lunes, 12 de mayo de 2025

UN ÁNFORA BAJO LA LLUVIA


Una tarde, volviendo del trabajo, pasé por el vivero que está a la vuelta. Suelo pasar seguido por ahí. Si voy a la farmacia o al supermercado, estaciono el auto casi en la puerta y de paso, me detengo a mirar las flores de temporada, los pequeños sauces eléctricos, los limoneros, lo que haya expuesto. Pero esa tarde, lo vi. Un cántaro que me miraba como increpándome, con sus brazos en jarra, ostentando un poderoso sireno, sí, un ser con cuerpo de sirena pero con cabeza de hombre barbado, rodeado de peces como en danza. Claramente una escena de algún dios griego sosteniendo en su boca una gran caracola y, flotando a su lado, una guirnalda de rústicos corazones como dibujados por un niño, tan diferentes éstos del resto de una representación digna de un dios que domina el oleaje de los mares. Por supuesto, lo busqué en internet; Tritón, que, para mí, estaba jugando con las olas y los peces, o tal vez aturdiendo gigantes con su enorme concha para espantarlos.

Me tomé un tiempo observándolo, jamás lo había visto antes en el vivero. No tenía ninguna planta, no era una maceta. Era como una figura materna, esperando con sus brazos en jarra y el pecho henchido de regaños acumulados.

Creía que era un cántaro. Consulté. El vendedor se refirió a ella como ánfora, más específicamente como un ánfora etrusca. ‘Un ánfora etrusca’, me dijo, como si todo el mundo lo supiera. Ese nombre reverberó en mi pecho, la boca de mi estómago y el corazón. Respiré hondo.

Un recipiente de barro de esas dimensiones no parecía tan difícil de llevar, no lo dudé y pregunté su precio. Lo valía. Más de medio sueldo. Me iba a doler. Jamás compro algo por simple impulso pero ella me obligó.

Algo iba a hacer. No parecía tan pesada.

El vendedor me ayudó a subirla al baúl. Mientras tanto, yo ya la visualizaba entre los pinos, o en la galería interponiendo su cuerpo entre dos columnas, como Hércules, pero no era tan grande. Pensé en construir una glorieta, colocarla en medio de ella como el centro de atención, un punto focal. Me di cuenta de mi escasa capacidad estética para la decoración. Me pregunté para qué la había comprado.

Llegué a casa. Luis había tenido que viajar de urgencia ese día por la mañana y estaba sola. Me las arreglé para bajar el ánfora del auto y entrarla a casa hasta el recibidor. No la iba a dejar en la entrada, podía rodarla porque tenía una base redonda lo suficientemente amplia y estable, y eso me facilitó trasladarla. Cerré la puerta y ahí estaba, increpándome. Las dos nos miramos con la misma postura, ella algo más baja y panzona que yo. Pensé que si estaba entre plantas cuando la compré, debía continuar así en mi terreno. La dejé ahí, esperando, y salí al patio.

Y mi patio es lo que es. Soy una persona que no tiene habilidades especiales para el cultivo. Mucho menos para mantener hermoso y fresco un jardín que coloree mi frustrado vergel. Me olvido de regar. Las plantas que crecen son las sobrevivientes a mi catastrófica jardinería. Tampoco tengo mucha idea de qué flores podría combinar o qué arbustos delimitarían espacios ya que hay un buen terreno para disfrutar. Lo que existe está por la lluvia generosa o porque no necesitan más cuidados que tener tierra a mano. Sin embargo, hay verde. Hay césped, unos pinos, una lavanda, dos romeros y porfiadas achiras de flores rojas que desaparecen en invierno pero vuelven, siempre vuelven; todo eso a puro deseo de vivir. Y lo agradezco.

Para qué la había comprado. Qué extraño hechizo me llevó a un gasto inesperado. Decidí descansar. Me sentía agobiada todavía por las presiones del trabajo, pensaba en Luis aunque sabía que ya estaba en su destino, siempre me preocupo; él es mi cable a tierra, un tipo racional y comprensivo. Me puse las lágrimas, los ojos arenosos me lo recordaron. Descansar. Necesito descansar.

Preparé el mate, las Pitusas de chocolate, las piernas en alto y la cabeza tratando de evadir el ronrroneo de mis pensamientos, que amasan como un gato mimoso mi cerebro y me clava las garras. Lloré demasiado en mi vida. Un día juré que no lloraría más, no solamente por la molesta hinchazón de párpados, la rinitis que me cierra la nariz, los mocos insolentes o el hipo insoportable. Estaba desperdiciando mis lágrimas por tantas cosas que no podía cambiar. Básicamente, por mi dolorosa manera de amar, exiliándome de mí. En aquel momento, fue cuando decidí qué iba a hacer con mi ánfora.

