por suerte, con final feliz. Nada nuevo bajo el sol, pero el caso es que lo que le molestaba era esa falta de cuestionamiento en su madre y la decisión de abandonar la lectura en vez de darle las respuestas que él esperaba. Siempre tenía preguntas para hacer pero nunca una explicación para su sed de conocimiento y de reflexión. Pero era muy chico para saber algunas cosas y cuando creciese, ya se iba a enterar de muchas de ellas. Por lo tanto, los niños tenían derecho a permanecer callados, y a recibir preguntas como respuesta: ¿Para qué querés saber eso?, ¿otra vez con esas cosas?, ¿por qué no me escuchás?, ¿te vas a callar?; y muchas más como ésas.
Al crecer, cayó en la cuenta de que debía entrenarse para hacer lecturas entre líneas. Le costó bastante y aún de adulto debió someterse a la falsa comprensión de algo connotado para no quedar mal delante de alguien más sagaz y suspicaz.

INFANCIA DE EPAMINONDAS. El hombre del piano

Por aquellas épocas sus padres estaban muy bien de trabajo, salud y economía. Aunque tenían poco tiempo para él; sin embargo no lo pasaba mal jugando al aire libre, andando en bicicleta, y practicando otros juegos que lo mantenían entretenido a la corta edad de seis o siete años. Poseía una gran destreza motora, producto de un entorno que lo invitaba a treparse a los árboles, hacer piruetas de todo tipo en los distintos espacios que el enorme club en donde vivían le ofrecía. Sin embargo, había visto un piano muy de cerca, había escuchado su sonido directamente ejecutado en él y automáticamente se sintió tan atraído hacia ese instrumento que les dijo a sus padres que quería tener uno. Esto sucedió cuando fueron a cobrar el alquiler de la casa del barrio que habían dejado temporalmente y cuyos inquilinos poseían un piano de pared, oscuro, antiguo y lleno de teclas.
Epaminondas se contuvo de correr hacia él, de presionar una a una esas enormes piezas amarillentas y negras que se ofrecían a la vista como una gran sonrisa de dientes gastados. Lo hubiese abrazado de haber podido, de hecho, pasaba a su lado rozándolo levemente con sus deditos mientras sus padres arreglaban cuestiones de la renta del inmueble. Luego de la ejecución de una pieza musical, ofrecida por la dueña del instrumento, quedó con los oídos y los ojos llenos de música y deseo.
Por primera vez les pedía algo a sus padres, un regalo monumental, mayúsculo, que le llenaba la vida, su corta existencia de niño. Y al fin llegó el día de reyes, el esperado, anhelado momento en que sus padres le darían lo que más deseaba en el mundo. Y al despertar encontró su minúsculo paquete, que también le permitiría hacer musiquita y jugar, un xilófono de juguete con doce chapitas de colores y dos palillos para ejecutarlas. Mientras sacaba de oído el Arroz con leche, el Feliz cumpleaños y otras piezas musicales para las que le faltaban sonidos coherentes golpeando una a una esas chapitas de colores diversos y brillantes; tenían auto nuevo.
Algunas cosas habrá aprendido Epaminondas por aquellos años perdidos, extraviados en el laberinto de su ser. Por empezar, comprendía que siempre había prioridades más importantes que sus necesidades y expectativas, por más fuertes y válidas que fuesen las necesidades de un hijo. Aprendió que sus sentimientos siempre podían postergarse, porque ya habría tiempo para atenderlos y además, eran cosas de chicos. Ya se le iba a pasar el entusiasmo.
Las necesidades emocionales y prioridades las deciden los padres sobre sus hijos.
Sin embargo, y dicho por su podólogo amigo, siempre le quedó pendiente una explicación clara sobre el significado de la muerte y aprender a tocar el piano, ya que de adolescente le compraron una guitarra criolla para que se deje de jorobar con lo del armatoste, total era un instrumento también y podía aprender igual, pero era tan dura y rústica que prefirió dejar el tema para siempre; y respecto de la muerte jamás se tocó el tema.
Quizás en base a estos episodios y otros muchos que desconocemos, descubrimos la fuente de su breve texto: “Sobre la falibilidad de los padres: una patada en el culo al futuro emocional personal y de relación de los propios hijos”. Intuimos, no sin fundamento, que además se sintió desprotegido, indefenso y en algún caso hasta rechazado por ser como era: un niño rebelde, de carácter fuerte y con grandes necesidades de afecto y atención.

