El automóvil se detuvo en medio de la nada más nada que pueda imaginarse. De camino a su pueblo natal, el conductor no tuvo más remedio que estacionar a un lado de la ruta sin banquina, por lo cual, al pisar el borde de la calzada, un tramo del yuyal daba su último saludo en escena a medida que el auto avanzaba, aplastándolos. No veía nada más que pastos resecos, ya que la altura de la vegetación moribunda lo rebasaba unos centímetros; un cielo despejado de mediodía pampeano lo coronaba con un sol estival sin sombras. El hombre, corpulento, de aspecto descuidado, antiguo jugador de rugby y posteriormente entrenador del equipo donde comenzó su carrera, encendió el contacto y observó el display de la computadora durante algunos minutos, esperando una respuesta sobre la falla que afectó el motor. Muerto. La pantalla, negra. Tranquilo, Oso, se dijo en voz baja y giró la llave con la esperanza de que encendiese el motor. Se oyó solamente un clic. Sacó la llave y la arrojó al asiento del acompañante. Tenía la costumbre de llevar muchas cosas sueltas en ese asiento, casi siempre viajaba solo. Tomó el celular, lo desbloqueó y buscó en la agenda el número del auxilio de su aseguradora. "Conexión fallida". Intentó otra vez. "Conexión fallida". No tenía señal. ¡Tranquilo las pelotas! Rugió como si le gritara a su mujer, como lo hacía cuando ella trataba de calmarlo. ¿Qué mierda hago ahora? Miró por el retrovisor de la puerta y salió del vehículo. No sé para qué miro para atrás si no pasa nadie por acá.
Intentó nuevamente un llamado pero resultó evidente que, en esa zona, no lograría comunicarse por ese medio. Estaba solo, en medio del rumor de los yuyos que se sacudían con la brisa caliente que de a ratos soplaba. Se asomó a la ruta. Sabía que nadie iba a ver su auto; detrás de él, y no entendía cómo era posible, el yuyal retomaba su erguida presencia, tapando completamente la visión a cualquier conductor que pasase eventualmente por ahí. El calor era intenso; el sol dibujaba una laguna a lo lejos sobre el asfalto y, al mismo tiempo, desdibujaba ese breve horizonte enmarcado por los yuyales, mojado de reflejos, enturbiando el punto de fuga con ese vapor ilusorio que implica la lejanía a los ojos de cualquier ser humano.
Bueno, a caminar; se dijo y sacó del vehículo su bolso de viaje, el sombrero de rafia que siempre llevaba cuando visitaba a su familia, ya que sabía que era indispensable para no insolarse, y los lentes oscuros. Se dio cuenta que no llevaba agua, nunca lo hacía porque solía detenerse en algún parador a descansar y dentro del auto, con el climatizador, se mantenía aislado de la temperatura externa, así que jamás llevaba bebida o comida. Si ese día algo no tenía que salir mal, había salido mal.
Caminó por la ruta hasta que, ahora sí, el sol le dibujó en el suelo una negra compañía que se asomaba a su izquierda; ya que se dirigía en línea recta hacia el sur. Había pasado una hora al menos, tal vez hora y media, chequeó el celular para cerciorarse de la hora exacta y por las dudas que tuviese señal; sí, hora y media y sin señal. Decidió entonces aventurarse por entre los yuyales, normalmente, uno se encontraría con un alambrado y luego, con el campo y tal vez una casa, o un rancho, pero necesitaba dar con un ser humano que pudiese prestarle alguna ayuda.
Así, penetró el matorral, abriéndose camino en ese tramo de campo inculto y sediento que lo absorbía y lo pinchaba; le ardían los ojos, sentía una picazón tremenda en la piel que la ropa no cubría, en sus manos y en la cara, en las piernas y brazos; la ropa de verano, evidentemente, no era propicia para este tipo de terreno con tal vegetación.
Al fin, el alambrado de púas. Lamentablemente, como debía ir tanteando con los pies y con las manos, por supuesto, y como ese día las cosas le salían mal, se lastimó una palma con el alambre oxidado. Su rudeza lo hizo exclamar una puteada para dios y cuanto santo recordaba, pero al levantar la mirada, se sintió, por un lado, aliviado por la llanura que se abría a su vista sin yuyales, por otro lado, la desesperación de la nada lo volvió a invadir al ver que solamente el horizonte raso se le presentaba con una imponencia desértica que lo hizo sentir absolutamente vulnerable.
Con el malestar invadiendo su cuerpo, el ardor, la picazón, la sed; respiró hondo lo mejor que pudo y avanzó decidido hacia el oeste; lo guiaban el sol y su propia sombra.
Continuará en una próxima entrega.