No habría sido lo mismo un balde plástico o algún cacharro abollado; sí, hubiese sido mi estilo, no lo niego. Sin embargo, saqué trabajosamente el ánfora a la galería que da al patio porque pensé que era un excelente recipiente para acumular agua de lluvia. Agua límpida, impoluta, inodora, pura. El ánfora, con su casi metro y medio de alto y su base estable, soportaría el peso del agua; y yo tendría la posibilidad de dejar de sentir culpa por usar agua de red para el riego del césped y las plantas; aunque, claramente, tampoco es que lo hiciese muy a menudo. Sería cosa de empezar de una buena vez en serio, con convicción, aprendiendo. Regar en épocas de zozobra, hacer lo necesario para que todo reverdezca, es un buen comienzo.

Calculé, a pesar de mi ignorancia respecto a la alfarería, que, al ser de barro, la lluvia y el sol la iban a deteriorar pronto; así que cada vez que el cielo amenazaba, rodaba el ánfora desde la galería hasta dejarla a la intemperie. Quedaba ahí, bajo la posibilidad del chaparrón, enojada ella, siempre mirándome; pero yo la manipulaba a mi antojo, bueno, en realidad, a los designios del clima y de la resistencia de mis lumbares.

Luis me observaba, se ofrecía a ayudarme para trasladarla cuando me veía abrazarla, girarla demorada y trabajosamente cada vez que se acercaba un nubarrón. Yo me negaba sistemáticamente. ¿Acaso él pensaba que no tenía fuerza suficiente?, ¿acaso él me subestimaba?, ¿acaso él me percibía débil, acaso la fuerza me flaqueaba? Acaso sacaba el ánfora cuando mi pecho se cerraba, cuando mi garganta ardía, cuando la boca del estómago me apretaba. Acaso aquel llanto que juré no derramar. Acaso.

El primer chubasco coló algunas gotas por su boca forzosamente dispuesta, las recibió con un sonido seco, como una garganta seca siente el primer ardor de un trago reparador.

Al fin, una noche se desató una tormenta digna de Tritón, que ya estaba en su mar. El ánfora vomitaba. Estaba demasiado llena como para seguir el ritual de ponerla bajo techo y dejarla a la intemperie. Sentí el impulso de salir a buscarla, a pesar de la amenaza del granizo y la posibilidad de una lumbalgia; pero la pedrea se me adelantó. Dentro de mí resonó la caracola, con una cacofonía digna para el espanto de esos gigantes que amenazan la calma del navegante.

Luis me vio. Luis me detuvo. Luis me abrazó. Sólo me abrazó, con ternura. Y yo lo abracé. Me quedé con él, debajo del techo. Desde ahí miré, azorada, los destrozos del ritual.

De esto, han pasado algunos años.

Mi jardín sigue subsistiendo, riego lo necesario. No me importa si el césped está verdísimo, me importa que esté como es. Cuando llueve pongo un balde y un par de ollas debajo de los desagües de las canaletas, pero uso el agua para lavarme el pelo.

Luis me ayudó a pegar los pedazos del ánfora. La verdad, como objeto decorativo, es un buen punto focal ahí, tumbada entre las achiras y rebosante de lavanda.

lunes, 6 de enero de 2014

La caída del príncipe

¿Qué hace ese cuerpo tirado en el patio de mi casa? Un cuerpo, como estampado boca abajo, en el césped que debería estar cortado prolijamente. Desde el paño fijo de vidrio del comedor, que da al fondo, veo el bulto alargado, no muy voluminoso, de costado.
Cuatro de la tarde. Enero. Afuera, calor y sol pleno; adentro, aire acondicionado. El perro está adentro, la perra también, los dos patas para arriba sobre la frescura de las baldosas. Ninguno ladró o no los escuché.
La puerta la dejo cerrada.
Parece que tiene puesto un sacón azul, aunque está tan cubierto de polvo que de un primer vistazo se me hizo marrón. Desde acá veo un detalle dorado en el hombro, una estrella como una charretera; un dorado acorde al color de su cabello enrulado.
Por el frente no entró, estoy segura, es imposible que hubiese podido entrar sin forzar la puerta, sin pasar a mi lado. En realidad parece como si hubiese saltado el alambrado pero con tan mala suerte -o poca destreza- de tropezar y caer de cara al piso. Pero todo está intacto, en su lugar de siempre, nada roto ni afuera ni adentro.
Si lo dejo ahí y está muerto va a empezar a hacer olor. Si está vivo se va a deshidratar. No sé si lo que quedó abajo de la cabeza es una estola, algo de piel que le rodea el cuello como una cola de zorro.
No se mueve.
Si no está muerto, lo parece. La gata maúlla, me mira, me busca. También está adentro; como el perro, como la perra, como yo.
Parece que es muy delgado, liviano. Podría ser un chico alto, un adolescente. Podría ser una chica alta, una adolescente de cabello corto, enrulado y gualdo.
Veo una soga como un rayo de sol vivo que pende del cielo. En la punta tiene un abultamiento con dos púas. Aunque ajustando la vista, parece una cabeza de serpiente. Se mueve como serpiente. Me mira como tal. Abre la boca, me muestra los colmillos y los clava en la caña de una de las botas a la altura del tobillo, y como si se tratara de esos juegos mecánicos que atrapan muñecos del fondo de un cubo transparente, lo sube, cabeza abajo, brazos colgando, del tapado azul se desprende el polvo y le tapa la cabeza cuando se da vuelta. La cola peluda, la estola o lo que sea la tiene colgando del cuello. Lo pierdo del campo visual.
Me animo a salir. Miro al cielo, el sol a pleno todavía, el calor marea. En el patio quedó como un pozo, no muy profundo. Y una rosa -yo no tengo rosal- aplastada. Vaya una a saber qué pasó.

