Sabía que ella se sentaba en la cama a la noche
con un libro en la falda y los ojos en otra parte; una bolsa de papas saladas a
un costado, una servilleta y el mate. El libro era una excusa para evadirse de
todo el día y muchas noches sin sentirse culpable por no hacer nada más que
masticar algo. Pasaba las páginas como podría comerse las uñas. Por momentos
miraba una página con aparente atención y sabía que nada de lo que estuviese
ahí escrito iba a llegar más allá de la posibilidad de una imagen borrosa.
Porque el ruido cada día se hacía más intenso. Desde
la caverna húmeda y tibia, entre los dientes y las muelas, se expandía el
crepitar desacompasado de las papas crocantes hacia la semipenumbra, cuya luz
se concentraba sobre el libro casi olvidado. Lo había escrito ella.
Ahora, por su mente pasaban los distintos
sabores y sonidos de la comida chatarra. Ella sabía que estaba en la fosa, todavía
tenía la pala con tierra en la mano y el paupérrimo arsenal con que había
liquidado su cerebro. Ya no tenía más herramientas que esas. Ese libro era una
porción de tiempo, un desgaste de letras –grafemas sin semántica-: una
porquería, un chiquero literario y muchas papas fritas que le saben a otra
cosa.