viernes, 30 de noviembre de 2012

Silbatuga


-La maté, sí señor juez, pero no fue mi culpa; tampoco la de ella. Hago responsable de esta pérdida al inescrupuloso comerciante, mercachifle de cuarta, farsante de feria trucha; ese señor que está sentado ahí, mirando desde el público como si esto le fuese ajeno.
-¡No ha lugar!
-¿No? Claro, –susurré- debe estar arreglado con Capone.
-Dígalo en voz alta al jurado, no masculle.
-Que debería estar regulado cuando uno pone toda la ilusión al comprar un objeto, porque así me lo vendieron, como un ob-je-to lo que, en realidad, era un pobre animalito exótico y último en su especie.
-Se refiere a la silbatuga.
-Sí, señor juez, me refiero a la silbatuga. Si hubiese sabido que era un animalito jamás lo hubiese comprado y es más, lo habría denunciado. Pero me di cuenta demasiado tarde. Parecía una lámpara con forma de tortuga, y con su cabecita y sus patitas emplumadas, eran tan coloridos su caparazón y sus plumas, era tan luminosa cuando emitía esos adorables silbidos de ruiseñor japonés. Sí, se encendía cuando silbaba, e iluminaba suavemente toda la habitación. Me arrullaba con su canto de pájaro y yo soñaba con vuelos astrales, atravesando paisajes maravillosos. El primer día fue un solaz para mi descanso. Gorgeó con el mejor de sus trinos y se silenció al cabo de unos minutos de mi sueño. La segunda noche su canto fue más alto y un tanto más agudo, aún así, encantador e hipnótico. Pero cada noche se hizo más intenso y prolongado, señor juez, tanto que hasta los vecinos me pedían que apagase aquel aparato; porque usted sabe, le he dicho, que no sabía que era un animal. Creí que su desplazamiento se debía a las vibraciones del sonido, era así de lenta para moverse, tenía que ponerla cada mañana otra vez en su lugar porque la encontraba tirada en el piso, patas para arriba. No encontraba manera de silenciarla, no tenía interruptor, ni cables; solamente un agujero por donde supuse llevaba la batería.
Si hubiese sabido que gritaba porque estaba hambrienta, le hubiese dado de comer, porque no soy tan inhumano. Señor juez, yo solamente quise sacarle la batería.


miércoles, 28 de noviembre de 2012

Desgalajamiento a los menefreganos

¡Cómo es la quietancia
-ansiolítica del aquietante,
de los menefreganos-!

En el entredor
de la furifundia
desgalajo una filipendia.


Y que te raspa, raspa,
y que te pica, pica.

