En épocas de clases, viajar en transporte público es una invitación al contacto físico, a la interacción cuerpo a cuerpo. Una frase ampliamente difundida la define, en una especie de alemán criollo, "suban estrujen empujen bajen"
El problema de los colectivos es, fundamentalmente, la estrechez del pasillo que separa las filas de asientos dobles. Cuando la unidad se completa, todos los asientos ya están ocupados, se comienza a acumular el pasaje a lo largo del pasillito, caminito falto de holgura pero acogedor, generador del contacto piel a piel en verano y lana y paño en invierno.
En verano se contactan piernas lisas, peludas y cactus sin flores, estoy convencida de que deberían prohibir a los hombres subir con pantalones cortos y también debería exigirse el cumplimiento de esta norma a las mujeres poco afectas al rasurado periódico. Las musculosas, otro motivo de prohibición; aunque la libertad es mi emblema, votaría por tapar las axilas con vello abundante, expuestas al tomarse del pasamanos. Así, se transforman en cepillos nasales infaustos, en cosquillosas peluquitas malolientes.
Los aromas u olores, según la época del año de la que hablemos, difieren notablemente. Si la unidad no cuenta con aire acondicionado, en verano la cosa se pone espesa, una espesura que arruga las narices; el olor a cebolla enmohecida no solamente proviene de la cocina centralizada que pasamos durante el trayecto, no señor, es un olor que nace del interior del coche, de los sobacos humedecidos; el olor de las pieles sudadas potenciado con algunos géneros que no son cien por ciento algodón. Queremos huir, pero ya es tarde, detrás de nosotros ya están en plena puja por su lugar, nuevos pasajeros con la misma necesidad que la nuestra: Llegar a destino. En invierno, las extrañas mezclas de escencias aromáticas de los diversos perfumes se confunden con el olor de la naftalina que se conserva en algunas de las prendas bien cuidadas de los ataques de las polillas.
-¡Ojo que cierro la puerta!- Anuncia a los gritos el conductor, y se oye una queja queda generalizada por dos motivos fundamentales: Hay que apretarse más entre unos y otros, y ya no entrará tanto aire para renovar el oxígeno, porque, a pesar de que las ventanillas están abiertas de par en par, parecen no dar a basto. Tanto con calor, como con frío, abrir y cerrar las puertas provoca reacciones en contra: en verano porque se cierran, en invierno porque se abren.
Cada viaje, así, es una invitación al disimulo y a la compostura. Encontrarse cadera con cadera, percibir esos roces de traseros y manos que suelen entrelazarse en los pasamanos puede ser placentero o sumamente desagradable. En fin, esto me recuerda cuando nos íbamos con la muchachada al picnic de la primavera que se hacía todos los años en el camping elegido para ese día. En la película "El picnic de los Campanelli", la escena del camión es bastante representativa de lo que se vivía en el trayecto. Pero hay algunas diferencias que Enrique Carreras no habrá mostrado muy explícitamente debido a que en aquella época se cuidaban mucho las cuestiones morales, claro. El caso es que en ese camión íbamos todos parados, porque si nos sentábamos, la Tota, el Chochi, el Churri, la China y el Osvaldo no cabían y eran los últimos de la barra en subir.
Ya todos sabíamos que la Tota, andaba enamorada de Tito, el hijo del almacenero. El problema a resolver era, que ella, subiendo casi al final del trayecto de recolección de pasajeros, quedase al lado de su objetivo, ya que él era uno de los primeros en subir. Todos nos bajábamos haciéndonos los que ayudábamos con los bolsos y así, agarrando el brazo de algún despistado, tirando de la camiseta de otro paparulo olvidadizo, la cosa quedaba acomodada. No solamente para ellos, no… Ejem, éramos unos cuantos los que en primavera estábamos con alguna expectativa de pesca.
Y el camión, un Bedford de los años sesenta con caja de madera abierta tipo jaula, arrancaba sin paradas intermedias a destino, ya cargado con todo; canastos con comida, heladeritas con hielo y bebidas, bolsos con manteles y lonas, algunos silloncitos tipo reposeras, pelotas, guitarras; todo junto señores en la caja del camión que iba aullando canciones de tribuna futbolera. Y las hormonas, básicamente las movilizadoras del evento. ¡Eso era contacto cuerpo a cuerpo! Y se disfrutaba, porque ya una sabía al lado de quién se ponía para apretujarse; códigos de complicidad que se arreglaban de antemano.
Pero volviendo a esta dura realidad, viajar pegados no es bailar, como dice la canción, “igual que baila el mar con los delfines”; lejos está de ser tan romántico, podría compararlo más con una compactadora de pescados, por la sensación y el tufo; aunque algunas dotes de bailarín son necesarias para algunos casos particulares.
Uno de esos casos se presenta cuando, frente a nosotros en franco apuro por el descenso inminente, aparece un generoso y abundante abultamiento en el medio del pasillo, nalgas difíciles de acomodar sin que se detengan haciendo tope en el rostro de algún pasajero sentado. Este es un escollo complicado. Por un lado, el avistaje de gran parte del macizo de Tandilia, detrás del cual está el objetivo que es la puerta de descenso, absolutamente atestada de piezas de Tetris perfectamente acomodadas del otro lado, es decir, de la mitad hacia atrás. No se puede rodear, no se puede escalar, la montaña no va a Mahoma, no se mueve ni con las palabras mágicas: "¿Me da permiso?", porque no tiene permiso para dar. Parece haber quedado ahí, como la piedra movediza de Tandil que ahora está inmóvil, asentada en los huecos justos que le permitieron ajustarse hasta el momento de su deslizamiento hacia el fondo. Por el otro lado, un rompecabezas de piezas ajustadas perfectamente, con sus mochilas y bolsos, bultos de diversa índole que hay que ir desarmando para pasar. Un mínimo espacio suele abrirse al paso, y aquí sí, las dotes danzarinas son necesarias, ya que con gran destreza de bailarina clásica, es mi caso al menos, en puntas de pie, primero con el metatarso, y si con esta elevación no alcanza para encastrar sobre el trasero que se presenta, me remonto a la punta del dedo gordo; esto me da el giro necesario, la altura deseada, el equilibrio y la alineación perfecta; atendiendo a las justas curvaturas que hay que realizar con todo el cuerpo para encajar en el encastre que se presente y pasar hacia la puerta delantera; segunda opción para el descenso.
Entre "permisos" y "disculpes", voy llegando a la puerta delantera del colectivo.
-¡En la esquina, chofer, por favor!
-Señora, el descenso se realiza por la puerta trasera.
-¡Plop!