domingo, 8 de julio de 2012

El peso de estar consciente (Parte 1)

Tenía una picadura en la yema del dedo índice de su mano derecha, tal vez por ser su mano hábil lo había notado tempranamente. Si algo lo rozaba le ardía un poco, nada de cuidado al parecer, pero no tenía idea del momento o con qué se había pinchado, o si un insecto había dejado su ponzoña allí. Trató de continuar escribiendo pero cuando presionaba la n, la h, la u o la y, le ardía bastante y el color de la zona comenzó a hacerse más intenso, un rosado oscuro, y también le latía un poco. Miró alrededor de la PC, todo estaba limpio, sin telas de arañas debajo del escritorio descartó la idea de que hubiese sido la no muy feliz reacción de una pequeña araña. Se miró el dedo, se estaba hinchando. Se sacó el anillo antes que se le incrustara en la carne, y por las dudas se los quitó a todos, incluso la alianza y el cintillo de su madre que los había arrojado a la basura esa tarde, cuando la visitó para contarle que su separación era un hecho. La basura... Tal vez cuando removió los residuos se pinchó con algo sin darse cuenta.
La hinchazón se detuvo cuando el dedo adquirió la forma de una salchicha de viena y los latidos aumentaban, pero no veía ninguna línea de infección. Se sintió mareada. Poco tiempo había pasado entre el primer ardor y la inflamación así que ni siquiera había podido ir a un médico para que la viese. Así ocurrió el primer desmayo.
Se despertó al cabo de unas horas, no sentía dolor, el dedo se había desinflamado y todo había vuelto a la normalidad, excepto por un pequeño punto rojo en la yema, en medio de su huella dactilar. Sentía sed, la garganta le raspaba pidiendo algo para lubricarse. Se dirigió a la cocina y, de camino, vio que debajo de la puerta de entrada había un papel con una nota escrita, desprolija; alguien había estado llamando y dejó un mensaje para ella que, por supuesto, ni se había enterado que llamaban. "Vine, espero que tengas una buena excusa para no atenderme ni siquiera al teléfono." Eso era todo y era demasiado. Había arreglado un malentendido con su pareja, él volvía y ella no lo supo sino hasta un tiempo después, hasta ese momento en que tendría que volver a arreglar las cosas. No entendió la letra, pero supuso que era de Javier, reconoció la hoja arrancada de su anotador.
Tomó el teléfono y buscó en la agenda, buscaba y buscaba y no podía encontrar el nombre de Javier, en realidad lo había pasado varias veces pero parecía no reconocerlo. Pensó que accidentalmente podría haberlo borrado, pero insistió en la búsqueda y nada. Veía una lista, era efectivamente un listado de nombres, sabía que eso era lo que buscaba en la agenda, si embargo, no lograba reconocer a ninguno. Eran letras, abreviaturas, pero no podía leerlas. ¿Qué carajo...?, pensó y un acto reflejo le hizo caer el celular que quedó desarmado en el piso. Se llevó las manos a la cabeza peinando su pelo hacia atrás y mirando como sin mirar hacia las paredes, el techo y el desarmado aparato en el suelo.
La garganta le seguía pidiendo líquido, fue hacia la heladera, sacó una botella plástica y tomó del pico, una costumbre que había adquirido al vivir sola tanto tiempo, algo que Javier le reprochaba siempre. Se sintió aliviada por recordar eso, recordaba todo eso, miró la etiqueta. Por el sabor, era su gaseosa favorita, por el envase, por el color, por la forma del logo, pero las letras... La desesperación comenzó a ganarle terreno, las manos le temblaban y sudaba frío. Intentó calmarse porque estaba sola y sin teléfono. Tal vez si lo armaba de nuevo podría usarlo para llamar ¿a quién?, trató de recordar el número de emergencias y tampoco pudo. El segundo desmayo sobrevino de a poco, se le aflojaron las piernas y cayó desvanecida en la cocina, al lado de la heladera que quedó con la puerta abierta y la botella rodó volcando el resto de su contenido lo que duró el recorrido.
Se despertó nuevamente. Se sentía agotada, pesada, no podía levantarse. Intentó moverse inútilmente. Estaba paralizada. ¿Qué me pasa? Se decía una y otra vez, pensaba en qué pudo haberle ocasionado esos tremendos síntomas y ahora la parálisis. Intentó poner en movimiento algún músculo, hacía fuerza con su sola voluntad y de nada le sirvió. Los ojos abiertos parpadeaban en su simple y natural acto reflejo, y pudo ver desde el suelo, porque la cabeza había quedado girada hacia la puerta de entrada, cuando al cabo de no sabía muy bien por cuánto tiempo de estar en ese estado, Javier le deslizaba otra nota luego de llamar inútilmente; lo identificó por sus zapatos. Estaba todo perdido. Quiso gritar, quiso llorar, quiso hacer algo.
La imagen de esa mujer, inmóvil, en el suelo, con sus ojos parpadeando de manera que parecía querer escuchar a sus vecinos del piso inferior, era lo que observaba un vecino voyeur con su telescopio.

¿Continuará?