viernes, 22 de noviembre de 2013

A dónde se fueron

Pienso -a veces sería bueno no pensar tanto, tan adentro, no sé si profundo: adentro- que, tengo tanta gente por esta zona a la que le debo tanto: tanta compañía, tanta ayuda, tantas risas, tanto conocimiento, tanto arte, tanto mano a mano, tanta emoción. Y pienso que, en esta forma de conectarse, el encierro en uno mismo puede derivar en distintos modos de percibir una ausencia. He visto grandes alegrías y enormísimas tristezas compartidas y no he comentado nada; las sentí mucho, muchísimo. Pero no pude entregar palabras para todo eso. Por el momento, se me fueron muchas palabras. Las estoy buscando. Me pregunto, como Silvio Rodriguez se pregunta ¿a dónde van? Me pregunto también si actuar como uno siente está mal, y sólo me respondo que, si hace daño es porque tenemos distintos modos de actuar, de accionar, de reaccionar. Ante el silencio o la ausencia uno percibe que el silente ignora o no reacciona. A veces un silente no se comunica porque, encerrado en emociones que lo trascienden -sin que sean fatalidades, no es necesario que lo sean- está buscando un equilibrio, un balance, una llanura necesaria, unas palabras que andan huyendo y todavía no sabe a dónde se fueron.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Quilmes

No dar a conocer un texto nuevo es algo que hasta ahora no había vuelto a experimentar desde que era adolescente, cuando el diario no se lo leía ni se lo dejaba leer a nadie: a nadie. Ahora ando un poco en eso. Un poco. Lo cuelgo acá porque sería extraño recibir visitas interesadas en lo que escribo. Podrán entrar accidentalmente buscando otra cosa relacionada o no. Y bue. Como creo en la sincronicidad de los hechos, algún sincrónico hurgará por estos rincones aburridos y tontos, o tal vez alguien descubra el interlineado que tanto dice. Dice de vos. Porque dicen que quien lee como producto de una búsqueda azarosa tal vez encuentre esas palabras que lo identifican o que necesitaba leer en el preciso momento del encuentro -que no lo da Quilmes-.

sábado, 19 de octubre de 2013

Translúcida

Me gusta ser un fantasma -algún día todos lo somos (sí somos, no seremos: somos)-. Hoy me gusta ser un fantasma vivo, translúcido. Paso por entre la gente y los observo y conservo algunas imágenes que me recuerden quien fui. Siempre fui. Siempre cambio. Algunas cosas cambio. Priorizo tal vez, por si alguno se pregunta por qué. Todos priorizamos y no necesariamente en la urgencia. Aunque el límite ya lo sabemos: el tiempo es un tirano, sin dudas. El cuerpo también. Y la mente.

sábado, 31 de agosto de 2013

Poesalabra

Usamos las palabras como la silueta que se dibuja a lápiz, en una pared, siguiendo el borde de la sombra proyectada de cualquier cuerpo. La palabra siempre es ausencia. Con la palabra se aproxima el tiempo y la distancia. Con la palabra acarreamos.
La poesía abre el contacto directo con lo que se observa, no es la silueta remarcada de una sombra: es el lápiz, es la pared, es el cuerpo y la misma sombra.
Con la poesía todo está ahí, dicho y no dicho, como en un sueño o en un lapsus; como la música, como un Aleph.

sábado, 27 de julio de 2013

Huellas

Salgo a la calle y me miro los pies. Temo haber salido descalza. A veces no sé si de verdad estoy despierta.