El molinete de la entrada está torcido,
agrietado, ya no gira. Lo recordaba más grande. Ya no podría subirme en él para
jugar sentada en una de sus palas de madera como si fuese una calesita. Pero
ahí estaba, quieto sobreviviente en Liliput. Ahora sé que todo era gigante
cuando era una pequeña liliputiense en la isla de mi infancia. El tiempo
acarrea con los recuerdos, los arranca como se arranca la hoja de un borrador
escrito en un papel viejo. Era la espera feliz, giraba en ese molinete mientras
esperaba que mi padre llegara del trabajo. Lo veía venir en su bicicleta
inglesa y la gloria era correr a su encuentro, desempolvar un tramo del camino
de tierra a todo lo que daban mis piernas –hoy sé que no era tan largo el
trayecto, ni tan enorme la bicicleta, ni tan alto mi padre- y él me subía a la rodilla
para que el pedaleo me devolviera a casa en un sube y baja. Y yo reía, siempre
con la brisa dándome en la cara; subida a mi calesita o en el regazo de papá.
Volver después de treinta años a Liliput me
derrumbó. Soy un gigante que no puede moverse entre tantos recuerdos concretos
y ajados sin que alguno se rompa.