Ya no llueve. El viento va peinando el agua en la vereda y confunde el rumbo de la corriente del Paraná. La avenida conserva su sentido sin desorientarse y a los pies de la torre, los pasos de los primeros corredores matinales marcan su propio tiempo; tal vez sea el mismo que allá en lo alto se ostenta debajo de una cansada y renunciada veleta. No hay princesas para rescatar. No hay trenes que vayan a ninguna parte. Detrás, las islas dibujan brazos que no se cansan de remar, que nunca serán iguales, como jamás serán iguales nuestras vidas luego de su experiencia. Y amanece. Me quedo en la simplicidad de la mirada, en la sencillez de la observación y en la posibilidad de que todo cuanto escriba se vuelva absolutamente estúpido.
Hay quien piensa que a la gente que escribe textos breves, no se las puede considerar escritoras; luego, ignoro el grado de envidia que lleva a tal prejuicio. Una vida corta no es menos vida si ha dejado algo que la trascienda en el tiempo. La longevidad no implica haber sido constructor de historia, porque aquella no depende de ninguna decisión. Luego, es posible que todo cuanto se escriba se vuelva absolutamente estúpido.
Abriendo la ventana penetra el húmedo aire cargado de peces, barro y barrancas sumergidas: El río no escribe su historia sino quien lo experimenta.