domingo, 25 de noviembre de 2012

El primer día de una nueva vida


Once de la mañana. Hermelinda volvía del trabajo y, luego de pasar por el almacén, llegó a su casilla en Villa Tacuarita con el bolso de los mandados lleno. Transpirada, a pesar de ser un frío día de abril, pone el paquete sobre la mesa, prende la radio y se va al dormitorio para cambiarse. Ramón estaba acostado y roncaba. Orselli, un joven locutor, luego de repetir la noticia del alunizaje del módulo Orión, anunciaba su nombre, o hablaba de alguien con su mismo nombre, o eso creyó haber escuchado. Salió arreglándose la ropa, y se puso a escuchar con atención lo que decía. La estaban buscando. Hermelinda Alderete, decía Orselli, era la feliz ganadora del billete vendido en la agencia de loterías del barrio donde trabajaba. El agenciero no dudó en decir quién era porque todas las semanas jugaba el mismo número. Una nueva millonaria.
-Hermelinda trabaja en casa, sí, acá a la vuelta vivo. Trabajaba, así lo tengo que decir porque seguro que no viene más- decía la voz de una mujer al periodista- vive en Villa Tacuarita. Mirala vos, -agregó con tono de humor- ahora la vamos a tener que ir a buscar a Fisherton R, che- y se reían.
La pobre mujer se apuró a bajar el volumen de la radio, miró furtivamente para todos lados, se miró los pies y las medias rotas porque no alcanzó a ponerse de nuevo las zapatillas, corrió la cortina de la ventana; la calle estaba tranquila, los chicos jugando a la pelota en la esquina levantando polvo, todo como siempre. Se fue a calzar, tenía frío, especialmente en el dedo que se le salía por el agujero. Cuando volvió a la cocina para guardar las cosas que había traído, volvió a abrir la cortina y vio un grupo de gente de traje, hombres con corbata, mujeres de chaqueta, algunos con micrófonos, otros con cámaras, iban llegando camiones con alambres y cables por todos lados. Ramón seguía roncando. Los chicos a los gritos afuera, ninguno era de ella, no tenía hijos; los vecinos llegaban apurados masticando algo, era casi la hora de comer.
¡Ahí está! gritó uno, y empezaron los aplausos y los silbidos. Hermelinda miró para atrás. La señalaban a ella, no había nadie más ahí. La gente la llamaba coreando su nombre, ¡Herme!, ¡Herme! Y escuchó el golpe en la puerta de chapa. No alcanzaba a entender muy bien qué era lo que estaba pasando, pero apenas abrió, los vítores se renovaron. No la levantaron en andas porque era bastante voluminosa y tenía puesta una pollera. Ramón seguía durmiendo. Ella hubiera preferido esconderse.
-Dígame, ¿qué va a hacer con tanta plata?-, le preguntó una mujer rubia que miraba todo el tiempo a la cámara.
-¿Qué plata?- dijo Hermelinda, que no terminaba de caer.
-¿Usted es Hermelinda Alderete? ¿No juega todas las semanas el billete con el número 120142?
-Es mi fecha de nacimiento, sí.
-Le cuento que ganó 500.000 dólares-, la gente volvió a estallar en aplausos y gritos. Ramón ni enterado.
-Ah- suspiró ella. La periodista se dio cuenta y le aclaró la cifra: -Señora, usted ganó ¡tres millones de pesos!- y ahí la gente volvió a corear su nombre ¡Herme! ¡Herme!
-¡Uffff! Mucha plata ¿no?- y ahí empezó a sacar cuentas. Lo que le debía al almacenero, al verdulero, al carnicero; todo lo pensaba en el mismo momento, trataba de hacer cálculos, pensó en arreglar la casa, en una estufa, en una cocina, un calefón y se miró los pies. Se quedó pensativa unos segundos durante los cuales se hizo un silencio expectante. –A lo primero,-dijo- me voy a comprar un buen par de medias de lana.
Los periodistas estallaron en risas, la gente no. Ramón, se dio vuelta en la cama y roncó más fuerte.
-Se va a poder comprar una fábrica de medias, señora, es mucha plata.
-¿Ah, sí?- y otra vez sacó cuentas, pensó en su trabajo, en los viajes hasta la casa de su patrona y ahí sí se sintió favorecida por la vida, verdaderamente afortunada. -Me voy a comprar un colectivo, para mí sola, así no viajo más parada y, encima, no pago más boleto.
La prensa tomó sus palabras como una nota de color, los medios las repitieron, hicieron chistes, se burlaron: “Dios le da pan al que no tiene dientes”, debajo del titular, la foto de Hermelinda sonriente. La prensa es cruel, la foto confirmaba la ausencia de algunos dientes.

Cuando todos se retiraron, entró, buscó el billete, se lo puso en la bombacha, por seguridad; se tomó el colectivo hasta la agencia y arregló el tema del cobro. Nunca más volvió a Villa Tacuarita. Ramón, siguió durmiendo.


Audio del relato

El Tarta


El Tarta tenía un tic complejo que lo llevó siempre a lugares insospechados; hacia polos opuestos, desde la complicidad hasta el cachetazo limpio de cinco dedos al derecho, y al revés con mano cerrada. Además, como era tartamudo, le costaba explicar que sus gestos eran impulsos nerviosos involuntarios, pero la voluntad de los demás no era suficiente para esperar a que terminara de hablar.

Lo salvaba el ser bien parecido –esa adjetivación siempre me pareció tan relativa, ¿bien parecido a quién?, siempre me lo pregunté-, ganaba con las mujeres osadas, perdía con las más recatadas. Esto le generaba no pocos sinsabores. No podía elegir, ni siquiera negarse, al avance de cuanto ser humano viese en sus gestos una invitación al sexo.

Un caso paradigmático en su vida fue aquel que involucró a Angelita Salvadora Fuentes, quien luego de conocerlo, prefirió suicidarse para no hacerse monja.

