Los velorios son entretenidos cuando uno no conoce
tanto al muerto y a sus deudos y cuando el fallecido bien muerto está. En este
caso, nos conocemos todos. Todos coincidimos en que ya debía morir y que era
despreciable; eso nos habilitó para contar cuentos sobre borrachos o levantes
de viudas. Estoy acá por mi mujer, porque era su tatarabuelo y porque tengo una
cuenta pendiente con el viejo.
La vejez de ese hombre era directamente proporcional a
la suma de sus maldades, sus secretos inconfesables y su mal carácter. Siempre
tuve la impresión de que el tipo había hecho un pacto con el diablo. Sospeché
aún más cuando vi un daguerrotipo, una especie de fotografía muy antigua que
encontré en su casa. Miré la firma, “G. Ibarra – 1843”. Tenía el mismo aspecto
que el que yo le conocía. ¿Era él o era el padre? La familia me confirmó que
era él. Pregunté la edad del viejo en esa fecha, para hacer mis cálculos. Según
sus parientes, tendría dieciocho o
veinte años. Trataron de explicarme que antiguamente las personas parecían más
viejas. Noté, por el tono, que era mejor no preguntar más, porque mi mujer –que
en aquel momento era mi novia- tres veces me dijo que lo que ella veía en el
daguerrotipo era un muchachito y que el viejo era un pedazo de carne que
todavía podía hablar. Y que me dejara de jorobar. Sin embargo, yo lo veía
bastante lozano, vivaz y locuaz. Abandoné el tema para no tener problemas con
mi mujer y su parentela. Siempre fui un tipo racional y sensato. ¿Todos veían a
un jovencito en la foto y a un viejo en la realidad, menos yo? Parecía una confabulación
contra mi lucidez.
Son las tres de la madrugada y yo acá adentro. El frío
en la calle me disuade de salir pero mi ansiedad está pegando alaridos y cada cartel de Prohibido Fumar la estimula
más. Están en la cocina, en el baño, en todas partes: “Fumar puede matarte”. Paradójico
aviso justamente en una sala velatoria. “Prohibido fumar”. Podría prender un
pucho al lado del muerto y nadie se molestaría, mucho menos el cadáver. El olor
tan denso de las flores taparía el del humo, de hecho, prefiero el olor del
cigarrillo y no un floreado dolor de cabeza. Llueve y no hay galerías en los
patios ni toldo en la vereda. El velorio termina a las once de la mañana y recién
son las cinco. Los carteles de prohibido fumar se multiplican, crecen, se
alimentan de mis ganas. No logro, aunque sea, dormitar un poco. Parece que ya no
llueve. El viejo no vale tanto sacrificio. Mi vicio, sí.
Afuera hace frío. Con torpeza manipulo el encendedor y
por fin, la primera pitada en catorce horas. Solté, relajado, las primeras
argollitas de humo y se apagaron las luces de la calle. El silencio, el brillo
de la calle húmeda, las sombras. Me animo a una breve caminata por la cuadra. Tanteo
mis bolsillos y saco la llave del auto, la aprieto con fuerza. Siento algunas
palpitaciones. Oigo pasos y miro hacia atrás. Es un perro que está mojado y
helado. No voy a ir hasta la esquina. Mejor vuelvo. Las luces de la calle se
vuelven a encender.
En la sala el tufo ya es insoportable. La gente
conversa entre dientes. Nadie llora. El llanto suele ser una muestra de amor
por el ser querido que se va para siempre. En este caso, o nadie lo quiere o
temen que vuelva, como ya pasó un par de veces. Lo que esperamos acá, es
cerciorarnos de que su ida sea definitiva, tal vez porque todos tenemos alguna
deuda con él y queremos definitivamente saldarla.
Segunda parte
Cuando comenzaba mi noviazgo, me quedé un par de días en la casa de la
familia de mi mujer. Me dieron un cuarto que usaban para guardar cosas viejas. Ahí
fue donde encontré el daguerrotipo.
No podía dormir. Los truenos y el viento terminaron de
desvelarme. Salí al balcón a fumar. El cielo se estaba despejando luego de una típica
tormenta de verano. Respiré hondo para disfrutar del olor de la tierra luego de
la lluvia. Esa madrugada la luna llena fue una cómplice perfecta. Apenas brilló
la brasa con la primera chupada, se cortó la luz. Quedé ahí, iluminado por esa
incandescencia extraña y natural. Me sentí algo intimidado en esa casa tan
enorme y normanda, tapizada de plantas trepadoras y enredaderas que terminaban
en cascada sobre la baranda de los balcones. En medio de esa tenue luminosidad hubo
un susurro de ramas y hojas. Las ramas se estiraron hacia abajo, como si
alguien estuviese probando su resistencia. Un gato, pensé. Otra vez noté el
movimiento, el ruido y las tiras de enredadera que se estiraban. Me asomé curioso
a la baranda llamando al animalito chasqueando los dedos y susurrando.
-Gatooo, gatooo…- y la cara del viejo se me apareció de pronto
como salida del aire.
-¡Caraj…!- Me ahogué con el humo en un grito
incompleto. Mi corazón era un solo de timbal.
-Shhh- resopló. Vi sus ojos. -No grités que soy yo.
¡Qué iba a gritar si hasta tuve que hacer fuerza para
no cagarme encima, viejo de mierda! Y así como apareció, se desvaneció. Noté un
vaho sudoroso, agrio de alcohol, de amoníaco como de bestia salvaje y un
empalagoso perfume barato de mujer. Las luces se volvieron a encender. Apagué
la colilla en una maceta. Respiré hondo unas cuantas veces. Tosí. El aroma de
las plantas y ozono me tranquilizaron. Cuando el pecho dejó de golpearme, entré
al dormitorio. Frente a mí, el hombre del daguerrotipo parecía que iba
envejeciendo un poco más. Miré para todas partes, descolgué el cuadro y lo escondí.
Nunca lo comenté con nadie. ¿Quién iba a creer que un
viejo como de ciento cincuenta años fuese capaz de semejante proeza? Si volvía
a insinuar lo de la imagen a alguien de la familia o que había visto cómo le cambiaban los rasgos, iba
a terminar en un loquero. Ese secreto me tortura desde hace treinta años. Eso, se
lo debo al viejo.
Juro que la imagen continuó cambiando todo este tiempo
y que el viejo se mantuvo siempre igual. ¿Ideas mías? No lo creo. Siempre fui un
tipo racional.
La mañana transcurre en mora, entre entumecimientos,
hormigueos en las piernas y ansiedad.
Al fin las once de la mañana. En un rato van a cerrar
el cajón. Voy al auto a buscar el daguerrotipo. Lo guardé todos estos años,
esperando este momento. Miro el retrato por última vez, antes de dejarlo en el
cajón. Un jovencito de unos dieciocho o veinte años me clava la mirada. Mi
mujer me mira con un dejo de alivio. Al fin, el viejo ya se murió. Descansemos
en paz.