El cuarto de mi tía la
monja
Desde que era una chiquilina sufro lo que los médicos
llaman terror nocturno. Al principio era pánico, horror; era el infierno. Pero
de a poco todo eso se me hizo familiar y hasta logré cierta convivencia. El
territorio de las pesadillas suele no ser tan diferente al de la imaginación y
las alucinaciones.
Cuando cumplí ocho años, nos mudamos a la casa
de mi tía que había decidido hacerse monja. Era la casa de mis abuelos
maternos, fallecidos desde hacía algunos años. La familia no dudó en vender
nuestro incómodo departamento para entregar la dote al convento, era más
costoso deshacerse de la casa; además, querían conservar los muebles que eran
unas verdaderas rarezas de museo. Las antigüedades siempre me generaron un
placer particularmente movilizador, algo innato.
Mi cuarto parecía la salida del túnel del tiempo
y el ropero un portal para pasar de una dimensión a otra. Los roperos que
siempre me gustaron son los oscuros, gruesos, pesados, con grandes
espejos. Éste, particularmente, tenía tres cuerpos y en cada uno un gran
espejo biselado. Los tres pintados de negro. A pesar de su intimidante
presencia, me causaba cierta fascinación. Tenía tallado el frente con enormes
flores y hojas y terminaba en el centro del borde superior con un mascarón que
aparecía por entre el follaje. La boca se le abría en un grito amenazante
acentuado por las cejas como ramas que se continuaban hacia las orejas y hacia
arriba, como dos cuernos.
Tuve que acostumbrarme a las noches de mi nuevo
dormitorio. Primero entrené mi oído para identificar los ruidos, especialmente
los saltos de los gatos sobre el techo de chapa, que parecían pasos de
hombres, y los maullidos del celo tan similares al llanto de un bebé
satánico. Los crujidos de la madera atornillada a los tirantes de metal, tan
vulnerables a la transición del calor al frío. También la lluvia amplificada
golpeando furibunda. Los quejidos del ropero. Los de la cama con colchón de
resortes, me obligaban a permanecer quieta. Pero también tuve que adaptarme a
las nuevas formas de las sombras, tan cambiantes y engañosas, tan diferentes a
mi antiguo cuarto.
Cuando me acostaba, el mascarón, que quedaba
justo en frente de mí, acaparaba toda mi atención. No lograba despegar los ojos
de esa talla. Mi visión se nublaba y cada haz de luz que lograba desnudar la
oscuridad le daba un soplo de vida. Y lo veía mover la boca, le leía los
labios, me nombraba. Y yo, paralizada, no podía cubrirme con las sábanas como
cualquier chico normal. -Julia.- Ahora lo escuchaba nítidamente, entonces
esperaba que se me abalanzara, que se saliese de su sitio para agarrarme de los
pies y arrastrarme hacia el ropero, que se abriesen las puertas y me tragara.
-Julia.- Y no sé si lo imaginaba, me nombraba y no podía taparme los oídos, mis
manos quedaban pegadas al colchón.
Las mañanas me sorprendían confundida, en la
escuela me dormía, estaba todo el día de mal humor, no lograba concentrarme.
Todos se preocupaban por mí, pero yo seguía destinada a ese cuarto. Me
medicaron. Durante un tiempo las cosas mejoraron, pero yo sabía que cuando
dormía el peligro acechaba en la penumbra.
Así empecé a sufrir esas pesadillas, las sentía
tan vívidas que todavía hoy, que ya soy vieja, no sé si lo que sentía no era
parte de la vida nocturna de ese cuarto. Sin embargo, con el transcurso de los
años, me fui acostumbrando. Ya me daba igual tener los ojos abiertos o
cerrados. La calle amarillenta entraba con su tonalidad y remarcaba el follaje
del frente del ropero, entonces, las ramas y las hojas se multiplicaban, se
arrastraban hasta el borde de la cama, subían por las patas, se enredaban en el
baldaquino hasta quedar colgadas como cortinas allí, cerca de mí, sobre mí. Me
rodeaban con un ruido como de agua que corría entre piedras mientras se
desplazaban. -Julia.- Ese ronquido hueco tenía mi nombre en su poder. Lo
escuchaba, sí lo escuchaba.
Mi tía, la monja, dejó ciegos los espejos para
no caer en pecado de vanidad, porque era bella y lo sabía. Pero yo quería
usarlos. Empecé a raspar uno por un ángulo, con mucho cuidado de no rayarlo ni
rajarlo, pero me sorprendió que la película de pintura se removiese tan fácil,
podía sacar tiras completas como si fuese un recubrimiento de cola vinílica,
como lo que usaba en la escuela para pegar papel y que cuando me quedaba en las
manos la sacaba como si fuese piel. Primero saqué tiras pequeñas que se
desprendían horizontales en la parte de arriba y luego, de un tirón, descubrí
el espejo por completo y me vi. Me miré de cuerpo entero. Vi todo el cuarto
detrás de mí. Vi a mis abuelos, vi mucha gente, yo era mi tía, vestida de
monja.
Y las noches ya no fueron tan solitarias ni
aterradoras.