Hija de una familia muy devota, era la destinada a ser santa. Su hermano mayor era el sacerdote del pueblo. La custodiaba día y noche para que permaneciese doncella. Esto se mantuvo hasta que apareció el Tarta. Ella cometió el error de ir a confesarse con su hermano, confiando en el perdón y en que el secreto de confesión la salvaría del castigo familiar. No quería ser monja. Tenía diecisiete años, en todas partes florecía una revolución que promovía el amor libre, los colores, y el vuelo de la conciencia que a ella le pesaba tanto. Y se equivocó. Se equivocó en suponer que se salvaría de ser monja, y al interpretar las gesticulaciones del Tarta.

El muchacho era obrero de la construcción, se encontraba trabajando en las reformas que había encargado el cura para la iglesia. Una ampliación de la torre, donde estaba proyectado un campanario que invitaría a celebrar misas, casamientos, bautismos; y recordaría, cada hora, a dios y María santísima, especialmente cuando sonara a la madrugada o a la hora de la siesta. La empresa lo había llevado a ese pueblo, y allí vivió hasta que tuvo que huir perseguido por una turba furibunda.

Angelita iba todos los días a llamar a su hermano para que fuera a almorzar; a esa hora, el Tarta estaba en el descanso de la escalera, justamente descansando y comiendo algo.

Ella escribió en su diario: “Me hundo en sus ojos celestes después de nadar en su piel bronceada. Paso rápido por delante de él, no puedo evitarlo y ahora no quiero. Desde el primer momento me ha guiñado un ojo y cabecea invitándome para que me acerque. Es tan lindo. Tan osado. Lo saludo y se queda diciendo Ho, ho, ho. Creo que lo he impactado.”

Sin embargo, el Tarta, cada día saludaba a la muchacha sin completar el hola.

“Hoy volví a verlo y me ha vuelto a incitar descaradamente. Estoy sintiendo cosas que no imaginaba, especialmente entre mis piernas. Perdón Dios mío, por lo que siento, pero me parece que hoy le entrego lo más preciado que tengo sin estrenar”

Así fue tomando valor, o calor, y uno de esos mediodías se entregó al albañil; con algo de miedo al principio, sólo al principio, porque las medias can can se las puso de bufanda al Tarta. Perplejo ante la robusta muchacha que se le abalanzaba, prefirió entregarse antes que decepcionarla.

Así fue el comienzo. El muchacho se apuraba para tratar de terminar la torre y poder irse antes de que se descubriese el delito.

Angelita, tras una lucha intensa con su conciencia, una mañana decidió confesarse. Fue a la iglesia a ver a su hermano.

El cura, ya lo miraba raro desde el principio y ahora mucho peor. El Tarta estaba tan nervioso que se le había agregado otro tic en el brazo derecho. Se le cerraba el puño y lo sacudía de abajo hacia arriba, mientras guiñaba el ojo y cabeceaba. El cura escribió en su diario: “Me hundo en sus ojos celestes después de nadar en su piel bronceada…”

Y en un pueblo pequeño, las noticias desgraciadas corren como reguero de pólvora.



jueves, 22 de noviembre de 2012

Amanecida

Durante la madrugada, el viento jugó a la peluquería con el terreno de al lado. El pasto quedó esponjado y peinado, todo parejo, con grandes jopos sin gomina. Mientras ellos se divertían, yo miraba por la ventana. Afuera, la oscuridad; adentro, un poco de miedo.
Pero recién cuando amaneció, pude ver los resultados del escándalo.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Desfiguración de una normalidad.

Todo quedó quieto, silencioso y, sin embargo, amenazante. Lo que sí se movió es el mercurio del termómetro, que bajó en la escala. Empiezo a sentir frío. Si miro al cielo no hay una sola nube, no pasa un ave, un avión, nada; veo todo ese azul celeste y acá, más cerca, una transparencia inusual. No hay polvillo, ni polen, ni pelusas flotando siquiera. Las sombras no se han marcado desde hace horas, o eso me parece. 
Ahora, como un evento largamente anunciado, aparece esa bola de fuego que se cruza de norte a sur y estremece mi conciencia de las sombras normales. Todo aquello en lo que creía se ha desfigurado. Y lo peor, no ha durado nada.

lunes, 19 de noviembre de 2012

No me gusta cuando callas

No me gusta cuando callas
porque estás ausente
y las lenguas de fuego
te destrozan por dentro.