INFANCIA DE EPAMINONDAS. Primeras pérdidas

Sabemos con absoluta certeza que, nuestro ambiguo sujeto de estudio, alguna vez fue niño. Y, por supuesto y para dar más rigor científico a la biografía que nos ocupa, nos trasladamos al barrio de sus primeros años para conocer el contexto físico y social que lo rodeaba. Las calles asfaltadas parecen ser el cambio más notorio, porque las zanjas están, las viejas construcciones con algunas modificaciones están. La ausencia de colores es lo que llama la atención. Una atmósfera antigua, sin aromas particulares, produce una sensación de tristeza y de nada a mismo tiempo. Los jóvenes parecen haberse esfumado, todos sus habitantes son de edad avanzada, de apariencia cansada y de hastío, a pesar de que no cambiarían esa vida por nada del mundo.
Nos entrevistamos con el señor Miguel Bragas –sí, reconocemos desde aquí la imperiosa necesidad que sentimos de cambiarle la identidad por respeto, pero el caballero lleva con orgullo su apellido- quien aún conserva su negocio, un almacén de barrio que, en sus buenas épocas daba la “yapa” y anotaba en la libreta del fiado. El pequeño Epaminondas iba a diario a buscar el pan, el vino y alguna otra cosa que no debían faltar en la casa. Dice haberlo conocido bien y que fue amigo de su propia hija, Alhelí Bragas –he aquí otra situación un tanto incómoda para nosotros, ya que, además, tenía grandes problemas gastrointestinales desde niña según lo comentado por su padre-
El problema que se nos presentó es que, aparentemente, el nombre no coincidía con el que él trató de recordar inútilmente. Pero por comentarios de Alhelí, que jugaba con él hasta que se mudaron, podría tratarse de la misma persona. De hecho la coincidencia está en los años en que vivió en ese barrio, luego se trasladaron a una ciudad cercana por un tiempo y más tarde volvieron a la misma casa, a la vuelta del almacén. Hablamos de una historia que le ocupó a Epaminondas desde su nacimiento hasta los ocho años, aproximadamente.
Conocer sobre algunas experiencias infantiles quizás arrojen luz sobre tan particular persona, tan anormal como cualquiera y tan normal como todas. Hubo muchas anécdotas de juegos, especialmente, pero lo que más nos llamó la atención fue la etapa vivida por el pequeño cuando antes de mudarse definitivamente del lugar, fallecieron sus abuelos maternos. Su madre, dio grandes muestras de dolor, por supuesto, pero difícilmente pudo manejarlo delante de él, quien no entendía demasiado qué sucedía realmente con ella.
En la vereda de en frente de su casa, vivía un señor que decía comunicarse con los muertos. Efectivamente, su casa tenía cuadros de un tal Pancho Sierra, un señor barbudo bastante tenebroso en su aspecto; y él lo sabía porque el médium le había prestado un libro a su mamá en donde estaba retratado el líder de la comunicación trascendental, transcorpórea, absolutamente inalámbrica; aunque parecía haber atado con alambre el pobre estado emocional de la mujer que se creía cuanta sarta de volátiles comunicaciones se le transmitían; sólo le costaba tiempo y un pequeño aporte a voluntad más la compra de algunas velas de colores y estampitas de diversos santos no muy conocidos. Época de grandes dudas para Epaminondas, a su mamá no le importaba nada más que hablar con la suya, a cualquier precio, y ninguna otra cosa. La veía llorar, desplomarse en la cama, se dio cuenta también que dejó de llamar mamá a su otra abuela para nombrarla justamente “abuela”, como él; y ya no la tuteaba a su suegra. Empezó a percibir en ella un vacío, un agujero que se le hacía insondable, que le negaba una sonrisa o una caricia o un abrazo; quizás algo de atención extra más allá de enviarlo solo a la escuela.
Antes de esos acontecimientos y salvando las distancias, Epaminondas ya había sufrido una gran frustración para con una pasión que había descubierto: el piano.

