miércoles, 31 de octubre de 2012

Árida dilación

Penélope está en el banco del andén. Lastima la aridez de sus huesos blancos. La piel que cuelga es sólo su bolso marrón. Un gato juega con el ovillo de lana que quedó tirado. Los zapatos de tacón están chuecos, cada uno sobre un lado. El tren se fue por última vez con su amor. Sí, no se equivocaron: Se murió ahí sentada entre hollín y polvo y nadie se dio cuenta.

Pero la estación se murió con ella. No está el reloj, ni la campana, ni el teléfono de pared. No están las bienvenidas ni las despedidas, ni el guarda, ni el maquinista ni el amante que regresa. Y ahora no está ni la estación, ni las vías ni la calle. Y el pueblo desapareció.

No hay pañuelos para un adiós.

lunes, 29 de octubre de 2012

El cuarto de mi tía la monja

El cuarto de mi tía la monja

Desde que era una chiquilina sufro lo que los médicos llaman terror nocturno. Al principio era pánico, horror; era el infierno. Pero de a poco todo eso se me hizo familiar y hasta logré cierta convivencia. El territorio de las pesadillas suele no ser tan diferente al de la imaginación y las alucinaciones.
Cuando cumplí ocho años, nos mudamos a la casa de mi tía que había decidido hacerse monja. Era la casa de mis abuelos maternos, fallecidos desde hacía algunos años. La familia no dudó en vender nuestro incómodo departamento para entregar la dote al convento, era más costoso deshacerse de la casa; además, querían conservar los muebles que eran unas verdaderas rarezas de museo. Las antigüedades siempre me generaron un placer particularmente movilizador, algo innato.

Mi cuarto parecía la salida del túnel del tiempo y el ropero un portal para pasar de una dimensión a otra. Los roperos que siempre me gustaron son los oscuros, gruesos, pesados, con grandes espejos. Éste, particularmente, tenía tres cuerpos y en cada uno un gran espejo biselado. Los tres  pintados de negro. A pesar de su intimidante presencia, me causaba cierta fascinación. Tenía tallado el frente con enormes flores y hojas y terminaba en el centro del borde superior con un mascarón que aparecía por entre el follaje. La boca se le abría en un grito amenazante acentuado por las cejas como ramas que se continuaban hacia las orejas y hacia arriba, como dos cuernos.

Tuve que acostumbrarme a las noches de mi nuevo dormitorio. Primero entrené mi oído para identificar los ruidos, especialmente los saltos de los gatos sobre el techo de chapa, que parecían pasos de hombres, y los maullidos del celo tan similares al llanto de un bebé satánico. Los crujidos de la madera atornillada a los tirantes de metal, tan vulnerables a la transición del calor al frío. También la lluvia amplificada golpeando furibunda. Los quejidos del ropero. Los de la cama con colchón de resortes, me obligaban a permanecer quieta. Pero también tuve que adaptarme a las nuevas formas de las sombras, tan cambiantes y engañosas, tan diferentes a mi antiguo cuarto.

Cuando me acostaba, el mascarón, que quedaba justo en frente de mí, acaparaba toda mi atención. No lograba despegar los ojos de esa talla. Mi visión se nublaba y cada haz de luz que lograba desnudar la oscuridad le daba un soplo de vida. Y lo veía mover la boca, le leía los labios, me nombraba. Y yo, paralizada, no podía cubrirme con las sábanas como cualquier chico normal. -Julia.- Ahora lo escuchaba nítidamente, entonces esperaba que se me abalanzara, que se saliese de su sitio para agarrarme de los pies y arrastrarme hacia el ropero, que se abriesen las puertas y me tragara. -Julia.- Y no sé si lo imaginaba, me nombraba y no podía taparme los oídos, mis manos quedaban pegadas al colchón.

Las mañanas me sorprendían confundida, en la escuela me dormía, estaba todo el día de mal humor, no lograba concentrarme. Todos se preocupaban por mí, pero yo seguía destinada a ese cuarto. Me medicaron. Durante un tiempo las cosas mejoraron, pero yo sabía que cuando dormía el peligro acechaba en la penumbra.

Así empecé a sufrir esas pesadillas, las sentía tan vívidas que todavía hoy, que ya soy vieja, no sé si lo que sentía no era parte de la vida nocturna de ese cuarto. Sin embargo, con el transcurso de los años, me fui acostumbrando. Ya me daba igual tener los ojos abiertos o cerrados. La calle amarillenta entraba con su tonalidad y remarcaba el follaje del frente del ropero, entonces, las ramas y las hojas se multiplicaban, se arrastraban hasta el borde de la cama, subían por las patas, se enredaban en el baldaquino hasta quedar colgadas como cortinas allí, cerca de mí, sobre mí. Me rodeaban con un ruido como de agua que corría entre piedras mientras se desplazaban. -Julia.- Ese ronquido hueco tenía mi nombre en su poder. Lo escuchaba, sí lo escuchaba.

