lunes, 29 de octubre de 2012

El cuarto de mi tía la monja

El cuarto de mi tía la monja

Desde que era una chiquilina sufro lo que los médicos llaman terror nocturno. Al principio era pánico, horror; era el infierno. Pero de a poco todo eso se me hizo familiar y hasta logré cierta convivencia. El territorio de las pesadillas suele no ser tan diferente al de la imaginación y las alucinaciones.
Cuando cumplí ocho años, nos mudamos a la casa de mi tía que había decidido hacerse monja. Era la casa de mis abuelos maternos, fallecidos desde hacía algunos años. La familia no dudó en vender nuestro incómodo departamento para entregar la dote al convento, era más costoso deshacerse de la casa; además, querían conservar los muebles que eran unas verdaderas rarezas de museo. Las antigüedades siempre me generaron un placer particularmente movilizador, algo innato.

Mi cuarto parecía la salida del túnel del tiempo y el ropero un portal para pasar de una dimensión a otra. Los roperos que siempre me gustaron son los oscuros, gruesos, pesados, con grandes espejos. Éste, particularmente, tenía tres cuerpos y en cada uno un gran espejo biselado. Los tres  pintados de negro. A pesar de su intimidante presencia, me causaba cierta fascinación. Tenía tallado el frente con enormes flores y hojas y terminaba en el centro del borde superior con un mascarón que aparecía por entre el follaje. La boca se le abría en un grito amenazante acentuado por las cejas como ramas que se continuaban hacia las orejas y hacia arriba, como dos cuernos.

Tuve que acostumbrarme a las noches de mi nuevo dormitorio. Primero entrené mi oído para identificar los ruidos, especialmente los saltos de los gatos sobre el techo de chapa, que parecían pasos de hombres, y los maullidos del celo tan similares al llanto de un bebé satánico. Los crujidos de la madera atornillada a los tirantes de metal, tan vulnerables a la transición del calor al frío. También la lluvia amplificada golpeando furibunda. Los quejidos del ropero. Los de la cama con colchón de resortes, me obligaban a permanecer quieta. Pero también tuve que adaptarme a las nuevas formas de las sombras, tan cambiantes y engañosas, tan diferentes a mi antiguo cuarto.

Cuando me acostaba, el mascarón, que quedaba justo en frente de mí, acaparaba toda mi atención. No lograba despegar los ojos de esa talla. Mi visión se nublaba y cada haz de luz que lograba desnudar la oscuridad le daba un soplo de vida. Y lo veía mover la boca, le leía los labios, me nombraba. Y yo, paralizada, no podía cubrirme con las sábanas como cualquier chico normal. -Julia.- Ahora lo escuchaba nítidamente, entonces esperaba que se me abalanzara, que se saliese de su sitio para agarrarme de los pies y arrastrarme hacia el ropero, que se abriesen las puertas y me tragara. -Julia.- Y no sé si lo imaginaba, me nombraba y no podía taparme los oídos, mis manos quedaban pegadas al colchón.

Las mañanas me sorprendían confundida, en la escuela me dormía, estaba todo el día de mal humor, no lograba concentrarme. Todos se preocupaban por mí, pero yo seguía destinada a ese cuarto. Me medicaron. Durante un tiempo las cosas mejoraron, pero yo sabía que cuando dormía el peligro acechaba en la penumbra.

Así empecé a sufrir esas pesadillas, las sentía tan vívidas que todavía hoy, que ya soy vieja, no sé si lo que sentía no era parte de la vida nocturna de ese cuarto. Sin embargo, con el transcurso de los años, me fui acostumbrando. Ya me daba igual tener los ojos abiertos o cerrados. La calle amarillenta entraba con su tonalidad y remarcaba el follaje del frente del ropero, entonces, las ramas y las hojas se multiplicaban, se arrastraban hasta el borde de la cama, subían por las patas, se enredaban en el baldaquino hasta quedar colgadas como cortinas allí, cerca de mí, sobre mí. Me rodeaban con un ruido como de agua que corría entre piedras mientras se desplazaban. -Julia.- Ese ronquido hueco tenía mi nombre en su poder. Lo escuchaba, sí lo escuchaba.

Mi tía, la monja, dejó ciegos los espejos para no caer en pecado de vanidad, porque era bella y lo sabía. Pero yo quería usarlos. Empecé a raspar uno por un ángulo, con mucho cuidado de no rayarlo ni rajarlo, pero me sorprendió que la película de pintura se removiese tan fácil, podía sacar tiras completas como si fuese un recubrimiento de cola vinílica, como lo que usaba en la escuela para pegar papel y que cuando me quedaba en las manos la sacaba como si fuese piel. Primero saqué tiras pequeñas que se desprendían horizontales en la parte de arriba y luego, de un tirón, descubrí el espejo por completo y me vi. Me miré de cuerpo entero. Vi todo el cuarto detrás de mí. Vi a mis abuelos, vi mucha gente, yo era mi tía, vestida de monja.

Y las noches ya no fueron tan solitarias ni aterradoras.