Ese balcón, en el medio de un edificio, en el medio de la cuadra, en el centro de la ciudad; nos hizo levantar la cara, mirar para arriba, estirar y ensanchar las narices para oler mejor.
Nunca habíamos pasado por esa calle para ir a la escuela, que queda cerca de nuestro departamento; serán unas seis cuadras más o menos, pero, como mamá siempre anda apurada, me sube al auto, con los minutos contados para llegar a clase y hacemos el trayecto en un momentito encapsulados en el vehículo. No habíamos pasado caminando por ahí hasta ese día, que tenía el auto en el taller y más apurada y nerviosa estaba porque decía que iba a llegar tarde a todos lados.
El caso es que íbamos caminando y olí un aroma raro, algo como dulce pero suave, y no sabía qué era. Me llamó la atención.
- ¿Qué olor es ese, mamá? – Pregunté, porque nunca había olido nada parecido y mi nariz estaba entre embelesada y confundida. Porque además, me provocaba la sensación de recuerdos, pero no un recuerdo en especial, no; la impresión de estar en otro lugar, en otro momento que me hacía sentir bien.
- ¿Cuál, qué, qué Tomi?
- Ese perfume mamá, es un perfume suave.
- No sé, Tomi, será el café con leche y medialunas recién hechas del bar que pasamos.
- No, no mamá. Levantá la nariz, levantala, dale.
Mi mamá, como siempre, apurada, no quería hacerme caso; pero lo hizo. Y fue raro, muy raro, porque de pronto, como si la hubiese tocado jugando a la popa hielo, se quedó quieta, con la nariz bailándole allá arriba y se sonrió, medio triste la sonrisa, pero parecía que le había gustado. Hasta creo que cerró los párpados, no se los vi, estaba con la cara apuntando al balcón. Esperó un ratito y el pecho le subía y bajaba despacito y después se le entrecortaba un poco la respiración. Me miró, con los lentes oscuros que ella usa no le pude ver los ojos, pero se le escapaba un hilito mojado por detrás de los vidrios que reflejaban mi cara de asombro.
- No lo puedo creer – me dijo – huele a la casa de mi nona. No se apuró para decirlo.
Yo sé, que cada casa tiene un olorcito particular. No es igual en ninguna de ellas, y no hablo solamente del olor a Roquefort de las zapatillas antes del lavado, sino de una mezcla de aromas que se desprenden de los materiales de la construcción, de los muebles, de la ropa, de las costumbres de los que viven allí, de lo que comen y también de la piel de cada uno. En mi casa no noto eso, puede ser el olor del desinfectante del inodoro, eso sí, o el insecticida o los productos de limpieza o el olor del cigarrillo.
Sin perder tiempo, mi mamá habló con el portero y le preguntó de dónde venía ese olor y qué era. Se olvidó que se hacía tarde para la escuela.
-¡Ah, sí! Una señora mayor que vive en el cuarto piso. Pero tiene el balcón lleno de macetas, menos mal que este edificio está bien construido, porque si no, se viene abajo. Vaya uno a saber cuál de las plantas que tiene ahí es la que usted dice, porque seguro que es alguna de esas plantas.
Mamá me dejó en la escuela y creo que ese día se lo tomó libre, primero, porque me fue a buscar, no me volví con el transporte, que dicho sea de paso, tarda más que si volviese caminando, como lo hicimos ese día; y segundo, porque cuando íbamos de vuelta por la misma calle me dijo que teníamos que hacer una visita. En el tiempo que estuve en la escuela, lo había arreglado todo. Algo raro le pasaba, estaba contenta; al menos, no tenía esas arrugas encima de la nariz.
Llegamos al edificio y subimos. Cuando se abrió la puerta nos recibió una ola de aromas que me volvieron a dar esa sensación que no conocía y una señora mayor, delgada, casi sin arrugas y con una cara y unos modales que nos contagiaban paz y calma nos dio la bienvenida. Mi mamá era otra. Yo trataba de adivinar si era limón, algo de naranja y un toque de vinagre suave, o maderas, algo extraño pero agradable. La señora me invitó a pasar a su jardín colgante, era evidente que ya había hablado con mi mamá, para que yo mismo buscara la planta con ese aroma que me llamó la atención.
