Me tomé un tiempo observándolo, jamás lo había visto antes en el vivero. No tenía ninguna planta, no era una maceta. Era como una figura materna, esperando con sus brazos en jarra y el pecho henchido de regaños acumulados.
Creía que era un cántaro. Consulté. El vendedor se refirió a ella como ánfora, más específicamente como un ánfora etrusca. ‘Un ánfora etrusca’, me dijo, como si todo el mundo lo supiera. Ese nombre reverberó en mi pecho, la boca de mi estómago y el corazón. Respiré hondo.
Un recipiente de barro de esas dimensiones no parecía tan difícil de llevar, no lo dudé y pregunté su precio. Lo valía. Más de medio sueldo. Me iba a doler. Jamás compro algo por simple impulso pero ella me obligó.
Algo iba a hacer. No parecía tan pesada.
El vendedor me ayudó a subirla al baúl. Mientras tanto, yo ya la visualizaba entre los pinos, o en la galería interponiendo su cuerpo entre dos columnas, como Hércules, pero no era tan grande. Pensé en construir una glorieta, colocarla en medio de ella como el centro de atención, un punto focal. Me di cuenta de mi escasa capacidad estética para la decoración. Me pregunté para qué la había comprado.
Llegué a casa. Luis había tenido que viajar de urgencia ese día por la mañana y estaba sola. Me las arreglé para bajar el ánfora del auto y entrarla a casa hasta el recibidor. No la iba a dejar en la entrada, podía rodarla porque tenía una base redonda lo suficientemente amplia y estable, y eso me facilitó trasladarla. Cerré la puerta y ahí estaba, increpándome. Las dos nos miramos con la misma postura, ella algo más baja y panzona que yo. Pensé que si estaba entre plantas cuando la compré, debía continuar así en mi terreno. La dejé ahí, esperando, y salí al patio.
Y mi patio es lo que es. Soy una persona que no tiene habilidades especiales para el cultivo. Mucho menos para mantener hermoso y fresco un jardín que coloree mi frustrado vergel. Me olvido de regar. Las plantas que crecen son las sobrevivientes a mi catastrófica jardinería. Tampoco tengo mucha idea de qué flores podría combinar o qué arbustos delimitarían espacios ya que hay un buen terreno para disfrutar. Lo que existe está por la lluvia generosa o porque no necesitan más cuidados que tener tierra a mano. Sin embargo, hay verde. Hay césped, unos pinos, una lavanda, dos romeros y porfiadas achiras de flores rojas que desaparecen en invierno pero vuelven, siempre vuelven; todo eso a puro deseo de vivir. Y lo agradezco.
Para qué la había comprado. Qué extraño hechizo me llevó a un gasto inesperado. Decidí descansar. Me sentía agobiada todavía por las presiones del trabajo, pensaba en Luis aunque sabía que ya estaba en su destino, siempre me preocupo; él es mi cable a tierra, un tipo racional y comprensivo. Me puse las lágrimas, los ojos arenosos me lo recordaron. Descansar. Necesito descansar.
Preparé el mate, las Pitusas de chocolate, las piernas en alto y la cabeza tratando de evadir el ronrroneo de mis pensamientos, que amasan como un gato mimoso mi cerebro y me clava las garras. Lloré demasiado en mi vida. Un día juré que no lloraría más, no solamente por la molesta hinchazón de párpados, la rinitis que me cierra la nariz, los mocos insolentes o el hipo insoportable. Estaba desperdiciando mis lágrimas por tantas cosas que no podía cambiar. Básicamente, por mi dolorosa manera de amar, exiliándome de mí. En aquel momento, fue cuando decidí qué iba a hacer con mi ánfora.
No habría sido lo mismo un balde plástico o algún cacharro abollado; sí, hubiese sido mi estilo, no lo niego. Sin embargo, saqué trabajosamente el ánfora a la galería que da al patio porque pensé que era un excelente recipiente para acumular agua de lluvia. Agua límpida, impoluta, inodora, pura. El ánfora, con su casi metro y medio de alto y su base estable, soportaría el peso del agua; y yo tendría la posibilidad de dejar de sentir culpa por usar agua de red para el riego del césped y las plantas; aunque, claramente, tampoco es que lo hiciese muy a menudo. Sería cosa de empezar de una buena vez en serio, con convicción, aprendiendo. Regar en épocas de zozobra, hacer lo necesario para que todo reverdezca, es un buen comienzo.
Calculé, a pesar de mi ignorancia respecto a la alfarería, que, al ser de barro, la lluvia y el sol la iban a deteriorar pronto; así que cada vez que el cielo amenazaba, rodaba el ánfora desde la galería hasta dejarla a la intemperie. Quedaba ahí, bajo la posibilidad del chaparrón, enojada ella, siempre mirándome; pero yo la manipulaba a mi antojo, bueno, en realidad, a los designios del clima y de la resistencia de mis lumbares.
Luis me observaba, se ofrecía a ayudarme para trasladarla cuando me veía abrazarla, girarla demorada y trabajosamente cada vez que se acercaba un nubarrón. Yo me negaba sistemáticamente. ¿Acaso él pensaba que no tenía fuerza suficiente?, ¿acaso él me subestimaba?, ¿acaso él me percibía débil, acaso la fuerza me flaqueaba? Acaso sacaba el ánfora cuando mi pecho se cerraba, cuando mi garganta ardía, cuando la boca del estómago me apretaba. Acaso aquel llanto que juré no derramar. Acaso.
El primer chubasco coló algunas gotas por su boca forzosamente dispuesta, las recibió con un sonido seco, como una garganta seca siente el primer ardor de un trago reparador.
Al fin, una noche se desató una tormenta digna de Tritón, que ya estaba en su mar. El ánfora vomitaba. Estaba demasiado llena como para seguir el ritual de ponerla bajo techo y dejarla a la intemperie. Sentí el impulso de salir a buscarla, a pesar de la amenaza del granizo y la posibilidad de una lumbalgia; pero la pedrea se me adelantó. Dentro de mí resonó la caracola, con una cacofonía digna para el espanto de esos gigantes que amenazan la calma del navegante.
Luis me vio. Luis me detuvo. Luis me abrazó. Sólo me abrazó, con ternura. Y yo lo abracé. Me quedé con él, debajo del techo. Desde ahí miré, azorada, los destrozos del ritual.
De esto, han pasado algunos años.
Mi jardín sigue subsistiendo, riego lo necesario. No me importa si el césped está verdísimo, me importa que esté como es. Cuando llueve pongo un balde y un par de ollas debajo de los desagües de las canaletas, pero uso el agua para lavarme el pelo.
Luis me ayudó a pegar los pedazos del ánfora. La verdad, como objeto decorativo, es un buen punto focal ahí, tumbada entre las achiras y rebosante de lavanda.