No calles
el silencio mata lentamente
tu derecho.

Hazte voz
y se vos
no me gusta que te silencies
-las llamas acechan tus entrañas-.

Mujer es más que resignada y silenciosa sonrisa
cerezo en flor o bella mariposa de un día.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Hablaban de los humanos

El ombligo habló:

Soy una cicatriz que les recuerda su dependencia vital de otro, aunque sean individuos y yo sirva, solamente, para acumular pelusa.

La pelusa habló:

También prefiero estar debajo de la cama, donde se esconde el miedo. Tal vez por eso me sacan de vez en cuando.

El ombligo observó:

Nos limpian para verse mejor y oler menos feo.

La pelusa replicó:

Eso no está del todo mal. De todos modos me las arreglo para volver.

jueves, 15 de noviembre de 2012

El papá está contento


Para leer el siguiente texto, recomiendo escuchar a Julus La Rosa - Eh, cumpari.

Dedicado a mi vieja, que sabe de nostalgias.

****************


En casa, nos referíamos a mi viejo como "el papá".

-Vieja, el papá pregunta si vas a hacer unos mates.

Y mi mamá ponía la enorme pava ennegrecida al fuego. Los tanos nos apropiamos de esa costumbre. La vieja no se llevaba el equipo de mate hasta el tallercito donde el papá arreglaba zapatos, lo que hacía era ir y venir por la galería larguísima de la casa chorizo. De paso, en cada pasada arrancaba una hoja seca, un yuyito; enderezaba alguna planta. Todo el camino estaba sembrado en macetas de distintos tamaños. Y así se pasaban la tarde, después de la siesta. El papá en el taller de compostura de calzados y la vieja cebando mate. El papá silbando canzonettas, martillando, pegando tacos y la vieja, generalmente silenciosa, iba y volvía. "No parla ma pero..." decía él.

Me gustaba escucharlo cantar y silbar. De vez en cuando me acercaba sin que se diera cuenta y me quedaba afuera, pegada a la pared. La mamá -también a ella la llamábamos así- me miraba sin decir nada y entraba y salía a cada rato. Creo que era petisita por el desgaste de tanto caminar y por sus piernas chuecas. Igual que el papá.

El taller era una caja de resonancia de madera y chapa. Su silbido, una flauta que lanzaba borbotones de friscalettu. En ese momento no me daba cuenta, pero estaba creciendo lejos del pueblo y yo también necesitaba acercarme un poquito a esos recuerdos. Y el viejo cantaba.

- ¡Eh Cumpari! ci vo sunari.
¿Chi si sona? U friscalettu.
E comu si sona u friscalettu?

Y acá el silbido -fi fi fiuu- que cerraba la primera estrofa -u friscalette, tipiti tipiti ta.

Marcaba el ritmo con el martillo en las mediasuelas. Yo podía espiarlo porque la pared de madera tenía algunos agujeros fisgones por donde se colaba el sol. No había ventanas, era un galponcito; y esa luz mantenía en equilibrio una danza de pelusas flotantes, algo de polvillo y la sombra en la cara del viejo, especialmente en sus ojos.

Entre estrofa y estrofa, tarareaba el intermedio instrumental: Bouuombo, bombo, bombo; bouuombo, bombo, buo.

-E cumpari, ci vo sunari.
Chi si sona? U saxofona,
E como si sona u saxofona?
Tu tu tu tu u saxofona
fi fi fiuu friscalette,
tipiti tipiti ta.

Lejos de la alegría de u friscalettu el viejo estaba triste. Creo que por eso cantaba. Si uno no se detenía a mirarlo, parecía contento. Pero no sonreía. En la cara, se le revelaba la profundidad de la distancia mientras agregaba instrumentos a su interpretación.

-E cumpari, ci vo sunari.
Chi si sona? U mandolinu.
e comu si sona u mandolinu?
a plig a plin, u mandulin,
tu tu tu tu u saxofon fi fi fiu
u friscalette, tipiti tipiti ta.

Y yo imaginaba que en su cabeza sonaban todos estos instrumentos porque lo llevaban de vuelta a Sicilia, a Campobello, a sus campos y su arado, su trigo y su cebada, su caballo, sus amigos, sus montañas y su tierra. Y yo pensaba que eso lo hacía feliz.