CONVICCIÓN, ESCEPTICISMO Y ANACRONISMO

Parece ser que la vida de Epaminondas siempre rondaba sobre la misma historia de desencuentros, entre el tratar de ser feliz como se le ocurriese y al mismo tiempo sentirse respetado por ello. ¿Acaso nadie le creía? ¿O acaso nadie creía que pudiese ser coherente con alguno de sus pensamientos? Y también parece ser que murió sin saberlo a ciencia cierta.
Uno de sus seguidores, Crisóstomo Cordera, personaje que ya hemos mencionado aquí y que parece haber estado lo suficientemente cerca del escritor como para colaborar con datos valiosos para esta biografía, recuerda haber visto salir a la mujer de la cual supuestamente Epaminondas se había desenamorado; contra todos los pronósticos que aseguraban lo contrario.
La fotografía encontrada entre sus papeles, parece ser el testimonio de algo que también decidió preservar a su manera. Era ella o lo que ella representaba, o representó mientras duró. -Y le duró a ella-, según el vecino nos dijo mientras se rascaba el abultado abdomen con una mano y sorbía de la bombilla del mate que sostenía con la otra; sentado en su fiel silla y mirando hacia la nada, como recordando.
Ella era la imagen de un ideal que se había muerto hacía ya tiempo, llevándose consigo ese sentimiento que no se resignaba a dejar morir en él. Aunque estaba ahí, ya no sentía lo mismo por ella. Lo que lo movilizaba en un principio a continuar adelante con su vida fue perdiéndose poco a poco con el tiempo, la rutina, prioridades, acostumbramiento. Pero no fue fácil reconocerlo. Epaminondas tardó mucho tiempo en darse cuenta de que ese amor, por más que lo buscara ya no estaba donde debía o se suponía que debía estar. Es más, creyó que el amor era otra mentira a la cual la vida nos somete para hacernos sufrir de las maneras más atroces y eficazmente fatales.
¿Y cómo es que nuestro protagonista llegó a escribir desde sus “Loas al amor con tendencias enfermizas”, pasando por las “Prosas al supuesto amor recalcitrante”, para llegar a su máxima filosófica: “El amor es una jugarreta tendenciosa de nuestras propias debilidades, es un atentado al estado de calma, paz y sosiego que nos da la soledad cuando estamos bien con nosotros mismos; ergo, el amor no existe como sentimiento sublime, sino como una sublimación de nuestras propias carencias proyectadas en el otro”?
Quizás, tan drástico pensamiento lo mantuvo firme en la búsqueda de lo que en realidad permanecía dentro de él: ganas de volver a enamorarse.
