Lo mío; el hábito del después de la oficina, con la corbata floja y el saco desabrochado. Lo tuyo; una fija, sabías que siempre estoy ahí de seis a siete de la tarde; de lunes a viernes, era imposible no encontrarme. No me avisaste.
Apareciste después de ese tiempo que reclamaste para pensar lo que nos venía pasando. Lo dijiste por los dos. A mí no me pasaba nada. A vos todo y no me daba cuenta.
Ahora me pega mal la nostalgia de tu voz sobre esta mesa, tus cuadernos, tus libros, la rebeldía de tu pelo y tu ansiedad por contarme lo que habías escrito después de leer un cuento de Abelardo Castillo. Yo tenía los pies encadenados y vos saltabas entre letras propias y ajenas. Y te oía. También oía la máquina de café, el golpeteo de las cucharitas, los platos y los pocillos, las bandejas de metal apoyándose con firmeza sobre el mostrador, los chorros de soda en pequeños vasos, el papel del diario que cambia de página y se acomoda. Y el murmullo general. Ahí entrabas vos. Y te diste cuenta. Pero a mí no me pasaba nada. Trataba de no interrumpirte mientras pensaba en que no había terminado de organizar algunos archivos y una silla de madera se arrastró detrás de mí.
Es cierto. No me pasaba nada y te diste cuenta.
Pediste tu último café en este bar y me enfrentaste a mi antiguo desdén. Esa tarde segura, me abandonaste a tu recuerdo. Y no hablaste más. Por primera vez te escuché, con esas ganas de cambiar mi indiferencia y reconocerte.
Revolviste el azúcar sonoramente en tu silencio. Diste el sorbo del final.
Y yo; yo me cobijé en la eterna melancolía porteña de garúas sin paraguas y adoquines que susurran al tránsito sus penas. Yo, mareado y arrepentido en el vértigo de tu certera ausencia.
Revolviste el azúcar sonoramente en tu silencio. Diste el sorbo del final.
Y yo; yo me cobijé en la eterna melancolía porteña de garúas sin paraguas y adoquines que susurran al tránsito sus penas. Yo, mareado y arrepentido en el vértigo de tu certera ausencia.