La mujer, en la cocina, con la cuchilla mejor afilada, trozaba la carne para cocinar un guiso. Con lo poco que tenía a mano, incluida el agua escasa, se había procurado algo de alimento para unos cuantos días. En medio de la nada y de la sequía, pocas eran las alternativas. Asar al gato les hubiese dado rienda suelta a las ratas para que la invadiesen, aunque esta plaga bien podría servir para tirar a la olla, pero le impresionaba demasiado la idea. Los perros ya estaban muy flacos para aprovechar algo de ellos y, además, confiaba en que sus ladridos la mantendrían alerta ante la presencia de algún extraño que anduviese merodeando la casa, aunque era bastante improbable dadas la pobreza y las condiciones del camino para llegar hasta allí. Sin embargo, había conseguido hacerse de una buena cantidad de carne que, bien salada, se conservaría durante un tiempo hasta que pudiese consumirla sin riesgos de intoxicarse.
El gato, a cada rato se le trepaba por los pantalones, escalaba sus piernas clavando las garras en la lona y le lastimaba la piel, el olor de la preparación era muy tentador. La mujer se sacudía, pero tenía que despegarse al gato del cuerpo con las manos para que se alejara. Ella lo miraba y le hablaba. No sé por cuánto tiempo estaré viva, cuando me muera podrás aprovecharte de mí, le decía y se sonreía recordando escenas de un pasado sometido al abuso. Por ahora, arreglate con ésto, y le arrojó un trozo de carne que sacó de la basura para entretenerlo unos momentos y librarse así, un rato, del animal. ¡Salga de acá, tragón!, le gritó, y la pequeña bestia salió de allí con su trofeo entre los dientes.
En la galería, la silla crujía como si estuviese viva, mientras tanto, los perros se acercaban, sigilosos, olisqueando la comida que pronto compartirían con su ama. El gato, ahogado, escupía la alianza del viejo. En el interior, la mujer silbó y tiró algunos huesos con carne corrupta a los perros.