¡Caramba, cuando vi ese jardín me acordé de la clase especial de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo! Los Jardines Colgantes de Babilonia debían ser más maravillosos de lo que son en esas láminas pintadas y sin vida. Si esto en pequeño tenía tanto poder sobre mi espíritu, algo más grande haría que mucha más gente, como mi mamá, comenzara a cambiar su manera de vivir y de sentir las cosas.
La verdad es que eran muchas, muchas macetas, y la señora nos contaba que ese lugar era especial porque le proveía alimentos y especias para condimentar, pero también un sitio donde sentarse a soñar. Siguiendo a mi nariz, mientras buscaba como un perrito un sitio para marcar territorio, ella me explicaba que esa plantitas que se trepaban eran judías, habas, lentejas y hasta pepinos; que abajo, tenía lechuga y rúcula; pero en un momento en que me di vuelta, vi tomates colgando.
- ¡Mirá, mamá! ¿Los tomates salen de esa planta? – Le pregunté a la anciana, y sonriendo me respondió que sí, que también se trepaba por el enrejado y que siempre tenía ensalada lista; entonces, sacó uno, lo lavó y me lo dio.
- Probalo – Me dijo, la miré a mamá y me hizo un gesto para que confiara. Ahí me di cuenta de que el aroma del tomate es el del amanecer de un día cálido de verano, o de un almuerzo al aire libre en una jornada tibia y de sol. Tiene un aroma verde, a pesar de ser rojo; porque lo olí y tuve esa sensación de hierba recién cortada, de tierra húmeda. Su piel lisa, brillante; muy delgada, casi translúcida, reflejaba la luz con suaves tonos de espejo. Sin embargo esa aparente debilidad de la cáscara, se resistió a la primer mordida; al presionar con los dientes se hundió la carne primero y luego se cortó la delgada película; y ahí es cuando explotó en un torrente de jugo chorreante, difícil de controlar en su desborde y el sabor me invadió toda la boca; un sabor que no es completamente dulce ni es totalmente agrio, porque tiene la característica de lograr el punto medio en que la acidez es agradable y deleitosa.
En otras macetas pequeñas, los colores eran brillantísimos, me dijo que eran ajíes muy picantes que se nombran comúnmente con una mala palabra; porque cuando se los come pican mucho, mucho y hay que saber usarlos; de esos no me dio. Pero había más, y me dijo que muchas cosas que comía también estaban enterradas y que yo no las reconocía porque nunca las había visto así; eran papas, zanahorias, cebollas y rabanitos en macetones amplios y en otros más altos pero menos anchos, tenía un manzano especial, quinotos, y también, desde un rincón del tejido de protección pendían frambuesas.
De todo un poco probé ese día, y con mamá nos llevamos de regalo ramitos de albahaca, tomillo y romero. Pero lo más importante sucedió cuando identifiqué el aroma particular, como una mezcla de anís suave, y eso lo sé por una botella de licor que hay en casa, con algo de menta.
- ¡Ésta, mamá! ¡Es ésta!
- Eso es hinojo salvaje, esta mañana temprano corté algunos brotes y eso lo hace oler más, justo cuando ustedes pasaban, seguramente. Algo les despertó en la memoria, la que se recuerda y la que está ahí, desde muchos años antes de nacer.
No entendí bien, pero dijo eso mirando a mi mamá, y ella, que siempre anda apurada, nerviosa, sin ganas de nada más que llegar a casa y tirarse a descansar; le devolvió una sonrisa calma y agradecida. Algo tuvo que ver ese jardín en mi nueva mamá. Lo digo así porque desde hace un tiempo, estamos cultivando nuestro pequeño jardín de balcón, con todos esos vegetales arriba y debajo de la tierra, que yo mismo toco con mis manos, que desmenuzo y huelo cuando riego. Frutas, verduras, hortalizas y hasta hierbas salvajes que yo mismo veo y ayudo a crecer y que, cuando algunos maduran o tienen el tamaño adecuado los retiro, limpio y preparo para comer; pero otra de las cosas que me gustan hacer en nuestro rincón, es sentarme a soñar y respirar, porque ese aroma, el primero que noté aquel día, no sé por qué, me lleva a ese lugar y tiempo que no conozco pero que recuerdo, y que mi mamá dice que es el olor de la casa de su nona. A propósito, mi casa ahora sí, tiene su propio aroma, y esta vez es el de nuestro jardín y el de nuestra piel y espíritu más sanos y felices.