jueves, 30 de mayo de 2013

Liliput

El molinete de la entrada está torcido, agrietado, ya no gira. Lo recordaba más grande. Ya no podría subirme en él para jugar sentada en una de sus palas de madera como si fuese una calesita. Pero ahí estaba, quieto sobreviviente en Liliput. Ahora sé que todo era gigante cuando era una pequeña liliputiense en la isla de mi infancia. El tiempo acarrea con los recuerdos, los arranca como se arranca la hoja de un borrador escrito en un papel viejo. Era la espera feliz, giraba en ese molinete mientras esperaba que mi padre llegara del trabajo. Lo veía venir en su bicicleta inglesa y la gloria era correr a su encuentro, desempolvar un tramo del camino de tierra a todo lo que daban mis piernas –hoy sé que no era tan largo el trayecto, ni tan enorme la bicicleta, ni tan alto mi padre- y él me subía a la rodilla para que el pedaleo me devolviera a casa en un sube y baja. Y yo reía, siempre con la brisa dándome en la cara; subida a mi calesita o en el regazo de papá.

Volver después de treinta años a Liliput me derrumbó. Soy un gigante que no puede moverse entre tantos recuerdos concretos y ajados sin que alguno se rompa.