-E cumpari, ci vo sunari.
Chi si sona? u viulinu.
E comu si sona u viulinu?
A zing a zing, u viulin,
a pling a pling, u mandulin
tu tu tu tu u saxofon fi fi fiu
u friscalette, tipiti tipiti ta.

¡Madonna santa! Cuánta alegría en la voz y en el silbido y cuánta nostalgia en el gesto.

-E cumpari, ci vo sunari. Chi si sona? a la trumbetta.

Él tocaba la trompeta en la banda de su pueblo, en los desfiles, en los entierros, en los casamientos.Todo aquello que había sido parte suya y que no podría volver a tener jamás.

-Ma comu si sona a la trumbetta? Papapapa a la trumbetta.

El viejo se doblaba por momentos, le pesaba el cuerpo de inmigrante, sin su pueblo, sin su campo. Se conformaba con esa anónima soledad que volcaba en una huerta al costado de las vías, en un terreno fiscal, cerca de donde trabajaba como ferroviario.

-A zing a zing, u viulin,
a pling a pling, u mandulin
tu tu tu tu u saxofon fi fi fiu
u friscalette, tipiti tipiti ta.

Y el viejo lloraba. Sabía que no debía mirar atrás. Las lágrimas solamente están hechas para aliviar momentos.

E compari, ci vo sunari. Chi si sona? a la trombona.
Ma comu si sona a la trombona.
A fumma a fumma a la trombona,
Papapapa a la trumbetta,
A zing a zing, u viulin,
a pling a pling, u mandulin,
tu tu tu tu u saxofon fi fi fiu
u friscalette, tipiti tipiti ta.

Mientras, con toda la orquesta ya sonando en el gran final, se secaba los ojos con las manos, rápido y al descuido.

Yo lo supe, espiando al papá por las hendijas del galponcito, mientras la vieja ya dejaba de cebar mate y se ponía a preparar la cena para todos; mis ocho hermanos, mi tío, el viejo y algún paisano que se acercara de visita.

Mar o río

Si hoy río, me mareo
-si mar o río-
da igual.

Ver(de) salvación

-Vean a qué cosas se aferran los seres humanos.
Isidoro Blanstein, en La salvación.

Pasado, presente. La cantó. Quiso salvarse y se salvó. Se aferró a eso, murió. Era verde, de verdad. La verdad pesa mucho, especialmente si la llevás envuelta en un paquete y morís con ella sobre el pecho, sin haberla descubierto.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

XX (equis, equis): El objeto del relato

El verdadero relato comenzará después de leer este texto. Nadie podrá prever su alcance. Ni siquiera podrá preverse si quien lo copia lo leerá. Si usted lo está leyendo en este momento, notará cierta ausencia. Tal vez no. Pero eso que no está, usted lo traerá hasta aquí, a su memoria, a su interpretación; para que lo que estas palabras tratan de decir, al menos, le digan algo. ¿Para qué lee, si no?

Por eso, le voy a ayudar a acarrear eso que todavía no sabemos qué es, pero que le molesta, le preocupa, le ocupa el día y a veces le cuesta más de una noche de insomnio. Hágale un espacio entre esta palabra y el punto que sigue.

En esto coincidiremos, y no es magia sino sentido común, tiene que ver con la misma vida. Esa que es común a todos, por vivos o por muertos, por presencia o ausencia. Sin embargo, el objeto de nuestro pensamiento no va a coincidir con los de los pensamientos ajenos. No con todos. Ni con muchos. Con suerte algunos.

Y ya se estará preguntando a dónde quiero llegar con tanto palabrerío. Llegaré hasta donde usted, lector, lo permita, si es que todavía está leyendo. Si es así, es porque le gusta leer, le gusta pensar y no quiere recibir todo masticado, deglutido y regurgitado. Eso se lo deja al bolo alimenticio, lleno de saliva. Si está acá conmigo, aún hasta ahora, es porque no le gusta que le den todo atravesado por la interpretación de otro como un absoluto de verdad; usted quiere un relato que pueda completar con sus propias ideas.

Ahora, si me permite el atrevimiento, me gustaría saber qué es lo que completó entre la palabra y el punto.

