Granadero Baigorria, como toda localidad que se precie de tal, tiene vecinos añosos, que pueden contar historias de su vida, de cuando las cosas no eran lo que son. Pero este no es el caso. Este es un caso puntual, con gente antigua de la zona pero capturados en una situación actual. Si vienen, seguro los pueden conocer.
Cada una de las cuadras de la Avenida Vietti se caracteriza por contar con vecinos que viven allí desde que esa calle no era como lo que hoy vemos como una avenida bien cuidada, con cantero central, con plantas ornamentales y, fundamentalmente viviendas, en lo que antes eran campos con árboles frutales. La antigua avenida de la que estoy hablando, calle de tierra, marcaba el límite entre barrio Los Naranjos y El Haras. Pero desde hace un tiempo, se han unido bajo una misma denominación; tal vez porque lo que allí había eran árboles frutales, cítricos para más datos y no un haras con equinos cuidados y pitucos listos para jugar Pato o Polo.
Vecinos viejos, antiguos diría, de cuando se podían ver las islas y las vías desde la Ruta 11; de cuando había que ir a buscar el agua potable a las canillas de las esquinas, sobre la avenida principal. De algunos de esos vecinos, se trata este episodio.
CUANDO LA QUEJA TE AQUEJA

Uno de los típicos quejidos de jubilado que no tiene nada que hacer, que está aburrido, que está solo, en la puerta de la casa, sentado en la reposera y que observa, desde su trono, una cabeza que se mueve detrás de la ventana de la cocina. Piensa. Se olvida lo que pensaba y se levanta, de curioso, aunque sabe que es la esposa que está cocinando para el mediodía.
Ahí va. Nadie le habla. Apoya las manos en los posabrazos del sillón de tiras plásticas coloridas, junto a un sonido que se parece a un suspiro con mezcla de gruñido, para decir algo, mientras echa una rápida ojeada a ver si lo escuchan mientras se levanta. Y arranca con el “ayayayayayyy”, observando furtivamente detrás de los bifocales, detrás de la ventana de la cocina, esa cabeza que no da acuse de recibo, concentrada en la comida.
La reposera es liviana, de caño hueco, plegable. Cada movimiento requiere un sonido; o bien gutural, o bien el incansable, cansado y cansador “ayayayayayyy”, potenciado con un suspiro. Así va cerrando la reposera, la levanta y la entra a la cocina.
La cabeza que observaba desde afuera y que con curiosidad fisgoneaba, no es más que la confirmación de lo cotidiano que, por cotidiano y para darle algo de misterio, sin tener más en qué pensar; teñía de duda por saber si era o no era la persona que él pensaba que sería. Sí, claro, era la esposa pelando las papas para el almuerzo, en un silencio agradable, cómodo para el descanso cerebral.
Él enciende el televisor. Con el volumen altísimo, ella, en evidente estado de ensimismamiento o costumbre, en medio de los quejidos y reclamos que le inquirían “¿Dónde está el control, que lo prendo de ahí al aparato y cambio el canal con el control, al control lo dejan en cualquier lado y después no lo encuentro la puta que lo parió a dónde mierda lo pusieron estas chinitas que cada vez que vienen… Acá está, qué porquería mirá que apreto y no anda se le terminan las pilas que no duran nada cada vez las cosas las hacen para que se rompan enseguida cada vez duran menos, esta mierda…”
El televisor anuncia: “Sorteo de la Quiniela Nacional… (Aquí silencio)… Sortear”
Él, nuevamente al ataque: “La puta quelorreparió no puede ser que juego el cuarenta y uno y sale el catorce, no ves no pego una que suerte de mierda…”
El televisor continúa luego de todo el sorteo: “El sindicato de trabajadores de Metrovías cancelan las ventanillas en protesta…”
Él, otra vez a su queja: “¡Qué hijos de puta!” (Aquí es bueno saber que en Granadero Baigorria no hay trabajadores de Metrovías y la medida no afecta en lo absoluto al movimiento en kilómetros a la redonda, ya que no hay subtes ni trenes eléctricos así que más bien es una puteada solidaria con los porteños; y sigue) “¡Por cualquier cosa están cortando todo, que se pongan a laburar que se pongan!”
La cabeza que ahora está de este lado de la ventana, permanece gacha. En un lapso tan corto de tiempo, pasó de la calma y sosiego a la serie de quejas y puteadas consecutivas más inflamantes de ovarios jamás observada y escuchada. Esas manos que pelan las papas, al mismo tiempo las comprimen, las gastan, las asesinan. Esas manos tiemblan, mientras el escenario de la ensoñación diurna, que trata de evadirse de esa realidad, imagina al sucio pela papas clavado en la yugular de ese hombre.
“Otra vez papas, ya me canso de comer siempre lo mismo” Otra vez al ataque. “Será posible que esta enfermedad de mierda me joda la vida, tengo que comer esa porquería todos los días lo mismo que vida de mierda la puta madre que lo reparió.” Y se vuelve a sentar, con el correspondiente “Ayayayayyyyy” potenciado con un “¿Te hacés unos mates?
La cabeza, gacha. Solamente se produce un deslizamiento de los globos oculares hacia el objetivo, la fuente de la que emana esa negatividad y pesimismo manchada de mal humor: El marido. La mujer lo imagina ahogado con el mate de calabaza y con la bombilla abriéndosele paso por la tráquea. Ahora, recién ahora comienza a girar la cabeza. Deja la diminuta y comprimida papa, y arroja el pela papas adentro de la bacha de la mesada, que emite un hueco sonido metálico de alerta, violencia contenida.
El marido siente unas espuelas que se le clavan en las sienes, se sabe observado, no es ingenuo. La mira. Se levanta del sillón, en silencio, y pregunta: “¿Te saco la ropa que tenés tendida?
La mujer, con el rostro de gestos ausentes, de vacaciones diría, se limita a contestarle con un leve asentimiento de cabeza, con los ojos fijos en él.
“Después me preparo el mate, viejita. Seguí no más con lo tuyo, seguí no más.” Apagó la tele, y salió a buscar la ropa. No tengo dudas de que también se preparó el mate y, posiblemente, le haya cebado alguno a su mujer.