Los perros se acercaban cada vez más a la casa, husmeando con desesperación algo que, evidentemente, percibían con su olfato aguzado por la sed y el hambre. El gato se encorvó y gimió un canto de guerra, un oooooaaaaaá, oooooaaaaaá, ahogado e histérico, se le erizaron los pelos como púas, las garras se clavaron en las grietas de la madera del piso y sus ojos en sus enemigos; la cola vivoreaba en el aire que contenía y diseminaba el hedor que poco a poco tentó las narices ávidas de carne.
El viejo miró el anillo y recordó, con ruido de hojas deshidratadas y crujido de ramas quebrándose, que alguna vez había tenido un significado esa simple argolla opacada con sangre seca. No reparó en los perros que lentamente subían a la galería y le gruñían a la silla esterillada, como si pudiesen ver a través suyo. Tal vez pareciese un trozo de charqui, menos atractivo a esos animales que necesitaban de algo húmedo a la vez que sustancioso, tal vez lo reconociesen todavía como aquél que les daba el sustento cuando aún quedaba algo que tirarles al hocico.
Observando el horizonte oía los gruñidos y los chasqueantes mordiscos de adentro de la casa, la desesperada lucha por hacerse de un trozo de putrefacción. Pronto todo quedaría limpio hasta los huesos; hasta el aire.