viernes, 27 de julio de 2012

El poder del final en las novelas.

Con afecto, para Pedro, Reina, Patricia, Sabrina y Gerardo; quienes 
han demostrado que se puede ver más allá
a través de los ojos y el corazón de los indigentes.

Vamos a tratar de compartir una de las técnicas que pueden usarse para escribir una historia. Para esto, no tanto es el tema lo que llama la atención muchas veces sino la manera en que se cuenta. Casi todos conocemos por ejemplo los cuentos de Landriscina, que genera el humor en su modo de contar las historias y no tanto el tema, incluso el remate llega a ser simplemente una especie de cierre sin gran sorpresa, tal vez hasta ingenuo.
Pero existen casos en que lo que se cuenta es lo más importante y no pasa por la forma entonces sino por el contenido. Un acontecimiento importante que puede ser tratado como información en un momento, puede transformarse en una novela con el paso del tiempo. Esto depende del final. El final es lo más importante. Cuando ese final está ya dado por simple deducción y es posible hasta adivinarlo, no sirve de mucho. A esa historia con final cantado habrá que adornarla para que al menos sea placentero seguir la trama. Pero será como una de esas historias de todos los días que no nos sacan de la realidad y no nos dejan soñar, ni pensar que la vida puede sorprendernos con dramas de finales felices, como esas películas políticamente correctas de Hollywood. Cerrás el libro pensando en que el final podría haber sido otro. A veces queremos finales felices, aunque sea en la ficción.
Se me ocurre que podría pensar en algunos elementos que ayudarían a armar una novela. Pido que presten atención, porque cualquier parecido con la realidad, a veces no es coincidencia.
Personajes: Un hombre indigente y enfermo. Una perrita que es su compañera. Algunas almas sensibles. Funcionarios públicos.
Una atmósfera: La intemperie, la soledad, el desamparo, la indiferencia, la amistad. Un clima: Calor y frío, lluvias y vientos, legalidad y humanidad.
Temporalización: La actualidad.
Ubicación geográfica: Nuestra ciudad, Granadero Baigorria.
Conflicto: Una decisión.
Acá hay suficiente material para una novela. Porque esto que podría novelarse -si la escribiese alguien que supiese hacerlo- está basado en hechos reales, y el final hasta el momento está cantado, es previsible, es el que sucede cotidianamente, a menos que algo suceda que indique que habrá esperanzas de un final diferente que nos deje al menos algo de esperanza al cerrar el libro, o al menos un sabor no tan amargo.
Pero al menos podemos imaginar un final. Podemos, sí, porque nada nos impide imaginar; ni siquiera cuando se basa en hechos reales duros, que permiten adivinar el peor de los desenlaces. Permitámonos imaginar que a ese hombre enfermo, un indigente, un excluido del sistema, que en un momento de su vida encuentra a una familia del corazón que lo saca de la calle, a él y a su compañera fiel, esa perrita que le dio calor y compañía sin ningún interés más que su afecto, porque él no tiene más que su destino callejero, un colchón y una caja de vino que le permite escaparse de la soledad, de la indiferencia, del frío implacable que atraviesa cada agujero de su frazada y de su alma. Un hombre cuyo valor como ser humano es rescatado como en un sueño cumplido sin necesidad de ser parte de un show mediático. A puro remo y pulmón. Solamente porque una de esas almas sensibles supo verlo, pudo atravesar lo que el resto de la sociedad no puede por rechazo. Porque la sociedad perfumada, limpia y con acceso a pastillas para no pensar, rechaza el olor, la mugre y el vino barato. Porque la sociedad de mascotas documentadas rechaza a una perra sucia y callejera. Porque la sociedad nos alimenta con prejuicios, nos venda los ojos y nos paraliza con el pensamiento de que no se puede luchar contra el sistema que produce la exclusión. Pero cada uno desde su lugar, puede hacer algo.
