![]() |
Foto: María Agustina Pascual |
La escucho revolver los cajones del ropero; siempre me olvido de cerrarlos completamente y a ella le encanta sacar la ropa y meterse ahí. Peluda maniática de las prendas de lana, que en la oscuridad de mi descanso nocturno enciende su motor y lo deja en marcha largo tiempo, mientras rasca sin solución de continuidad el fondo de madera del cajón que dejó vacío. Dos únicas luces de alerta dicen que está despierta aunque ya no ronronee, esos ojos fotoluminiscentes penetran mis pupilas desveladas, varadas en el tiempo que no transcurre, insomnio cansado, el peor de los estados de semiconsciencia durante el cual pienso que podría hacer algo productivo, pero no. Definitivamente el cuerpo se resiste, pesa más que de día, más que la culpa y el engaño.
Cerrar los ojos no es garantía de sueño, mucho menos cuando de pronto el peso de un bólido carnívoro, surgido de las tinieblas precedido por sus faros incansablemente nocturnos, se arroja sobre mi cuerpo buscando el aterrizaje perfecto en la cama, no a mis pies, sino al costado de mi cintura. Y pesa. No sé si es por su propia masa o por mi estado calamitosamente débil que no soporta la presión de ese cuerpo tibio y suave, que deja pelos por donde sea en esta época de primavera. Nuevamente el sobresalto y el desvelo.
Y ahora no veo nada. Ni las dos luces de esa salvaje criatura en miniatura, representada en un minúsculo remedo de pantera, tal vez porque es la sombra de su sombra, y si cierra los ojos desaparece de esta atmósfera ciega que nos envuelve. Pero vuelvo a oírla, parece el incansable viaje de un auto lejano, apenas se oye el ronquido homogéneo que acompaña el acompasado tanteo del acolchado, lo presiento, y a veces dudo si es para esponjarlo más o para someterlo a sus deseos, con masajes como pasos mínimos de geisha pero con sus afiladas garras deshilachándolo impiadosa.
Y ahora el silencio, el acto de desaparición más imperceptible parece haberse llevado a cabo de manera exitosa, el sueño viene a mí entonces, rápidamente cierro los párpados arenosos, casi con esa sensación del quejido de una cripta que se abre, con un ardor que traspasa los límites de las órbitas.
Buenas noches.