sábado, 6 de noviembre de 2010

Solamente una ampolla

Si una zapatilla me saca una ampolla, me saca de mí. Si bien hay cosas peores en la vida que esa nimiedad pedestre, lo cierto es que duele casi tanto como un martillazo constante en el dedo más chiquito del pie a cada paso alternado. Ahora duele, ahora va a doler de nuevo; ahora dueeele y ah... otra vez; y así.
El roce del calzado se hace áspero y rústico, como tratar de limarse las uñas con una lija gruesa. Y punza, con un pinchazo que cruza todo el ser hasta la coronilla; y es allí donde descubro que existe una relación estrecha entre los dedos de mis pies y las puntas de mis pelos.
Pero tengo que seguir andando, y ahí se me asoma esa lágrima contenida que me sale del pecho apretado, de mi garganta cerrada y del esfuerzo por evitar que mi rostro se desdibuje, ya que no es una cara que pertenezca a un cuerpo afecto al estoicismo. No señor. Duele. Y duele en serio.