Como decía, permitámonos imaginar, sí, sigamos con una comparación más cercana que nos permita llegar al alma del lector de esta novela. Imaginemos que ese hombre fue ese chico que nadie adoptó en el orfanato donde quedó abandonado, cuidado por el sistema, y al ir creciendo no tuvo mayores oportunidades en su vida que la de vivir de changas hasta que envejeció, enfermó y ya no tuvo más alternativa que mendigar. Porque la marginación, suele terminar en exclusión, no son lo mismo. Ese indigente, al principio tenía algo de ropa limpia, podía higienizarse y ofrecerse para hacer algún trabajo, mientras pudo pagar un lugar barato para tener un baño y agua. Cuando quedó en la calle, el tiempo y el rechazo hizo lo suyo. La sociedad políticamente correcta lo llama excluido, para catalogarlo de alguna manera que lo “integre” al sistema como una categoría de persona.
Como decía, ¿quién le daría trabajo a un hombre que no va bien vestido o limpio al menos? Bueno, ese joven fue adulto y ese anciano en la más abyecta indigencia y enfermo, en el tramo final de su vida encuentra a esta familia del corazón que lo rescata, lo ayuda a tratar su enfermedad, le da afecto sin perder de vista que lo único que tiene propio, cercano y fiel desde antes de conocerlos a ellos es su perra. Un referente de su valor como persona que a pesar de su absoluta carencia de todo, podía alimentarla, cuidarla y darle afecto y compañía. Ella agradecida. Ella es de él. Ella sobrevive por él. Eso lo hace sentir que cada día tiene una meta: vivir para que ella no quede sola. Los dos callejeros. Con el sol a cuestas, como lo describió Alberto Cortez en su canción. No es una mascota, es una razón de vivir a pesar de todo.
Entonces, lo que tenemos hasta este momento es que ambos son rescatados por una familia del corazón luego de años de una vida entera de soledad y desamparo.
Y acá aparece el detonante del conflicto: Al indigente que está hospitalizado, aún estando en tratamiento, se le informa que tiene una grave enfermedad y que la directiva de la asistencia social es internarlo en un geriátrico estatal pero se lo van a llevar lejos del lugar donde está contenido por el afecto de esas almas sensibles y de su fiel compañera, su perrita. ¿Será demasiado dramático para el conflicto? ¿Muy cursi para una novela? Bueno, como lo trabajamos sobre un hecho real, en esto nos ajustamos a la realidad de los acontecimientos. Su familia del corazón no podrá cuidarlo a donde lo llevan y tampoco él podrá ver más a su perrita. Parece un castigo más del destino.
¿Aparecerá el dilema moral en esta situación? El funcionario, ¿se ajustará a la ley de no dejarlo abandonado en cuestión de salud física solamente, para cumplir con su función burocrática o escuchará los desesperados pedidos de su familia del corazón para que no los aleje de ellos, la primera familia que encuentra en su vida, ya cerca de su muerte?
La decisión hoy está tomada y el final cantado es que el viejo indigente terminará sus días solo, internado en un geriátrico paupérrimo donde no conoce a nadie, donde será un pobre viejo enfermo más, una de tantas historias más de desamparo emocional y soledad –teniendo quienes sufren por él y sienten la impotencia del poder burocrático-. Será uno más de esos pobres ancianos que completará una planilla y una estadística, un número, separado de sus afectos. Será un final en donde el protagonista muere sin nadie que le sostenga la mirada y la mano, y le diga “te vamos a extrañar”.
No es un final de novela realmente. En lo personal prefiero imaginar que ese final puede ser otro más esperanzador. Imagino que el funcionario elige concederle a ese hombre la posibilidad de pasar sus últimos tiempos rodeado del afecto de esa familia no biológica que lo eligió, de esas almas sensibles y generosas y de su fiel perrita. Porque eso es lo único que tiene. Porque la vida lo consoló regalándole un final más humano que nadie tiene el derecho de robarle. Que pueda irse en paz, sabiendo que su Reina está en las mejores manos.
Si tuvieses vos la decisión en tu poder: ¿Qué final le darías a esta futura novela?

martes, 17 de julio de 2012

Ruido

No hay silencio,
es inevitable
salvo en el vacío
pero allí
no sobrevivo.



jueves, 12 de julio de 2012

XX (equis, equis) Cuando no llama, no llama. Punto.