Mi tía, la monja, dejó ciegos los espejos para no caer en pecado de vanidad, porque era bella y lo sabía. Pero yo quería usarlos. Empecé a raspar uno por un ángulo, con mucho cuidado de no rayarlo ni rajarlo, pero me sorprendió que la película de pintura se removiese tan fácil, podía sacar tiras completas como si fuese un recubrimiento de cola vinílica, como lo que usaba en la escuela para pegar papel y que cuando me quedaba en las manos la sacaba como si fuese piel. Primero saqué tiras pequeñas que se desprendían horizontales en la parte de arriba y luego, de un tirón, descubrí el espejo por completo y me vi. Me miré de cuerpo entero. Vi todo el cuarto detrás de mí. Vi a mis abuelos, vi mucha gente, yo era mi tía, vestida de monja.

Y las noches ya no fueron tan solitarias ni aterradoras.


sábado, 20 de octubre de 2012

Los espejos de la Narrow Mirror

Los espejos, como todo el mundo sabe y lo sabe por fuerza de convivencia, además de devolvernos nuestra imagen cruzada, encierran una oscuridad tan impenetrable que se libera apenas se rompen.

Si rompió alguno, le advierto que el mito de los siete años de desgracias es cierto. Pero, y este pero más que adversidad manifiesta alivio, si lo que usted ha roto es un espejo nuevo en el cual nadie todavía se ha visto reflejado, incluido usted, las consecuencias son nulas.

Sin embargo esto es muy difícil. Inevitablemente, todo espejo que se precie de tal, ha tentado incluso a los operarios que los fabrican para que se miren en él; así reafirman su existencia de este lado del mundo y del otro lado, el oscuro. A los espejos y a los relojes no les interesa otra cosa más que esclavizarnos. Pruebe, átese un reloj a la muñeca y cómprese un espejo de bolsillo, pero no lo preste ni lo rompa. Eso lo supo muy bien Marcelino D., un ex empleado de Narrow Mirror, famosa fábrica, única con garantía especial por roturas, luego del episodio que  llevó a ese hombre al manicomio cuando, accidentalmente, rompió un espejo que hacía mucho tiempo que estaba en el depósito y no pudo recuperar nunca más ni su reflejo, ni su sombra, ni su libertad. Lo atraparon rompiendo deliberadamente cientos de espejos guardados al grito de ¡No sos vos soy yo! ¡Yo soy dios! Desde entonces, la empresa exige a sus trabajadores que jamás, jamás cedan a la tentación de observarse en sus productos.

Esa fábrica aún existe y es la única. Las demás son empresas que dicen fabricarlos cuando en realidad fraccionan los que hacen en la Narrow Mirror. Ninguno de sus empleados puede asegurar no haberse mirado nunca en alguno de los espejos. Tampoco se sabe si Marcelino se miró en alguno de los que quedaron sanos, en cuál, eran cientos. El eslogan de la empresa asegura a sus clientes una eficacia del 0,01% de margen de desgracias ante cualquier inconveniente por grietas o roturas. Claro que en las letras pequeñas del contrato o en esas ininteligibles y apresuradas palabras del final de los comerciales de radio, aclaran perfectamente sin que nadie lo note, que la garantía perece en el momento exacto en que alguien se mira en el espejo adquirido. Cada espejo se cubre con un lienzo hasta el momento en que sale de la fábrica. Las instrucciones recomiendan a las casas de venta y colocación que no los destapen, pero les sacan la tela apenas los reciben para controlar la calidad del producto y con la finalidad de exhibirlos en las vidrieras. Una garantía tramposa que los cubre de cualquier mirada no detectada dentro de la empresa.

Se puede observar al espejo, se puede ver lo que refleja, pero jamás es conveniente alinear la mirada propia con la de su reflejo, mucho menos si está expuesto en un lugar donde puede tentar a muchas personas. Cuando se produce la alineación con la mirada, la única reflexión lumínica que no se invierte, los espejos leen los pensamientos más sublimes y los alojan en la faz oscura, invirtiéndolos, y allí quedan almacenados hasta que se produzca su rotura. Es el momento en que salen a la luz, transformados en su negativo. Persiguen durante siete años a todos quienes se hayan mirado, no solamente a quien lo ha roto, causándoles tormentos psicológicos aterradores. Las pesadillas que se hacen realidad son los más comunes.

