domingo, 14 de octubre de 2012

Tu último café.


Volviste una tarde. Si las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué se yo, los encuentros que se saben últimos, en esos bares que recuerdan tantos sobres de azúcar leídos como se leen las líneas de la mano, tienen el sabor amargo de la infinita ausencia y soledad. Y un algo de café gastado suspendido en el aire.

Lo mío; el hábito del después de la oficina, con la corbata floja y el saco desabrochado. Lo tuyo; una fija, sabías que siempre estoy ahí de seis a siete de la tarde; de lunes a viernes, era imposible no encontrarme. No me avisaste.

Apareciste después de ese tiempo que reclamaste para pensar lo que nos venía pasando. Lo dijiste por los dos. A mí no me pasaba nada. A vos todo y no me daba cuenta.

Ahora me pega mal la nostalgia de tu voz sobre esta mesa, tus cuadernos, tus libros, la rebeldía de tu pelo y tu ansiedad por contarme lo que habías escrito después de leer un cuento de Abelardo Castillo. Yo tenía los pies encadenados y vos saltabas entre letras propias y ajenas. Y te oía. También oía la máquina de café, el golpeteo de las cucharitas, los platos y los pocillos, las bandejas de metal apoyándose con firmeza sobre el mostrador, los chorros de soda en pequeños vasos, el papel del diario que cambia de página y se acomoda. Y el murmullo general. Ahí entrabas vos. Y te diste cuenta. Pero a mí no me pasaba nada. Trataba de no interrumpirte mientras pensaba en que no había terminado de organizar algunos archivos y una silla de madera se arrastró detrás de mí.

Es cierto. No me pasaba nada y te diste cuenta.

Pediste tu último café en este bar y me enfrentaste a mi antiguo desdén. Esa tarde segura, me abandonaste a tu recuerdo. Y no hablaste más. Por primera vez te escuché, con esas ganas de cambiar mi indiferencia y reconocerte.

Revolviste el azúcar sonoramente en tu silencio. Diste el sorbo del final.

Y yo; yo me cobijé en la eterna melancolía porteña de garúas sin paraguas y adoquines que susurran al tránsito sus penas. Yo, mareado y arrepentido en el vértigo de tu certera ausencia.