domingo, 25 de noviembre de 2012

El Tarta


El Tarta tenía un tic complejo que lo llevó siempre a lugares insospechados; hacia polos opuestos, desde la complicidad hasta el cachetazo limpio de cinco dedos al derecho, y al revés con mano cerrada. Además, como era tartamudo, le costaba explicar que sus gestos eran impulsos nerviosos involuntarios, pero la voluntad de los demás no era suficiente para esperar a que terminara de hablar.

Lo salvaba el ser bien parecido –esa adjetivación siempre me pareció tan relativa, ¿bien parecido a quién?, siempre me lo pregunté-, ganaba con las mujeres osadas, perdía con las más recatadas. Esto le generaba no pocos sinsabores. No podía elegir, ni siquiera negarse, al avance de cuanto ser humano viese en sus gestos una invitación al sexo.

Un caso paradigmático en su vida fue aquel que involucró a Angelita Salvadora Fuentes, quien luego de conocerlo, prefirió suicidarse para no hacerse monja.

Hija de una familia muy devota, era la destinada a ser santa. Su hermano mayor era el sacerdote del pueblo. La custodiaba día y noche para que permaneciese doncella. Esto se mantuvo hasta que apareció el Tarta. Ella cometió el error de ir a confesarse con su hermano, confiando en el perdón y en que el secreto de confesión la salvaría del castigo familiar. No quería ser monja. Tenía diecisiete años, en todas partes florecía una revolución que promovía el amor libre, los colores, y el vuelo de la conciencia que a ella le pesaba tanto. Y se equivocó. Se equivocó en suponer que se salvaría de ser monja, y al interpretar las gesticulaciones del Tarta.

El muchacho era obrero de la construcción, se encontraba trabajando en las reformas que había encargado el cura para la iglesia. Una ampliación de la torre, donde estaba proyectado un campanario que invitaría a celebrar misas, casamientos, bautismos; y recordaría, cada hora, a dios y María santísima, especialmente cuando sonara a la madrugada o a la hora de la siesta. La empresa lo había llevado a ese pueblo, y allí vivió hasta que tuvo que huir perseguido por una turba furibunda.

Angelita iba todos los días a llamar a su hermano para que fuera a almorzar; a esa hora, el Tarta estaba en el descanso de la escalera, justamente descansando y comiendo algo.

Ella escribió en su diario: “Me hundo en sus ojos celestes después de nadar en su piel bronceada. Paso rápido por delante de él, no puedo evitarlo y ahora no quiero. Desde el primer momento me ha guiñado un ojo y cabecea invitándome para que me acerque. Es tan lindo. Tan osado. Lo saludo y se queda diciendo Ho, ho, ho. Creo que lo he impactado.”

Sin embargo, el Tarta, cada día saludaba a la muchacha sin completar el hola.

“Hoy volví a verlo y me ha vuelto a incitar descaradamente. Estoy sintiendo cosas que no imaginaba, especialmente entre mis piernas. Perdón Dios mío, por lo que siento, pero me parece que hoy le entrego lo más preciado que tengo sin estrenar”

Así fue tomando valor, o calor, y uno de esos mediodías se entregó al albañil; con algo de miedo al principio, sólo al principio, porque las medias can can se las puso de bufanda al Tarta. Perplejo ante la robusta muchacha que se le abalanzaba, prefirió entregarse antes que decepcionarla.

Así fue el comienzo. El muchacho se apuraba para tratar de terminar la torre y poder irse antes de que se descubriese el delito.

Angelita, tras una lucha intensa con su conciencia, una mañana decidió confesarse. Fue a la iglesia a ver a su hermano.

El cura, ya lo miraba raro desde el principio y ahora mucho peor. El Tarta estaba tan nervioso que se le había agregado otro tic en el brazo derecho. Se le cerraba el puño y lo sacudía de abajo hacia arriba, mientras guiñaba el ojo y cabeceaba. El cura escribió en su diario: “Me hundo en sus ojos celestes después de nadar en su piel bronceada…”

Y en un pueblo pequeño, las noticias desgraciadas corren como reguero de pólvora.