Lo que más me aterra es esa confusión que ya acude a mi mente con más avidez de memoria. Día tras día, no solamente los recuerdos sino, además, los conocimientos que he ido adquiriendo, se confunden entre sí tejiendo una maraña de conceptos erróneos tan convincentes para mí misma. Temo, en algún momento, ni siquiera poder expresarlos con palabras adecuadas. La presión en mi cuello, en la nuca... Eso debe ser lo que seguramente está obstruyendo el flujo normal de sangre a mi cerebro, lo que vulgarmente es explicado con una analogía que compara el flujo de sangre por venas y arterias con el agua circulando por una cañería que alimenta un tanque de agua. Si la cañería está estrangulada, el agua no llega al tanque. Simple. Prefiero tomarlo con cierto humor, ya tendré tiempo para no entender nada más y para que tampoco los demás puedan entenderme a mí. Podría ser falta de oxígeno, o descanso, o estrés, o un desgaste de mis neuronas, o tal vez emocional. Podrían ser muchas cosas, pero no quiero saberlo; lo que ha de ser será y no me enteraré de todos modos. Las cosas son así. Peor sería estar completamente lúcida, totalmente impedida de movimientos y sostenida con vida artificialmente. Eso no es vida, eso es un oprobio.
Lo bueno de darme cuenta de que esto me está sucediendo es que voy preparando todo lo que puedo y considero que será necesario para cuando sea una persona con un cerebro inutilizable, inútil en sus funciones volitivas y solamente funcional para lo vital. De manera que sin saberlo tal vez me escape, me ría, llore o me haga encima y no me entere de nada. Tal vez mi hija me diga mamá y yo no la conozca y ni siquiera sienta en el corazón que es ella. Y ahí nos daremos cuenta que el corazón y la razón sí van ligados. Eso me duele ahora, a ella le dolerá después. Ser un cuerpo y no ser ya la persona.
Entre las cosas que voy preparando hay cartas, archivos de texto como documentos de Word porque no sé manejar bien los PDF, algunas dejando claramente explicitados mis sentimientos puntuales para cada persona de la que deberé despedirme antes de dejar de ser yo, eso es lo más importante, para que cuando no los reconozca no se sientan tan mal; otras revelarán a mi hija las contraseñas y los papeles que tiene que conservar para acceder a mis derechos registrados como autora, que ahora no valen un céntimo pero cuando me muera, tendrán el valor post mortem que ella sepa manejar. Y no tengo nada más, pero es mucho, es muchísimo porque lo que he escrito es algo que no todos han tenido la oportunidad de hacer y tampoco han tenido la caradurez suficiente de anotarlo y dejarlo como depósito en custodia por las dudas. Lo que llevo escrito es el más grande y enorme tesoro que por ahora comparto con pocas personas y lo irónico de todo esto es que mi hija, mi única heredera, ni siquiera me ha leído; porque me tiene al lado, claro. Para qué leerme si me sufre a diario y, tal como a mis textos, no me entiende. Y tiene razón. Los que hoy me leen tal vez lo hagan de puro compromiso, para no hacerme sentir mal; de cualquier manera eso lo valoro, me da vida el solo hecho de ser leída. Es extraño, cobrar vida al ser leída más que siendo escuchada. Tal vez sea por lo efímero del efecto físico de la palabra hablada, instantánea aunque pensada, pero pensada y pasada, dicha y desdicha. Si escuchada depende de la atención del oído y la interpretación del instante del acto de habla -ablación de mi verdadero pensamiento-, si escrita, el soporte la sostendrá el tiempo que el destino les haya signado. Me siento más cómoda escribiendo que hablando, para escribir, efectivamente, debo al menos estar sentada.
Me siento, decía, y ya la veo venir a la desmemoria por lo que he leído; recordar nombres, títulos, años, eso es cada vez más complicado, tanto como esas etapas que antes no recordaba y ahora son las que más están presentes, esos episodios o vivencias que no quise sostener todos estos años y se me aparecen como cruces tachando fechas en amarillos calendarios, de esos que detrás tienen frases y santorales.
¡Ah! ¡Me olvidaba! Una carta para mí, aunque no creo que sepa de qué se tratará lo que escriba en ella, pero tendrá la foto de mi hija, desde pequeña hasta el momento en que ya no sepa qué es lo que estoy haciendo, con el nombre detrás; y también alguno de sus primeros dibujos, esos cefalópodos con el ombligo entre los ojos, y palotes y esas primeras oes, tan electrocardiográficamente redondeadas y la A de su inicial, y ella pintada con acuarela -literalmente ella pintada con acuarela, hay una foto de uno de esos días-. Y una foto mía embarazada, tal vez eso me ayude a relacionarla conmigo cuando yo no sea yo.
Tengo miedo de ese momento, aunque sé que no me daré cuenta de nada, habré perdido lo más preciado que ha movilizado mi existencia, habré perdido la memoria de toda mi vida. Lo bueno es que esto quedará escrito, mal o bien, para bien o para mal. Es triste venir dándose cuenta de esto, porque no puedo hacer nada al respecto, solamente dejar un testimonio, más o menos turbio por delante y por detrás de mis eternas gafas, tan molestas y necesarias. Como escribir estas cosas, ahora que estoy sola, que tengo sueño, que me duele tanto el cuello y la nuca y que me doy cuenta de que estoy perdiendo la memoria y mi capacidad de atención y concentración.
Y no sé si soy yo quien escribe, o si son mis antepasados que genéticamente no me abandonan, pero sí sé que soy alguien amado, muy amado, y eso no me reconforta porque voy a hacerlos sufrir cuando los abandone.