martes, 17 de mayo de 2011

La Negra de blanco.

“Fátima recuerda que la mutilación se hace a las niñas desde que son bebés hasta que cumplen los 14 años. ‘Se justifica diciendo que es más higiénico. Pero en el fondo, se quiere dominar a la mujer y someter su cuerpo. Los hombres creen que, como no experimentan placer con las relaciones sexuales, no les serán infieles’, añade Fátima Djarra (…) ‘hay niñas que mueren desangradas o de infecciones tras una mutilación genital…”
Fragmento del artículo: ‘Contra la mutilación genital femenina’, Publicado en el Diario de Navarra
Autora: Sonsoles Echavarren.
En: http://mugakmed.efaber.net/noticias/noticia/273453



La morocha entró al boliche, y se paralizó cuanto personaje estaba dentro, en frenética danza ochentosa, pero fuera de tiempo, es decir, en uno de esos encuentros retro.

En nuestra zona, no hay muchas personas con un color de piel tan oscuro y de tal brillo azulado, de aspecto sabroso, de higo maduro almibarado. Toda esa sombra vestida de blanco, jamás imaginé que el blanco fuese tan blanco y el negro tan negro bajo las luces de la pista de baile, la luz violeta no dejaba nada a la imaginación. Todo estaba ahí, debajo de la minifalda blanca y la mínima camisa corta a la cintura. No sé si estaba a la moda, tampoco creo que a nadie le hubiese importado, excepto a algunas de las mujeres que trataban de hacer reaccionar a sus parejas con mil y una tretas conocidas: Desde codazos, patadas en los tobillos y hasta pellizcos y golpes de puño disimulados.

Los ochentosos ronroneaban frente a una pantera, auténtica belleza africana de largos cabellos en infinitas hebras trenzadas.

Evidentemente acostumbrada a las miradas indisimuladas, a las bocas entreabiertas, babeantes, rostros desfigurados frente al asombro y la libido peleando por ganar lugar; penetró por la puerta como si nada. La gente le abría camino a su paso seguro y cadencioso, caderas sin delay, firmes glúteos, tensos pechos en su sitio, sin siliconar, eso se notaba, no tenía corpiño.

Una sonrisa de dientes blanquísimos, acentuados por la oscuridad de su rostro que, sin ser armónico, era impresionantemente personal e intrigante. Ojos de cristal de Murano, negros sus iris, demasiado enormes tal vez, como su frente despejada y su nariz ancha rematada en alubia.

Si me piden que diga algo más, era bella; y lo sabía. Era un extraño espécimen en el sitio correcto para provocar revuelo, riñas, celos, envidias.

Su pareja venía detrás de ella. A la altura del busto de la morocha, aparecía el hombrecito, de aspecto desgarbado, traje blanco, sombrero blanco, zapatos blancos… y no es por repetir no más, era demasiado blanco, hasta él mismo era blanco. Su pelo, blanco; las medias no se le veían porque el pantalón le cubría muy por debajo de los tobillos y se le arrugaba al llegar al piso. Sus ojos, casi transparentes, de un celeste tan pálido que parecían blancos. Un empresario de la noche, de costumbres extrañas, afecto a los viajes a sitios extraños y de riesgo; en esta ciudad casi escondida del mundo, se desempeñaba como empresario nocturno. La cosa era que impactaba verlos llegar: Ella, por su belleza exótica y él, por él mismo.

La música estridente continuaba pero la gente parecía escuchar otra cosa. Los hombres, los insultos de sus mujeres y las mujeres, los comentarios calientes de los hombres. ¿Qué hacían allí esos dos? O esos cinco, porque estaban acompañados por tres guardaespaldas que, detrás de ellos, por supuesto, formaban una barrera negra infranqueable; de una altura inaccesible y un ancho Peuchele.

¿Era su pareja el tipejo blanco? ¿Tan pequeñito y, aparentemente, poderoso? Sí, lo era.

A medida que el impacto iba cesando, el ánimo de la gente volvió a sacudirse con la música de los ochenta, pero; imposible de olvidar esa imagen, algunos hombres y mujeres seguían con la mirada los movimientos del quinteto, encabezado por la negra, secundado por el blanco y cerrando el grupo, los tres Peucheles de gran estatura.

Ella quiso bailar, él se sometió a sus encantos y quedó con su rostro perdido entre los senos de la escultura de carbonilla y ónix. La abrazó y las manos quedaron debajo de sus budines recién horneados, levados en el punto justo.

El morocho apareció de entre las luces enceguecedoras, vestido de negro, nadie lo vio entrar excepto algunas mujeres solas y desoladas a las que nadie invitaba a bailar. Negro muy negro, también azulado como ella y casi tan bello y escultural. Pero no duró mucho sin ser visto cuando se detuvo, cerca de donde estaba la pareja danzando, lentamente, un tema de Kiss. El trío letal, dio media vuelta hacia él, que tenía los ojos desorbitados y enrojecidos, y no lo vieron moverse siquiera. Fue rápido, muy rápido al lanzar el cuchillo que brilló en su trayecto hacia la pareja feliz. Por sobre el hombro blanco del hombrecito, brotaba el flujo escarlata tibio, de la morocha de ébano, de carbón, de barro, de cenizas.

Se dobló la negra, que al polvo volvió sin más que decir. Y el negro se clavó un puñal en el cuello, mientras los tres peucheles se le tiraban encima, y en pocos minutos, tampoco tuvo más que decir. Y nadie entendió nada. Las mujeres gritaban y los hombres las consolaban y les tapaban los ojos, pero todos miraban.

El hombrecito, atrapado entre los brazos de la moribunda que se volvían a aferrar a él, como a la vida,  dejó de escuchar la música cuando quedó tendido, debajo de ella, bajo el peso de su cuerpo; y, con el rostro entre los pechos, no pudo respirar. Los inútiles peucheles no lo vieron y el pequeño cuerpo débil, de escasa resistencia, se ahogó en las antiguas montañas, en la ancestral sabana, perdido, corriendo nuevamente con ella a través de bosques, huyendo de una tribu que a gritos quería mutilarla.

Y nadie sabía nada.