Leí por ahí una pregunta cuya respuesta está en un libro que alguna vez quizás lea, pero la pregunta es: ¿Por qué los hombres dejan de llamar?
Vaya pregunta. Es uno de los cuestionamientos que deberíamos desterrar de nuestra lista de dudas. Si no llama; no llama, y ya dejemos de pensar en el por qué, simplemente deberá dejar de existir en nuestra memoria. Nunca existió. Jamás lo vimos antes. Nunca lo conocimos. En lugar de ponernos a leer sobre qué es lo que estamos haciendo mal para que de pronto pierdan nuestro número, cargándonos de culpa siempre por ser tan idiotas, pongámonos en marcha para ser quienes somos hasta que aparezca el hombre adecuado. Siempre hay un zapato de cristal para tu piecito, pero no un príncipe que te lo ponga. ¿No llamó?, borralo de la agenda cuando pasen unos días y sepas que no se accidentó o que haya estado enfermo, aunque también podría haberte avisado, a menos que haya sido algo oprobioso como haber estado con diarreas y haya tenido cierto prurito en contarte el problema dado que todavía no tenían demasiada confianza.
En fin. A menos que en cada cita anterior le hayas hablado de tu colonoscopía, o de tu prolapso, o de la menopausia, o le hayas dicho que cada vez que menstruás te baja a chorros; si no te vuelve a llamar suena lógico y es más, lo felicito al chabón, flaca y gordi; hay otros temas aparte de las enfermedades, la mala suerte que tenés para conseguir un novio, tus ex novios o maridos o tu madre. Si tus temas no fueron esos, o tal vez tampoco lo fueron los problemas que tenés con tus hijos, en el laburo, y esas cosas que nadie va a solucionar en una cita por placer; si no te vuelve a llamar es porque no quiere y porque tal vez también sea hora de decir nosotras el "te llamo" o "nos hablamos".
Con el celular encendido todo el tiempo, incluso cuando te estás bañando lo tenés pegado ahí cerca por si te llama, estás generando una energía que le indica al otro la desesperación y la angustia por la espera; créase o no, eso no te sirve. Olvidate. Dejalo que sea lo que sea o lo llamás vos para sugerirle la salida. Por ejemplo, podés decirle que estabas esperando que llamara pero como no lo hizo querés saber si tiene intenciones de salir porque querés arreglar algo vos con otra persona en el caso que él no pueda. Cosa que ha de ser cierta, mi querida congénere; así que ¡despabilate!, que no es bueno tenerle la vela a nadie porque la cera que se derrite en tus manos te termina quemando.

domingo, 8 de julio de 2012

El peso de estar consciente (Parte 1)

