sábado, 2 de julio de 2011

Arribo

La ruta se cerraba frente a nosotros a medida que avanzábamos en un sitio desconocido. La noche cambia el paisaje, lo circunscribe a un pedacito de yuyos que enmarcan el cemento del camino, apenas iluminado por las luces de auto. La lluvia, no paraba de hacer su trabajo y él, seguro de su habilidad y de su vehículo, conducía con suma precaución. Sé conducir, por eso puedo decir que lo hizo muy bien; de hecho, llegamos a la hora prevista, sin mayores sobresaltos que los míos, tal vez, por esa oscuridad que no me permitía ver más que hacia adelante, un poco más allá del capot del auto.


Sin embargo, cuando pude despegar la vista del camino, que parecía una pasarela al infierno, llena de carteles luminiscentes que indicaban curvas, contra curvas y caminos sinuosos, con paredes de rocas que se pegaban a mi ventanilla y luego se abrían en una negrura insondable, literalmente; aparecieron a lo lejos, unas pequeñísimas lucecitas agrupadas hacia abajo, como una galaxia con nombre cordobés, que pintaron el cielo en la tierra; aunque ya no sabíamos si era arriba o abajo hacia donde estábamos mirando. Sin saberlo, llegaríamos a Andrómeda.

Nos recibió la más blindada noche, se detuvo el motor del auto, en un silencio cortajeado por gotas de lluvia; y menos mal que así fue, porque esa ausencia de sonidos, hiere mis oidos desacostumbrados a su imponencia.