¿Nada? No se preocupe. Le puedo facilitar una palabra: problemas. Y no soy pitonisa. Son, simplemente, situaciones por resolver. Aunque de esas, tenemos todos.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Quiero mi tren

Era una torre, con una veleta que odiaba al viento y lo demostraba dándole vuelta la cara. Abajo, a las cinco en punto, servían té con masas. A las tres, los fantasmas lo devoraron todo.

Torre de los ingleses. Rosario

domingo, 11 de noviembre de 2012

Te preocupás

Te preocupás con las tripas
                     materia gris, manos.
                                Te preocupas con las uñas
                                               con el pelo, con los labios.
                                                                La piel interna de las mejillas,
                                                                                      el cuello, tus excresiones.

                                                                                                                     Con la comida
                                                                                                              bebida alcohol 
                                                                                                       o té digestivo
                                                                                                   o farmacia.

                                                                           Te preocupás con todo
                                                               lo que signifique nada
                                                      o no diga algo.
Obra: Rodolfo Zappino

sábado, 10 de noviembre de 2012

Hipótesis condicional


Yo habría decidido
Tú habrías decidido
Ella no habría decidido
Si nosotros hubiésemos decidido.


Las sorpresas son así. Caen. Como una estalactita en la espalda o como una frazada amable. Cuando Elena escuchó esas dos confesiones inesperadas, una púa de hielo le recorrió las vértebras. Lo disimuló bien. Ellos se sacaron un peso de encima y ella pasó a ser un changarín del mercado de culpas ajenas. Hubiese preferido no enterarse nunca de nada.

Marcelo la encontró en una red social como contacto de una antigua amistad. Los primeros mensajes sirvieron para ponerse al día con el presente de cada uno. Ella le contó lo de su reciente separación.

–Todavía estoy trabajando en eso, estuve casada quince años- le dijo –y por el momento vivo con mis viejos hasta que encuentre algo para alquilar.

-Yo me casé hace siete años y tengo dos pibes. La verdad es que me costó bastante ponerme las pilas con una relación. Pero ahora estoy bien. Mis viejos en su casa.

-Tampoco los vi más. Bueno, me alegro entonces.

-¿Se siguen viendo con la Negra?

-No, ella hizo la suya. Viste cómo es la vida. Ella fue más amiga tuya que yo, al menos te pudo ir a visitar. A mí no me dejaban viajar, ¿te acordás?, y vos nunca más volviste.

-Vos estás igual, pero con pelo largo.

-Vos tenés pancita.

-Y menos pelo. ¿Sabés?, me gustaría verte de nuevo. Siempre te tuve en la cabeza. Nunca dejé de pensar en vos.

Estela se llevó una mano al pecho. Hacía mucho tiempo que había asumido el abandono  como un amor no correspondido. Se sintió con derecho a reprochar.

-¿Y por qué desapareciste entonces? Por un lado me halaga pero por otro, por culpa de eso, no te das una idea de lo que fue para mí superarlo. Es más, vos fuiste el amor de mi vida, a lo mejor por eso mismo, porque no fue. No sé.

-Para mí también, no creas. Desaparecí porque una persona que te quería mucho, bah, calculo que te sigue queriendo, me mandó una carta pidiéndome que te dejara en paz.

¿Un amor truncado por amor, que todavía estaba ahí como una herida mal curada? Demasiado romántico. ¿Por qué esto ahora? Sus emociones a flor de piel la plantaron en la adolescencia. Los hubiéramos y hubiésemos le traían al galope y agarrados de las crines,  la inevitable especulación sobre su historia. Si no hubiesen intervenido, ¿habrían estado juntos de nuevo?

-¿Quién? ¿Cuándo? ¿Una amiga, un amigo? ¿Fue la Negra?- Estela desbarrancó preguntas.

-Se dice el pecado, pero no el pecador.

Se tomó la cicuta así como venía. Le hubiese gustado decirle que era una canallada, que esa frase era una maldita y cobarde justificación que lo liberaba de culpa. Pero no. Se quedó muda, sintió un calambre desde la boca hasta la laringe y luego, la parálisis.

Durante un par de semanas, sólo pensó en quién podría haber sido tan condenadamente hijo de buena madre que la había invadido de tal manera; callada y eficaz. Tan cínica. Aunque volvió a preguntarle, Marcelo solamente le aclaró que esa persona creyó que hacía lo correcto. Algo estaba justificando. Había tirado una bomba y lo sabía.

La última conversación fue por teléfono.

