sábado, 10 de noviembre de 2012

Hipótesis condicional


Yo habría decidido
Tú habrías decidido
Ella no habría decidido
Si nosotros hubiésemos decidido.


Las sorpresas son así. Caen. Como una estalactita en la espalda o como una frazada amable. Cuando Elena escuchó esas dos confesiones inesperadas, una púa de hielo le recorrió las vértebras. Lo disimuló bien. Ellos se sacaron un peso de encima y ella pasó a ser un changarín del mercado de culpas ajenas. Hubiese preferido no enterarse nunca de nada.

Marcelo la encontró en una red social como contacto de una antigua amistad. Los primeros mensajes sirvieron para ponerse al día con el presente de cada uno. Ella le contó lo de su reciente separación.

–Todavía estoy trabajando en eso, estuve casada quince años- le dijo –y por el momento vivo con mis viejos hasta que encuentre algo para alquilar.

-Yo me casé hace siete años y tengo dos pibes. La verdad es que me costó bastante ponerme las pilas con una relación. Pero ahora estoy bien. Mis viejos en su casa.

-Tampoco los vi más. Bueno, me alegro entonces.

-¿Se siguen viendo con la Negra?

-No, ella hizo la suya. Viste cómo es la vida. Ella fue más amiga tuya que yo, al menos te pudo ir a visitar. A mí no me dejaban viajar, ¿te acordás?, y vos nunca más volviste.

-Vos estás igual, pero con pelo largo.

-Vos tenés pancita.

-Y menos pelo. ¿Sabés?, me gustaría verte de nuevo. Siempre te tuve en la cabeza. Nunca dejé de pensar en vos.

Estela se llevó una mano al pecho. Hacía mucho tiempo que había asumido el abandono  como un amor no correspondido. Se sintió con derecho a reprochar.

-¿Y por qué desapareciste entonces? Por un lado me halaga pero por otro, por culpa de eso, no te das una idea de lo que fue para mí superarlo. Es más, vos fuiste el amor de mi vida, a lo mejor por eso mismo, porque no fue. No sé.

-Para mí también, no creas. Desaparecí porque una persona que te quería mucho, bah, calculo que te sigue queriendo, me mandó una carta pidiéndome que te dejara en paz.

¿Un amor truncado por amor, que todavía estaba ahí como una herida mal curada? Demasiado romántico. ¿Por qué esto ahora? Sus emociones a flor de piel la plantaron en la adolescencia. Los hubiéramos y hubiésemos le traían al galope y agarrados de las crines,  la inevitable especulación sobre su historia. Si no hubiesen intervenido, ¿habrían estado juntos de nuevo?

-¿Quién? ¿Cuándo? ¿Una amiga, un amigo? ¿Fue la Negra?- Estela desbarrancó preguntas.

-Se dice el pecado, pero no el pecador.

Se tomó la cicuta así como venía. Le hubiese gustado decirle que era una canallada, que esa frase era una maldita y cobarde justificación que lo liberaba de culpa. Pero no. Se quedó muda, sintió un calambre desde la boca hasta la laringe y luego, la parálisis.

Durante un par de semanas, sólo pensó en quién podría haber sido tan condenadamente hijo de buena madre que la había invadido de tal manera; callada y eficaz. Tan cínica. Aunque volvió a preguntarle, Marcelo solamente le aclaró que esa persona creyó que hacía lo correcto. Algo estaba justificando. Había tirado una bomba y lo sabía.

La última conversación fue por teléfono.

-Mirá, mi mujer vio algunos mensajes que me mandaste y se me armó.

Estela no necesitaba más excusas ni encontrarse con más problemas. Era un cobarde. Lo eliminó de su vida rápidamente y ya no le importó si lo de la carta era o no una mentira. Ya no valía la pena. Pensó en la Negra y le deseó que le haya ido bien en la vida.

Si no hubiese estado viviendo con sus padres, si entre mate y mate no le hubiese contado ese reencuentro a su madre, si no hubiese dudado frente a ella sobre la existencia de esa carta. Pero no. La vida puede ser un ciclo, un ida y vuelta o una calesita. Después de veinticinco años, se le escapó el llanto. Estela desengañada de su amiga, de su ilusión de adolescente que no la dejaba crecer; parecía volver al dolor de los diecisiete.

La madre la miraba. La madre la escuchaba. Finalmente, habló:

-Fui yo.

Hubiese preferido no saberlo. Pero es así. Las sorpresas, a veces caen como una estalactita en la espalda.
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Te sugiero terminar la lectura escuchando La Renga: El cielo del desengaño