Tenía una picadura en la yema del dedo índice de su mano derecha, tal vez por ser su mano hábil lo había notado tempranamente. Si algo lo rozaba le ardía un poco, nada de cuidado al parecer, pero no tenía idea del momento o con qué se había pinchado, o si un insecto había dejado su ponzoña allí. Trató de continuar escribiendo pero cuando presionaba la n, la h, la u o la y, le ardía bastante y el color de la zona comenzó a hacerse más intenso, un rosado oscuro, y también le latía un poco. Miró alrededor de la PC, todo estaba limpio, sin telas de arañas debajo del escritorio descartó la idea de que hubiese sido la no muy feliz reacción de una pequeña araña. Se miró el dedo, se estaba hinchando. Se sacó el anillo antes que se le incrustara en la carne, y por las dudas se los quitó a todos, incluso la alianza y el cintillo de su madre que los había arrojado a la basura esa tarde, cuando la visitó para contarle que su separación era un hecho. La basura... Tal vez cuando removió los residuos se pinchó con algo sin darse cuenta.
La hinchazón se detuvo cuando el dedo adquirió la forma de una salchicha de viena y los latidos aumentaban, pero no veía ninguna línea de infección. Se sintió mareada. Poco tiempo había pasado entre el primer ardor y la inflamación así que ni siquiera había podido ir a un médico para que la viese. Así ocurrió el primer desmayo.
Se despertó al cabo de unas horas, no sentía dolor, el dedo se había desinflamado y todo había vuelto a la normalidad, excepto por un pequeño punto rojo en la yema, en medio de su huella dactilar. Sentía sed, la garganta le raspaba pidiendo algo para lubricarse. Se dirigió a la cocina y, de camino, vio que debajo de la puerta de entrada había un papel con una nota escrita, desprolija; alguien había estado llamando y dejó un mensaje para ella que, por supuesto, ni se había enterado que llamaban. "Vine, espero que tengas una buena excusa para no atenderme ni siquiera al teléfono." Eso era todo y era demasiado. Había arreglado un malentendido con su pareja, él volvía y ella no lo supo sino hasta un tiempo después, hasta ese momento en que tendría que volver a arreglar las cosas. No entendió la letra, pero supuso que era de Javier, reconoció la hoja arrancada de su anotador.
Tomó el teléfono y buscó en la agenda, buscaba y buscaba y no podía encontrar el nombre de Javier, en realidad lo había pasado varias veces pero parecía no reconocerlo. Pensó que accidentalmente podría haberlo borrado, pero insistió en la búsqueda y nada. Veía una lista, era efectivamente un listado de nombres, sabía que eso era lo que buscaba en la agenda, si embargo, no lograba reconocer a ninguno. Eran letras, abreviaturas, pero no podía leerlas. ¿Qué carajo...?, pensó y un acto reflejo le hizo caer el celular que quedó desarmado en el piso. Se llevó las manos a la cabeza peinando su pelo hacia atrás y mirando como sin mirar hacia las paredes, el techo y el desarmado aparato en el suelo.
La garganta le seguía pidiendo líquido, fue hacia la heladera, sacó una botella plástica y tomó del pico, una costumbre que había adquirido al vivir sola tanto tiempo, algo que Javier le reprochaba siempre. Se sintió aliviada por recordar eso, recordaba todo eso, miró la etiqueta. Por el sabor, era su gaseosa favorita, por el envase, por el color, por la forma del logo, pero las letras... La desesperación comenzó a ganarle terreno, las manos le temblaban y sudaba frío. Intentó calmarse porque estaba sola y sin teléfono. Tal vez si lo armaba de nuevo podría usarlo para llamar ¿a quién?, trató de recordar el número de emergencias y tampoco pudo. El segundo desmayo sobrevino de a poco, se le aflojaron las piernas y cayó desvanecida en la cocina, al lado de la heladera que quedó con la puerta abierta y la botella rodó volcando el resto de su contenido lo que duró el recorrido.
Se despertó nuevamente. Se sentía agotada, pesada, no podía levantarse. Intentó moverse inútilmente. Estaba paralizada. ¿Qué me pasa? Se decía una y otra vez, pensaba en qué pudo haberle ocasionado esos tremendos síntomas y ahora la parálisis. Intentó poner en movimiento algún músculo, hacía fuerza con su sola voluntad y de nada le sirvió. Los ojos abiertos parpadeaban en su simple y natural acto reflejo, y pudo ver desde el suelo, porque la cabeza había quedado girada hacia la puerta de entrada, cuando al cabo de no sabía muy bien por cuánto tiempo de estar en ese estado, Javier le deslizaba otra nota luego de llamar inútilmente; lo identificó por sus zapatos. Estaba todo perdido. Quiso gritar, quiso llorar, quiso hacer algo.
La imagen de esa mujer, inmóvil, en el suelo, con sus ojos parpadeando de manera que parecía querer escuchar a sus vecinos del piso inferior, era lo que observaba un vecino voyeur con su telescopio.

¿Continuará?