Por eso tal vez nadie le creía, o al menos eso creía él. Su anónima novia no terminaba de creer que él le dijese la verdad acerca de que ya no estaba enamorado y se preguntaba cómo no podía amarla, si ella había hecho todo lo posible por demostrarle constantemente sus sentimientos. Pero de lo que no se dio cuenta, es que lo que ella creía que eran demostraciones de afecto, no lo eran para él. Muy por el contrario, Epaminondas recibía como sensación lo contrario a lo que ella creía dar. Y con el tiempo y a pesar de sus advertencias de que el amor se le terminaba y se le moría como a una flor con carencia de agua, aún así, seguía empecinada en demostrar su amor de la manera en que ella consideraba que debía ser; y no de la manera pegajosa y dependiente en que él la reclamaba. Equivocado o no en su manera de amar, a él se le murió el amor por ella, o tal vez la pasión o la idealización; no lo sabía.
A pesar de la confesión de desenamoramiento, ella insistía en no creer una sola palabra de lo que le decía, además de argumentar de mil maneras diferentes el por qué estaba equivocado en sus apreciaciones, en su errónea manera de interpretar sus actitudes hacia él, en su falta de objetividad para analizar las cosas, en su imposibilidad de olvidarse del pasado y empezar de nuevo ya que al fin, la mujer, de alguna manera reconoció no haber dado prioridad a sus reclamos de demostraciones de afecto. Diferentes prioridades, desencuentros en la forma de demostrar amor, historias e histerias guardadas durante mucho tiempo; acomodadas en la caja de Pandora que un día se abrió.
Ella encontró accidentalmente la llave de la caja de Pandora que Epaminondas tenía muy escondida, y no le fue fácil dominar lo que fue escapándose de ella cuando se alzó la tapa; al menos, en algún momento quedaría solamente la esperanza guardada allí.
En nuestro afán por ser lo más fieles posibles a esta historia, tratamos de investigar sobre el nombre de esta mujer a quien llamamos “ella”, y de otras maneras porque, hasta el momento, era un ser anónimo. Pero podemos ahora arriesgar un nombre posible, ya que en una de las discusiones de la cual fue testigo auricular el sedentario y atento don Crisóstomo, el escritor deslizó un nombre: Libertad; e inmediatamente después, ella salía de la casa.
Dispuesta a no resignar su convicción sobre el error en que Epaminondas insistía, presa de un enamoramiento que le haría tolerar cualquier desplante, Libertad, día tras día le insistía en ello con largos discursos y nuevas discusiones, a veces calmas y a veces no tanto; defendiéndose y atacando, aunque ambos usaban la misma estrategia. ¿Quién estaba en lo cierto? ¿Valía la pena tanto análisis? El caso es que uno de los dos planteaba que ya no amaba al otro, y el otro, el no amado, no le creía y sostenía que ya se le iba a pasar porque en realidad sí era amado por aquél. Epaminondas con su historia detrás; Libertad, con su vida hacia adelante. Ahora él necesitaba soledad y ella lo necesitaba a él; sin sincronismo tal vez en sus necesidades, ahora el tiempo a Epaminondas se le había detenido.