Procure siempre llevar su propio espejo comprado nuevo a donde vaya, y no se tiente mirarse a los ojos cuando pase por delante de alguno en el centro comercial, en un baño público, en casas ajenas. El único riesgo que corre de ese modo, es que le vendan uno recortado en el que se haya mirado Marcelino. Si se anima, raspe la parte de atrás y vea si tiene el logo de N.M. Pero eso corre bajo su responsabilidad.




Sin embargo.

Si la muerte, si
todo hubiese, si
hubiera, si.

Condición pretérita
que no ha sido
-enhorabuena-
sin embargo
insistente
obstinada
pertinaz
obsesiva.


Si la muerte, si
todo hubiese, si
hubiera, si.

Y sin embargo

Abrazo partido
-manto desgarrado
entre luna y rocío-

domingo, 14 de octubre de 2012

Tu último café.


Volviste una tarde. Si las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué se yo, los encuentros que se saben últimos, en esos bares que recuerdan tantos sobres de azúcar leídos como se leen las líneas de la mano, tienen el sabor amargo de la infinita ausencia y soledad. Y un algo de café gastado suspendido en el aire.

Lo mío; el hábito del después de la oficina, con la corbata floja y el saco desabrochado. Lo tuyo; una fija, sabías que siempre estoy ahí de seis a siete de la tarde; de lunes a viernes, era imposible no encontrarme. No me avisaste.

Apareciste después de ese tiempo que reclamaste para pensar lo que nos venía pasando. Lo dijiste por los dos. A mí no me pasaba nada. A vos todo y no me daba cuenta.

Ahora me pega mal la nostalgia de tu voz sobre esta mesa, tus cuadernos, tus libros, la rebeldía de tu pelo y tu ansiedad por contarme lo que habías escrito después de leer un cuento de Abelardo Castillo. Yo tenía los pies encadenados y vos saltabas entre letras propias y ajenas. Y te oía. También oía la máquina de café, el golpeteo de las cucharitas, los platos y los pocillos, las bandejas de metal apoyándose con firmeza sobre el mostrador, los chorros de soda en pequeños vasos, el papel del diario que cambia de página y se acomoda. Y el murmullo general. Ahí entrabas vos. Y te diste cuenta. Pero a mí no me pasaba nada. Trataba de no interrumpirte mientras pensaba en que no había terminado de organizar algunos archivos y una silla de madera se arrastró detrás de mí.

Es cierto. No me pasaba nada y te diste cuenta.

Pediste tu último café en este bar y me enfrentaste a mi antiguo desdén. Esa tarde segura, me abandonaste a tu recuerdo. Y no hablaste más. Por primera vez te escuché, con esas ganas de cambiar mi indiferencia y reconocerte.

Revolviste el azúcar sonoramente en tu silencio. Diste el sorbo del final.

Y yo; yo me cobijé en la eterna melancolía porteña de garúas sin paraguas y adoquines que susurran al tránsito sus penas. Yo, mareado y arrepentido en el vértigo de tu certera ausencia.



martes, 2 de octubre de 2012

Casting. (Homenaje a Capusotto) (Perdón Capusotto)

‎-Soy como uno de esos contadores de chistes que se ríen mientras los cuentan y hacen que se pierda la gracia.

-¿Y cuál es su gracia?

-Sacarme la cera de la oreja con la lengua.

-¿Y eso gusta?

-Y, es bastante amarga.



-¿Y por qué vino al casting?


-Porque no tengo techo.


-¿En su profesión?


-No, no pude pagar el alquiler.


-Uffff. Bueno, te vamos a ayudar con un bolo.


-Vea, yo voy bien de cuerpo, no creo...


-Un bolo es una línea para que diga algo y cobre.


-Bue, me habían dicho que el ambiente era pesado pero no creía que tanto.


-¿Vos sos pelotudo?


-Sí, Juan Carlos. ¿Dónde firmo?

lunes, 1 de octubre de 2012

Medidas de tiempo

Fotografía: Patricia Ferreyra
Es la hora en que las aves señalan las proezas del sol sobre su lienzo etéreo. La primera frescura perdura hasta que comienzan a acortarse las sombras en todos los relojes. Entonces, el giro esperado de todo lo que conocemos, resuelve que las sombras sean una sola y retornen a cubrirlo todo; no sin antes recordarnos cuán majestuosa puede ser la bienvenida que el mismo sol les impone.