Lola sabía quién era ese tal Epaminondas. Es que el episodio de la escuela fue demasiado fuerte, al punto de determinar un rumbo nuevo en su vida. Lo extraño de todo esto es, cómo podía ser posible que el muchacho, cambiase de nombre como si esto pudiese ser práctico. Claro, fue práctico a los fines de su propia personalidad en trance, nada más, pero comenzó a tener cierta trascendencia que lo obligó a repensar algunas cuestiones formales, aunque de formal no tiene demasiado.
La vieja docente se propuso dar con él y enfrentarlo con su nombre, nombrarlo Simón, sacarlo de su interior. En realidad no sabía por qué quería hacer eso, tal vez fuese porque se daba cuenta que al usar un pseudónimo, se preservaba de un mundo que le continuaba siendo sinuoso a su comprensión, como esos arroyos esquivos de las sierras cordobesas, que aparecen y desaparecen de la vista desde el camino. Por un lado, la rebeldía se le había presentado a Simón como una manera de liberarse, pero por otro lado era tan fuerte su represión, que lo mantenía aislado, prácticamente, del mundo externo y de sí mismo.
Las cosas no debían ser así y ella, que había descubierto la libertad gracias a él, tenía que hacer algo al respecto. Se decidió ir al bar del Turco; todo quedaba tan cerca, que no podía creer que ese hombre que había visto tantas veces, fuese quien había escrito la carta de amor del cinco veces viudo. Se acercó a Epaminondas, que estaba concentrado haciendo letras en el polvillo de la mesa y escribiendo algunas cosas en una servilleta. Se lo quedó mirando, tratando de descubrir rasgos reconocibles de su juventud pero, se dio cuenta que jamás había prestado real atención a su rostro. En la pesadilla, donde lo veía en la ventana, sabía que era él, en los sueños esas cosas se saben, pero no era la cara que estaba viendo. Ni demasiado vieja ni demasiado joven, un ser bastante inquietante, parecía sin edad. Casi sin canas ni arrugas, pero con gestos antiguos, por así decirlo. Un ser que parecía venido de otros tiempos. Se sintió tan extraña frente a Epaminondas… Decidió no decirle nada por el momento. Lo saludó con un “Buenas tardes.” Sin nombre. Le dijo que necesitaba escribir una carta, ni Epaminondas ni Simón parecieron reconocerla, pasaron muchos años y ella estaba muy cambiada. Hacía mucho que no usaba el cabello estirado con un rodete como remate, ni tenía esos lentes espantosamente intelectualoides de profesora reprimida, ni esa ropa de monasterio. Era una vieja canchera medio hippie, con el pelo canoso, largo y suelto, bastante revuelto; vestida con colores peleados entre sí y no le importaba que su amarillo chaleco le gritara groserías al rojo de su bufanda ni al verde de sus pantalones. Le importaba un pito, para ser claros.
A Epa le cayó bien la señora, aunque le escrutó el rostro también a ella, no dio muestras de reconocerla en lo absoluto. “Bueno, señor…” Continuó ella luego de saludarlo, suspendiendo la frase, como si no supiese con quién hablaba.
“Epaminondas”, agregó el, amablemente, a modo de presentación.
“Epaminondas”, repitió ella. Luego, fue directo al grano. Muchos años de docencia le dieron la oportunidad de planificar una estrategia para llegar al punto de una manera creativa y constructiva para el aprendizaje de ambos (ella creía que ambos aprenderían de ese nuevo encuentro). “Señor, Epaminondas, necesito una carta para alguien que hace mucho que no veo y que es muy importante que le diga lo que tengo para decir.”
“Dígame”
“Bueno, hace mucho, ya no recuerdo bien cuántos años hace y no sé si hace falta saberlo, luego lo veremos; tuve un alumno, que me dio una lección muy valiosa. El caso es que vivo sola y parezco una loca, según los vecinos, pero así fue como resolví la cuestión. No sabría si el detalle del episodio que cambió mi mentalidad, dándome la certeza de la muerte como una manera de aferrarme a la vida y demostrándome que los paradigmas están hechos para ser refutados o, al menos, cuestionados, será relevante tampoco para esto. Quisiera decirle a ese alumno, ya debe ser un señor mayor, que le agradezco mucho, mucho de verdad haberme enseñado eso siendo tan jovencito por aquellos años, pero es que no lo volví a ver y, es más, hasta dudo si vive o no.”
“Eso no me ayuda demasiado, si está muerto no la va a poder leer.”
“Usted no se preocupe.”
“¿Dónde vive?”
“No sé”
“¿Edad?”
“Ni idea.”
“Ideología, manera de pensar.”
“Tampoco”
“Apariencia”
“…”
“Bueno, al menos sabemos que le quiere dar las gracias”
“Mucho, sí.”
“¿Nombre?”
“Simón Pena Rechazata”
“¡…!”
Ahora Epaminondas se quedaba como pintado, era la estatua que tiene planeada el Turco para sentar en esa silla, con el atril al lado, cuando Epa desaparezca físicamente de este mundo. No sabía qué hacer en ese instante, no sabía qué decir tampoco, sintió vergüenza y una sensación rara, pocas veces le dieron las gracias por algo. Esa señora que tenía en frente era la profesora de Literatura de la escuela de los curas. La que por culpa de su rebeldía se había enloquecido provocando su expulsión. Quería darle las gracias. Ella a él, claro, y pedirle disculpas por tantos años perdidos que, a causa de su pacatería e intransigencia, le hizo acumular en su haber.
Nada es más gratificante que saber que no se está tan equivocado, pero lo que no puede manejar Epaminondas es esta nueva situación que, en el fondo se la esperaba; no podía ser que toda la vida le durase su anonimato, y nuestras actitudes decantan en lo que en realidad buscamos. Alguien se iba a dar cuenta de quién era. Analicemos un poco la situación: Si uno desea que nadie lo reconozca, deberá al menos, disimular un poco más su presencia en determinados sitios. El problema de Simón era, justamente, que todavía no podía manejar sus emociones, su identidad; tan simple como eso. Había sido demasiado fuerte su adoctrinamiento como para que asumir su personalidad fuese algo normal; Simón se consideraba anormal, fuera del mundo; por eso de joven, la fogata se llevó sus textos a propio pedido del interesado y su boca dijo cosas que, aun siendo su verdad, creyó que eran cosas que a él lo incinerarían tal cual sus textos perdidos. En fin, nada y todo estaba claro, Simón ahora se enfrentaba a dos cosas fundamentalmente: seguir sosteniendo una pseudo mentira, o bien, inventar una y agregamos una más: decir la verdad. Poder decir “Yo soy quien dice esto” y ese “yo” que sea su verdadera identidad.
Por entre las patas de las mesas del boliche, Simón observó un movimiento. Apretó la vista para focalizar mejor. Debajo de una de las mesas, apareció un conejo, blanquísimo y saludable, con hocico rosado y ojos rojos como cerezas al Marraschino. El Turco lo vio también. Sigilosamente se le acercó y lo agarró de las orejas y las patas traseras.
“Tenemo ashado eshta nochie, tenemo.”
Ni Epa, ni Lola, refutaron la determinación.