lunes, 10 de mayo de 2010

HERIDAS PLACENTERAS

Nadie sabía con certeza si la vida no le sonreía o él no le sonreía a la vida. Cuánta gente opinaba sobre Epaminondas y su final tan trágico como sorprendente por los detalles que rodearon su deceso y su transcurrir por este mundo. El conejo ha de haber continuado su vida, nadie se animó a atraparlo y quedó suelto por ahí.
Podría decirse que su completo ser era un solo detalle en sí mismo. Veamos. ¿A quién le importaba realmente lo que pensara o la manera en que él elaboraba sus pensamientos? Sí, era el loco lindo del barrio, como dijo un podólogo amigo del occiso dando en la tecla exacta para que la nota sonara fuerte y afinada en cuatro cuarenta.
Cierta ocasión en que ambos se encontraron para compartir cuestiones que no cambiarían en lo absoluto al mundo, encuentro pautado y escrupulosamente agendado para que el del podólogo tuviese tiempo en cantidad suficiente, ya que sabía que Epaminondas no se andaba con literalidades.
− Sacame el callo de la vida hermano.
Ahora sí. Se las vio feas aunque le resultó fácil darse cuenta de lo que estaba hablando su amigo; su profesión era justamente la que le permitía a sus pacientes caminar por la vida sin esos dolores insoportables que impiden dar los pasos con seguridad, incluso y aunque sea dar, simplemente, pasos. Se conocían desde pequeños, a pesar de las constantes mudanzas de Epaminondas de alguna manera sus vidas se fueron cruzando cumpliendo las leyes de la causalidad o casualidad según se lo prefiera.
Epaminondas se sacó la zapatilla, tuvo el cuidado de lavarse bien antes de salir, pero el adminículo protector de sus pies estaba sucio, por lo cual poco sirvió lavarse; aún así, el podólogo inició su trabajo con un rocío de alcohol y un toque de desinfectante perfumado.
Observó detenidamente la zona, tanteó el cayo, se rascó la cabeza y comenzó a raspar con la piedra pómez. Mientras tanto, el escritor hacía sus comentarios del caso; y su discurso comenzó por retomar algunas ideas que rondaban su mente y la estrujaban. El dolor, efectivamente, no le permitía caminar durante mucho tiempo por lo cual le quedaban siempre dos opciones: o decidirse a dar caminatas cortas, del punto A al punto B sin mayores riesgos; o bien, comenzar un camino que sería más largo, se detendría cada tanto a descansar y luego continuar, pero esto lo desviaba en realidad del punto de llegada. En cada descanso había una reflexión, un conocido, una charla y cambio de idea y… la meta le quedaba cada vez más lejos, más postergada y finalmente se quedaba en el punto B.
El caso es que el podólogo seguía raspando y, a pesar de su cuidadoso trabajo observó, no sin cierto pavor, que de la zona más delgada del callo se asomaba un pus amarillo casi amarronado. Levantó su vista para observar el rostro de Epaminondas, éste continuaba su discurso sobre las caminatas sin dar señales de dolor a pesar de que la piel comenzaba a abrirse y ese humor, poco a poco comenzó a fluir por la grieta reseca. Tenía un olor penetrante, nauseabundo se diría, un hálito mefítico difícil de disimular. Colocó algodón para absorber la mugre y recién ahí, cuando el fluido ya era incontenible, Epaminondas dejó de hablar. Se concentró en el dolor, comprobando su propio umbral de tolerancia, estoicamente; aunque al podólogo le pareció que lo disfrutaba, en silencio. Tal vez porque se imaginaba llegando a algún punto un poco más alejado del que había podido avanzar hasta ese momento, previendo que sin ese callo se animaría a metas más alejadas de su casa.
Debajo de esa dureza, había una vieja herida infectada, el podólogo se preguntaba cómo había podido sobrevivir su amigo con eso en el pie sin que su sangre se contaminara y la infección se dispersara por el resto de su cuerpo; la respuesta era un encapsulamiento que el propio organismo había utilizado como defensa. Cuando la podredumbre terminó de salir, quedó un raro hueco en la planta del pie. Decidió continuar raspando y romper esa cápsula, para que la carne comenzara a crecer en la zona vacía, pero sana.
− Asqueroso, ¿no? − Dijo Epaminondas.
− Bastante, para ser honesto, ¿sabías que esto estaba ahí?
Y Epaminondas efectivamente sabía que eso estaba ahí y algún día saltaría fuera de su cuerpo, porque cuando la herida comenzó, fue cuando escribió: “No existe mayor placer que el de rascarse una costrita en la piel. Esa cascarita hecha de uno mismo por una causa externa. Es un leve dolor que al estimularlo produce una complacencia comparada tan sólo con la acción de reventar una a una las burbujas de aire de las bolsas para embalaje de artículos frágiles.” Y llevar esta filosofía a la práctica hizo efectivo el hecho de que esa herida se infectara quedando oculta en la carne, con una protección endurecida que, al caminar, era tremendamente dolorosa.