Hipocondría

Lo que más me aterra es esa confusión que ya acude a mi mente con más avidez de memoria. Día tras día, no solamente los recuerdos sino, además, los conocimientos que he ido adquiriendo, se confunden entre sí tejiendo una maraña de conceptos erróneos tan convincentes para mí misma. Temo, en algún momento, ni siquiera poder expresarlos con palabras adecuadas. La presión en mi cuello, en la nuca... Eso debe ser lo que seguramente está obstruyendo el flujo normal de sangre a mi cerebro, lo que vulgarmente es explicado con una analogía que compara el flujo de sangre por venas y arterias con el agua circulando por una cañería que alimenta un tanque de agua. Si la cañería está estrangulada, el agua no llega al tanque. Simple. Prefiero tomarlo con cierto humor, ya tendré tiempo para no entender nada más y para que tampoco los demás puedan entenderme a mí. Podría ser falta de oxígeno, o descanso, o estrés, o un desgaste de mis neuronas, o tal vez emocional. Podrían ser muchas cosas, pero no quiero saberlo; lo que ha de ser será y no me enteraré de todos modos. Las cosas son así. Peor sería estar completamente lúcida, totalmente impedida de movimientos y sostenida con vida artificialmente. Eso no es vida, eso es un oprobio.
Lo bueno de darme cuenta de que esto me está sucediendo es que voy preparando todo lo que puedo y considero que será necesario para cuando sea una persona con un cerebro inutilizable, inútil en sus funciones volitivas y solamente funcional para lo vital. De manera que sin saberlo tal vez me escape, me ría, llore o me haga encima y no me entere de nada. Tal vez mi hija me diga mamá y yo no la conozca y ni siquiera sienta en el corazón que es ella. Y ahí nos daremos cuenta que el corazón y la razón sí van ligados. Eso me duele ahora, a ella le dolerá después. Ser un cuerpo y no ser ya la persona.
Entre las cosas que voy preparando hay cartas, archivos de texto como documentos de Word porque no sé manejar bien los PDF, algunas dejando claramente explicitados mis sentimientos puntuales para cada persona de la que deberé despedirme antes de dejar de ser yo, eso es lo más importante, para que cuando no los reconozca no se sientan tan mal; otras revelarán a mi hija las contraseñas y los papeles que tiene que conservar para acceder a mis derechos registrados como autora, que ahora no valen un céntimo pero cuando me muera, tendrán el valor post mortem que ella sepa manejar. Y no tengo nada más, pero es mucho, es muchísimo porque lo que he escrito es algo que no todos han tenido la oportunidad de hacer y tampoco han tenido la caradurez suficiente de anotarlo y dejarlo como depósito en custodia por las dudas. Lo que llevo escrito es el más grande y enorme tesoro que por ahora comparto con pocas personas y lo irónico de todo esto es que mi hija, mi única heredera, ni siquiera me ha leído; porque me tiene al lado, claro. Para qué leerme si me sufre a diario y, tal como a mis textos, no me entiende. Y tiene razón. Los que hoy me leen tal vez lo hagan de puro compromiso, para no hacerme sentir mal; de cualquier manera eso lo valoro, me da vida el solo hecho de ser leída. Es extraño, cobrar vida al ser leída más que siendo escuchada. Tal vez sea por lo efímero del efecto físico de la palabra hablada, instantánea aunque pensada, pero pensada y pasada, dicha y desdicha. Si escuchada depende de la atención del oído y la interpretación del instante del acto de habla -ablación de mi verdadero pensamiento-, si escrita, el soporte la sostendrá el tiempo que el destino les haya signado. Me siento más cómoda escribiendo que hablando, para escribir, efectivamente, debo al menos estar sentada.
Me siento, decía, y ya la veo venir a la desmemoria por lo que he leído; recordar nombres, títulos, años, eso es cada vez más complicado, tanto como esas etapas que antes no recordaba y ahora son las que más están presentes, esos episodios o vivencias que no quise sostener todos estos años y se me aparecen como cruces tachando fechas en amarillos calendarios, de esos que detrás tienen frases y santorales.
¡Ah! ¡Me olvidaba! Una carta para mí, aunque no creo que sepa de qué se tratará lo que escriba en ella, pero tendrá la foto de mi hija, desde pequeña hasta el momento en que ya no sepa qué es lo que estoy haciendo, con el nombre detrás; y también alguno de sus primeros dibujos, esos cefalópodos con el ombligo entre los ojos, y palotes y esas primeras oes, tan electrocardiográficamente redondeadas y la A de su inicial, y ella pintada con acuarela -literalmente ella pintada con acuarela, hay una foto de uno de esos días-. Y una foto mía embarazada, tal vez eso me ayude a relacionarla conmigo cuando yo no sea yo.
Tengo miedo de ese momento, aunque sé que no me daré cuenta de nada, habré perdido lo más preciado que ha movilizado mi existencia, habré perdido la memoria de toda mi vida. Lo bueno es que esto quedará escrito, mal o bien, para bien o para mal. Es triste venir dándose cuenta de esto, porque no puedo hacer nada al respecto, solamente dejar un testimonio, más o menos turbio por delante y por detrás de mis eternas gafas, tan molestas y necesarias. Como escribir estas cosas, ahora que estoy sola, que tengo sueño, que me duele tanto el cuello y la nuca y que me doy cuenta de que estoy perdiendo la memoria y mi capacidad de atención y concentración.
Y no sé si soy yo quien escribe, o si son mis antepasados que genéticamente no me abandonan, pero sí sé que soy alguien amado, muy amado, y eso no me reconforta porque voy a hacerlos sufrir cuando los abandone.

