martes, 10 de enero de 2012

Calvino Calvo, conde condecorado.

Si pregunto qué esconde el conde, ya a esa pregunta la cantaron y más vale perder la letra y sus orígenes. Lo que sucede con este conde en particular es que está condenado a esconderse por las condecoraciones que recibió durante las guerras de la pacífica Isla del Condado. En la Isla del Condado, todos son condes y condesas. Guerra. Raro nombre para una actividad como aquella, en que por aquellos años, significaba inventar historias en el momento en que a uno lo encontraban haciendo algo que no era bien visto por la sociedad excepto, claro, por quien estaba cometiendo la falta. A falta de razones y a falta de algo en propiedades ajenas, no había nada mejor que salir de esa situación con una buena historia; la mejor narración, la más linda, la más emotiva, la más aventurera, era la que ganaba las condecoraciones para no quedar con una condena al hombro.
El caso es, entonces, que en aquellas épocas que jamás existieron y que estamos inventando, y lo digo en plural porque no soy solamente yo la que escribo esto sino también mi otro yo, si un habitante resolvía quedarse con algo ajeno, como un reloj, una plancha a carbón, una llama encendida, un dezoopilante (que era una especie de animalito que provocaba risas), o cualquier cosa que se le ocurriese que debía obtener sin pagar o sin permiso, era interpelado por los condecoradores que decoraban cada falta con una condecoración distintiva. Calvino Calvo, este conde en particular, reunió un total de cinco mil jajas (jajas es el nombre que se le daban a las medallitas que decoraban los pechos fraudulentos) por salir airoso de las situaciones con relatos fantásticos tomados (sin que nadie lo supiese) de otras personas.
Tardaron algún tiempo en descubrir su doble engaño, y la historia cuenta que, a partir de entonces, se le retiraron todas las medallas y se convirtió en conductor de uno de esos programas de chusmerío mediático.