Epaminondas anda medio perdido, tratando de sobrellevar el tiempo en su cabeza. Esta situación lo hace pensar en qué será de su vida, así como es él, un tipo improductivo para el mundo. Aclaramos que esto último, la idea de la improductividad, viene del concepto capitalista que el pobre Epa ha internalizado y, de alguna manera, viene a jorobarle la existencia, porque le cuesta mucho asumir su mirada del mundo, como algo no dado para siempre. Es duro luchar en contra de la corriente, patear en el agua, tirar puñetazos o correr en las pesadillas; en fin, una lucha interna y externa que solamente pocas mentes lúcidas reconocen sin que les generen tantos cuestionamientos. De vez en cuando es bueno dejar que la corriente fluya y acompañar el rumbo apoyando el remo en la superficie del agua sin remarla tanto.
Entonces, piensa que, si lo que tiene son palabras; lo que quiere, es vivir de ellas. ¿Cuánta gente no puede escribir una nota, una carta, un comentario? Resulta, que por un comentario de esos que relojea, desde su interacción en la red social de los rostros, porque Epaminondas tiene una ventana cibernética al mundo en el refugio en el que vive de prestado, o por derecho adquirido, se enteró de que hay gente que ya ha estado incursionando en el terreno de las “epístolas ajenas”. Así que desde hace un tiempo comenzó a ofrecer con más énfasis sus servicios como escritor. Cartas, cartas de amor, de desengaños, de abandono o despedidas sin besos. Cartas de felicitaciones por logros obtenidos, cartas jurando fidelidad o infelicidad. En fin. Cantidad de cartas comenzó a escribir como modelos, más o menos estándar, para ganar tiempo por si le pedían muchas al mismo tiempo. Para mujeres y para hombres, en algunos casos arriesgando nombres y apodos comunes, como Susana, Lucía, Osito, Cielo Mío, Porota y Ñata. El eslogan: “Todo lo que no puedas expresar, Epaminondas te lo escribe, de puño y letra por si tenés mala caligrafía. Una carta artesanal no produce el mismo efecto que un papel tipeado.” Largo el eslogan, demasiado para decirlo rápidamente. Como el bunker lo trasladó al bar del Turco, éste le sugirió algo más práctico, más... “acesible al público”, como dice él: “Decilo como la gente, decilo; te lo escribe Epaminondas.”
Eso sí, sería necesaria la documentación adecuada, con fotos de la persona a quien se dirigiría, a menos que ya la conociese, pero básicamente algunos datos fundamentales como edad, contextura física, algún defecto que no permitiese usar algún texto que pudiese herir susceptibilidades, por supuesto. Como era el caso de un señor, que le encargó una carta para una mujer de la cual estaba enamorado, y a la que ya se le había declarado en reiteradas oportunidades, sin mayor fortuna que un rotundo y enfático “No”. Lola se llamaba, se llama, mejor dicho, porque no ha muerto aún hasta este momento. “Lola, como tarareo debajo de una llovizna de verano; Lola, Lola, Lola, Lola, como oleaje de deseos que se acercan y se pierden en la arena de tus negativas...” De este tenor fue la carta para esa mujer, no sin cerrar esa nueva declaración con un: “Sería capaz de matar por usted, por su amor y su compañía”. De cualquier manera, Epaminondas supo que no funcionó la carta porque hubo un detalle que el señor que se la encargó no le dijo: Había enviudado cinco veces en circunstancias poco claras. Algo así como el “Yiya Murano del barrio”, pero sin pruebas contundentes que lo enviaran a la cárcel. Otros decían que las mujeres morían porque era demasiada la presión que ejercía sobre ellas, con sus ciento veinte kilos de peso, las ahogaba al relajarse sobre ellas luego de tener sexo. Era un señor mayor a estas alturas, casado cinco veces; las mataba en la luna de miel, prueba suficiente de que soportaba estoicamente el sexo de pie en los zaguanes.
Pero, en fin, resulta ser que Epa, viene a descubrir que es un alguien de otro, o tal vez, esa voz que lo impulsa a continuar, sea su verdadero yo que quiere aparecer. Comenzó a creer que tal vez sea un heterónomo de ese que vive en él y por él, que no es su nombre aunque sí su verdadera identidad.
Sabemos desde el principio de la investigación, que quedó tambaleando en determinado momento, pero que continuó con este mito de Epaminondas el resucitado o tal vez no muerto; que el que se conoce no es su verdadero nombre, por eso costaba tanto conseguir testimonios certeros sobre ciertas etapas de su vida. Pero no es fácil ocultar para siempre lo que, o quien se es.
Una ex docente, vino a dar con el dato adecuado para descubrir la verdadera identidad de este personaje que nos ocupa, este loco lindo, inocentón y perdido del mundo pero hallado por la vida. Mujer de edad, tenía un enamorado, don Segismundo Flores, el cinco veces consecutivas viudo y, por eso mismo, continuamente rechazado por ella cuando le hacía propuestas amorosas. Aunque ella ya se consideraba vieja, no había por qué apurar el trámite para mirar pasar la gente por las suelas y tacos o por las coronillas, “Vaya a saber una qué le toca, si arriba o abajo”, decía.