domingo, 1 de julio de 2012

Melodía de una antigua soledad




Érase aquella vez un niño a quien le producía un encanto particular el sonido de la guitarra rojiza que su padre solía ejecutar por las tardes, sentado en la galería de su casa de madera rojiza, en aquel pueblo de tierra rojiza donde crecían solamente vegetales prehistóricos, helechos en matas como cascadas y musgos rastreros y afelpados.
Y por aquellos años el niño sentía que podía escalar en  las notas de cada rasguido doble, o saltar sobre los punteos que ese hombre de sombrero de paja, camisa gastada y pantalón de lona raído, pellizcaba o rasguñaba a puro oído y talento propio. Como él mismo aprendería, según le decía su viejo. La única música que conocía aparte de la que salía de ese mágico cuerpo, hueco y encordado, era la de los pájaros del entorno y el agua de la cascada, tan alta y empinada que quebraba el torrente líquido hasta hacerlo trueno y espuma en la laguna, allá abajo.
Un lugar perdido en el monte, desconocido, marginado de la historia; apenas habitado por esas dos almas que vivían del río, del aire y del sol. Respiraban el aliento del raudo caudal sin más necesidades que las de ser felices teniéndose el uno al otro. El niño leía el viento, el curso del sol y de la luna, el rostro de su padre y la laguna. Aquello era su escuela. También lo fue de su padre. Y el niño, que volaba con la suave aspereza de las cuerdas vibrantes, a veces como trinos, a veces como aleteos remontando al cielo, a veces como el aire susurrando en la selva, siempre supo que lo bello se elevaba, porque eso era lo que leía todas las tardes, cuando en la galería se abrían las alas de la música en las manos de su padre.
Una tarde, de esas como todas las demás, la guitarra no sonó, las manos renunciaron a la vida y el niño entendió que su padre debía perseguir esas notas que siempre se iban hacia el cielo, atravesando el aire remontando al viento como las hojas sueltas que se han muerto en invierno.
El hombre hoy entiende, que su soledad de rojos, verdes, cascada y rasguidos se funden en la música que escucha cuando va llegando a la ranchada y siente dentro suyo crecer su instinto frente a una guaina. Sabe, que no puede estar más tiempo en soledad. Lleva la guitarra rojiza a la ranchada rojiza de piso de tierra rojiza y rasga el silencio con sus manos sobre el encordado de ese cuerpo que acaricia como a una mujer, hasta hacerla suspirar.

Noctámbulo gatuno

Muelle su vida
se bebe la noche
-su plateada testigo-
con permiso de mi sueño
y de mi almohada.
Y no le importa la madrugada
a su falso llanto de recién nacido
antes de regresar.
Siempre retorna
con pasos como burbujas,
de brisa,
inesperados
silenciosos
susurrantes, sordos.
Invisible torna, siempre.
Vibrante cariño
que se duerme
tibio nocturno,
luego
aquí conmigo.