viernes, 7 de mayo de 2010

ASOMBRO; TAL VEZ SORPRESA NO MENCIONADA

Epaminondas no se daba cuenta de su verdadera situación en este mundo. Un mundo que lo cautivaba al mismo tiempo que lo ahogaba, lo castigaba y lo hundía. Más allá del tiempo y del espacio en el que la realidad lo había situado, lo que sí sabía muy bien es que debería, así como debió haber nacido en otra época; haber caído en el planeta Tierra, por ejemplo, en el futuro. Le pegó duro Hawking en sus últimos días de vida. El futuro le hubiese permitido obviar el pasado, lo cual lo hubiese llenado de alegría porque su vida le dolía demasiado. Claro que sin paradojas, un futuro limpio. Un futuro.
Ávido lector de obras de la literatura tanto universal como criolla, se sentía un poco el Ángel Gris o el Fantasma del barrio de Flores, o Dante cruzando por el infierno en vida. Posturas o imposturas ante las diversas situaciones que le ocupaban la existencia; reflejadas en otros textos tan dispares como la rebeldía de la precursora del punk o la certera poesía de Julia Prilutzky Farny; y tal vez, por qué no, las diversas novelas de propia gestión o recomendadas, excepto claro, las de Corín Tellado. Cuentos extensos y cortos, columnas y artículos de revistas, diarios y folletos de supermercado. Y hasta ahí todo bien; él creía eso al menos, hasta que vomitó su onceavo conejito. Quién lo hubiera dicho. Allá en el fondo de una de las bolsas en donde todos sus textos estaban en un bulto informe y arrugado, había diez conejitos que nadie había visto. Sí, la culpa la tuvo Julio desde el principio.
Triste tarea de retirar uno a uno los cuerpecitos peludos de esa bolsa grande sobre la cual yacía aún el cuerpo de Epaminondas. Estaban ahí en el fondo, junto con algunos inesperados papeles que los envolvían, roídos.
Alguien gritó en medio del murmullo de la gente que observaba con curiosidad la remoción de los restos: la cabeza de ese cuerpo inerte se había movido. Todos enmudecieron. Observaron callados y silenciosos. Inmóviles. En medio de los susurros que acompañaban la escena anterior nadie había oido el leve crepitar de la bolsa en que la cabeza reposaba. Un breve roer como el de una rata que trata de pasar desapercibida; un nuevo movimiento de la cabeza y un hocico rosado y rodeado de una blanca y brilante pelusa se asomó por el nudo deshecho. Movimientos laterales de naricita asomando al aire fresco, aunque un tanto viciado por el encierro y las consecuencias inevitables de ese cuerpo que se le hizo familiar. Asombro era la sensación general de los espectadores. La ternura no tuvo cabida en ellos durante los primeros instantes de luz nueva que ese pequeño ser, encerrado en una bolsa de residuos hasta ese momento, experimentaba al salir. Estáticos, lo vieron saltar sobre el cadáver y salir de la habitación, quizás buscando algunos tréboles que saciaran su hambre, o tal vez a encontrar una muerte rápida e inocente por desconocer que las ruedas infames lo aplastan todo sobre el pavimento.

miércoles, 5 de mayo de 2010

¿CAER O CAERSE?

Continuando con la investigación, hemos descubierto que Epaminondas era una persona -por así llamarlo- que tenía momentos de una brillantez espontánea, producto de sus largas noches de reflexión después de ver atentamente algún documental del History Channel o de la National Geografic, tal vez de Infinito y, por qué no, del Canal Rural.
Uno de estos episodios, surgió de su mente luego de ver y escuchar a Stephen Hawking hablando de su teoría del tiempo. Este brote de inspiración fue muy comentado en su entorno -conformado por don Crisóstomo Corbera, vecino y entusiasta lector de las mini obras de nuestro héroe y doña Gardenia Lopérgolo, matera incurable; ambos vecinos- quienes recordaron y recitaron al unísono la frase que fue recordada por mucho tiempo: "Cuando Newton descubrió la Ley de Gravedad, las personas empezaron a caer".
Previo recorrido comenzando con el exilio de Adán y Eva del Paraíso, a causa de una manzana del árbol de la sabiduría con la cual cayeron en la tentación por la serpiente; concluyó con el inmortal pensamiento que hemos mencionado que, como todos sabemos, también implica una manzana en el nudo de la cuestión. Nadie es capaz de hacer una interpretación unívoca sobre lo que quiso decir con esto, ya que en el papel donde fue encontrada finalmente la frase -luego de su fallecimiento- se veían borrosas dos letras al final de la palabra "caer", que definirían una línea de análisis: "se". Es decir: ¿caer o caerse?
Veámoslo de este otro modo entonces: "Cuando Newton descubrió la Ley de Gravedad, las personas empezaron a caerse". Frase de amplio espectro filosófico o chiste bien intencionado, el caso es que dio tela para cortar entre mate y mate con los vecinos.
Estas cosas tenía Epaminondas. El descubrimiento de si mismo a través de una frase simple y a la vez confusa; sea cual fuere, lo representa en todo su esplendor; lamentablemente él también cayó y se cayó cuando descubrió su ley. Ciénaga infame de sus escritos oscuros envueltos en bolsas de residuos, le sirvieron de cuna a la hora de volver al polvo; como si quisiera volver a nacer de polvo y letras. Volver a hacer de esos sentimientos bastardeados y ocultos, genuinos brotes de inspiración. Sólo un nuevo soplo de vida, nada más que uno le hubiese bastado. Eso dijeron don Crisóstomo y Gardenia mientras, al caer la tarde, llevaban sus sillas de regreso al comedor.