-Mirá, mi mujer vio algunos mensajes que me mandaste y se me armó.

Estela no necesitaba más excusas ni encontrarse con más problemas. Era un cobarde. Lo eliminó de su vida rápidamente y ya no le importó si lo de la carta era o no una mentira. Ya no valía la pena. Pensó en la Negra y le deseó que le haya ido bien en la vida.

Si no hubiese estado viviendo con sus padres, si entre mate y mate no le hubiese contado ese reencuentro a su madre, si no hubiese dudado frente a ella sobre la existencia de esa carta. Pero no. La vida puede ser un ciclo, un ida y vuelta o una calesita. Después de veinticinco años, se le escapó el llanto. Estela desengañada de su amiga, de su ilusión de adolescente que no la dejaba crecer; parecía volver al dolor de los diecisiete.

La madre la miraba. La madre la escuchaba. Finalmente, habló:

-Fui yo.

Hubiese preferido no saberlo. Pero es así. Las sorpresas, a veces caen como una estalactita en la espalda.
*****
Te sugiero terminar la lectura escuchando La Renga: El cielo del desengaño

sábado, 3 de noviembre de 2012

Fabulaciones de un perseverante

Podés completar la lectura escuchando La fulana, por Jorge Vidal





Se me había ocurrido que ella iba a ir. Llegué con el pantalón arremangado hasta las rodillas, sin medias y con los zapatos en la mano. Le pedí al mozo un poco de algodón y alcohol porque me hice un tajo con algo que no vi cuando crucé la calle. Era una locura creer que iba a verla llegar, como todos los días, a su trabajo.
Miraba la calle a través del vidrio de la puerta como un perro esperando encontrar comida, la vidriera del bar estaba tapada de gente apelotonada abajo de los toldos. Soy un iluso, pero tenía la esperanza. De cualquier manera tenía que quedarme al menos hasta que el agua de la calle bajara un poco, como para cruzar hasta la parada del colectivo.
Los conocí en el cumpleaños de un amigo en común. Todos tomando alcohol menos yo, que no puedo. Cualquier hombre se da cuenta cuando una mujer se le insinúa. No pasó nada, pero era lógico, estaba el marido, estaba mi señora. Le cruzaba la mirada todo el tiempo, ella parecía incómoda y le clavaba los ojos a mi mujer, vi el desprecio.
Fue al baño. Disimuladamente la seguí y le pedí el teléfono. Se negó varias veces. Me dio un número, uno cualquiera. Después entendí. Esperé un par de días que me llamara. Ahora no entendía. No acepto un no como respuesta ni admito un desplante. Conseguí el número de la casa. El marido sale a las dos de la tarde para el gimnasio. Ella llega a las doce y media del trabajo y se vuelve a ir a las cuatro. La llamé, me atendió varias veces como a un desconocido. Así fue hasta que cambió el número. Sé donde trabaja. Ahora sí entendí. Ella sabe que la sigo.
En ese tiempo llegué a creer que me estaba evitando. Estaba seguro de que el marido la tenía controlada, porque si no quería saber nada conmigo me lo hubiese dicho sin tantas vueltas. En cada llamado siempre fui cauto pero directo, quería verla. Ella solamente escuchaba y  cortaba. La última vez me dijo que le iba a decir al marido. Mujer de un solo hombre, claro, tenía que hablar con él primero, separarse.
En la calle, la lluvia se burlaba de mi ansiedad. Me pedí otro cortado, agarré el diario y cada tanto levantaba la cabeza para mirar un poco a ver si aparecía. Pero habían pasado unas dos horas, ya no iba a venir.

Me calcé otra vez cuando paró de sangrarme el pie. Estoy hecho para recibir heridas y sufrirlas. Esta mujer me enloquece con sus evasivas y yo me empeño más en conseguirla, es su estrategia. Por qué, si no, su sonrisa en esa reunión, su amabilidad su nerviosismo cuando me dio el número de teléfono. Se equivocó. Yo lo entiendo.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Volare (¡Oh, oh!)

Están quienes creen que vuelan y en realidad dan saltos y usan plumas falsas. Quién sabe, yo puedo ser uno de esos, pero no vendo otra cosa. Comparto mis incertezas sin disfrazarlas. Soy duda y pregunta, por eso sé que estoy viva. Voy dando saltos pero las plumas son mías.