El caso es que recibió una carta de Segismundo, de puño y letra según él mismo; pero ella, mujer experimentada, reconoció inmediatamente el trazo particular de una letra que nunca volvió a ver, hasta esa epístola. Consideró oportunas dos cosas: Rechazar nuevamente a Segismundo y guardar silencio sobre su observación. Sin perder tiempo, comenzó a investigar sobre el origen de esa carta. Buscó entre papeles viejos y halló una nota, de un alumno de uno de los terceros años por los cuales pasó dando clases de Literatura; nota que había decidido guardar por la peculiar frase que decía: “E pur, si muove”, frase que significa “y sin embargo se mueve”, dicha por Galileo Galilei durante su defensa ante la inquisición. Supuestamente, el sol giraba alrededor de la Tierra y éste tipo andaba diciendo que las cosas eran al revés... Pedazo de loco... Luego de pedir disculpas se descolgó con que “Sin embargo se mueve”.
Esa nota, se la había entregado luego de ser expulsado del colegio y luego de que ella perdiera su virginidad; aunque tiempo después vino a descubrir que no había perdido nada, sino que había ganado el estatus de Magdalena, entregándose a la libertad de amar y disfrutar del amor a su manera. Todo gracias a la rebeldía de un alumno y la frase de Galileo que le regaló, en el momento exacto. Ahí comprendió todo. Nunca más lo volvió a ver, a él ni a nadie más del colegio, porque decidió rehacer su vida luego de sus más de cuarenta años perdidos por el ejemplo de vida, comportamiento y virtud que la sociedad le había legado como mandato. Pero mujer era, hembra para más datos y decidió mudarse lejos de ahí.
La carta. La nota. Esa letra. “Es él”, se dijo. Ella le debía un agradecimiento, le debía su nueva vida y, al mismo tiempo, sentía que tenía que pedirle perdón, por su ceguera frente la lucidez de un muchachito, el joven demoledor del muro de una vida, signada por paradigmas y estructuras sociales que parecían de hierro. “Pero cómo era el nombre...” Pensaba mientras repasaba la carta y la nota, una y otra vez, recordando algunas cosas y tratando de recordar otras.
Le daba vergüenza ajena, preguntarle a su pretendiente quién le había escrito la declaración de amor, pero con tantos años perdidos y ganados, aprendió que le corresponde al otro remontar las consecuencias de una mentira; así que tomó el teléfono, llamó a Segismundo y obtuvo el nombre del autor, cuya oficina era una sucia mesa del bar del Turco: Epaminondas Chazarreta. Jamás había conocido a ningún Epaminondas personalmente. Pero le sonaba parecido a otro apellido que tenía en la punta de la lengua; tal vez, Don Flores se había confundido por cuestiones de memoria a corto plazo, que parece que, al fin y al cabo, tantas declaraciones no eran más que olvidos constantes y primeras veces.
Y así fue como se acostó con el nombre obtenido y el otro en la punta de la lengua, que no hay mejor manera de decirlo; aunque tal vez podría compararse con un casi orgasmo, esos que cuestan conseguir, pero cuyo deleite dura todo el proceso. Arrojó el nombre a la almohada; todo el mundo sabe que es mejor discutir las cosas con ella, antes que romperse la cabeza con elucubraciones y esfuerzos vanos; sin embargo en realidad el proceso viene dado por la relajación de las tensiones y la liberación de los estados de conciencia.
Soñó. Esa noche soñó con aquel día glorioso en que vio la cara de dios, en un carmesí testimonio que lacró su falda. Vio la gloria y la verdad de su “hembría” y comenzó a leer a Simone de Beauvoir. El director de la escuela, en ese sueño la rechazaba, luego de poseerla, y ella veía el rostro del muchacho detrás de la ventana del despacho, que observaba el rechazo. “¿Por qué me rechaza”, pensaba ella en el sueño, tratando de no vomitar conejos azules. Conejos que saltaban por todo el despacho, y el director que los pisoteaba, manchando la alfombra de sangre; pero en ese onírico suceso, algunos conejos explotaban y desaparecían y otros, se escapaban como resortes peludos detrás del muchacho que se alejaba de allí. “No me rechacen”, repetía en el sueño; “¿Por qué me rechaza? ¿Me rechaza? “. Así, se despertó, sudada, babeante y repitiendo “Rechaza, rechaza...” Y gritó: “¡Rechazata! ¡Ese es el apellido! Claro: Simón Da Pena Rechazata.” El nombre surgió de reordenar las letras, como un anagrama casi perfecto, excepto por una “r”, que obviamente debía agregar para que sonara como doble r vibrante en medio de dos vocales. “Te encontré, Simón Da Pena Rechazata, alias Epaminondas Chazarreta, tarde pero a tiempo.”
A todo esto, Epaminondas no tiene idea de lo que le espera, o de lo que debe esperar, o de la decisión que deberá tomar en cuanto esto se sepa.