martes, 25 de diciembre de 2012

El poder de(e)scribir

Suelo dejar de soñar, pero jamás mientras duermo. El problema es que no recuerdo. Puedo verme dormir y soñando, puedo ver que me veo durmiendo y soñando, puedo ver que me veo viéndome durmiendo y soñando. Escribir me permite también imaginar que sueño mientras estoy despierta, verme mientras escribo que me imagino que sueño mientras estoy despierta y ver que me veo escribiendo que me imagino que sueño todo el tiempo mientras estoy despierta.

martes, 18 de diciembre de 2012

Ahogo

El aire escaso y pétreo se impone
por las normas imposibles de tu física
hoy
quisiera no necesitarlo así.
Le servirá a los gusanos.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Sólo para entendidos vitivinólocos:



Lancelot prefería merlot, aunque era lo único que se servía en Camelot.

Sarmiento gastaba fortuna en masajistas: estaba lleno de nudos.
También en el podólogo: le salía un sauvignon en invierno.
¿Cuál era la joya favorita de Sarmiento? Los zarcillos.

Una noche fue a un cavernet, lo recibieron de franc:
-Su(b)Va, ya que vino...
Pero se fue a dormir tempranillo.
Alguien le dijo: -¡C(s)epa Ud. que es una borgoña!
Y se quedó pensando: ¿Syrah cierto? Porque soy bastante bonarda.


domingo, 16 de diciembre de 2012

Cuidado con lo que deseas

No puedo con mi genio. He usado corchos cuya resistencia vencería al más fuerte de los sacacorchos. He procurado que la lámpara quedara oculta y lejos de cualquier frotamiento intencional o accidental. Pero siempre encuentra la manera de aparecerse y sugerirme que realice mis más variados deseos. Una y otra vez, luego de pensar en ellos, le pido que regrese a donde estaba.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Saber dónde

Me duelo en los huesos
en el sepulcro de la justicia,
al menos concédeme la muerte
para saber dónde derramarme.


martes, 11 de diciembre de 2012

El poeta de la plaza

Un indigente loco, en una plaza, me recitó algo de Neruda por unas monedas. El poeta buscó el vino; y yo, vestigios de mí en él.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Por el amor de dios, permítanme una pregunta

Si no le hubiesen puesto un nombre
y llevado en sus armas
y clavado en cada pensamiento
para hacer esclavos.

Si no le hubiesen puesto un nombre
que se compra con almas
que se vende con sangre
y se vive con espinas.

Si no le hubiesen puesto un nombre
más grande que los hombres
¿hoy seríamos iguales?

La voz

Si callas, algo muere; María.


viernes, 30 de noviembre de 2012

Silbatuga


-La maté, sí señor juez, pero no fue mi culpa; tampoco la de ella. Hago responsable de esta pérdida al inescrupuloso comerciante, mercachifle de cuarta, farsante de feria trucha; ese señor que está sentado ahí, mirando desde el público como si esto le fuese ajeno.
-¡No ha lugar!
-¿No? Claro, –susurré- debe estar arreglado con Capone.
-Dígalo en voz alta al jurado, no masculle.
-Que debería estar regulado cuando uno pone toda la ilusión al comprar un objeto, porque así me lo vendieron, como un ob-je-to lo que, en realidad, era un pobre animalito exótico y último en su especie.
-Se refiere a la silbatuga.
-Sí, señor juez, me refiero a la silbatuga. Si hubiese sabido que era un animalito jamás lo hubiese comprado y es más, lo habría denunciado. Pero me di cuenta demasiado tarde. Parecía una lámpara con forma de tortuga, y con su cabecita y sus patitas emplumadas, eran tan coloridos su caparazón y sus plumas, era tan luminosa cuando emitía esos adorables silbidos de ruiseñor japonés. Sí, se encendía cuando silbaba, e iluminaba suavemente toda la habitación. Me arrullaba con su canto de pájaro y yo soñaba con vuelos astrales, atravesando paisajes maravillosos. El primer día fue un solaz para mi descanso. Gorgeó con el mejor de sus trinos y se silenció al cabo de unos minutos de mi sueño. La segunda noche su canto fue más alto y un tanto más agudo, aún así, encantador e hipnótico. Pero cada noche se hizo más intenso y prolongado, señor juez, tanto que hasta los vecinos me pedían que apagase aquel aparato; porque usted sabe, le he dicho, que no sabía que era un animal. Creí que su desplazamiento se debía a las vibraciones del sonido, era así de lenta para moverse, tenía que ponerla cada mañana otra vez en su lugar porque la encontraba tirada en el piso, patas para arriba. No encontraba manera de silenciarla, no tenía interruptor, ni cables; solamente un agujero por donde supuse llevaba la batería.
Si hubiese sabido que gritaba porque estaba hambrienta, le hubiese dado de comer, porque no soy tan inhumano. Señor juez, yo solamente quise sacarle la batería.


miércoles, 28 de noviembre de 2012

Desgalajamiento a los menefreganos

¡Cómo es la quietancia
-ansiolítica del aquietante,
de los menefreganos-!

En el entredor
de la furifundia
desgalajo una filipendia.


Y que te raspa, raspa,
y que te pica, pica.

domingo, 25 de noviembre de 2012

El primer día de una nueva vida


Once de la mañana. Hermelinda volvía del trabajo y, luego de pasar por el almacén, llegó a su casilla en Villa Tacuarita con el bolso de los mandados lleno. Transpirada, a pesar de ser un frío día de abril, pone el paquete sobre la mesa, prende la radio y se va al dormitorio para cambiarse. Ramón estaba acostado y roncaba. Orselli, un joven locutor, luego de repetir la noticia del alunizaje del módulo Orión, anunciaba su nombre, o hablaba de alguien con su mismo nombre, o eso creyó haber escuchado. Salió arreglándose la ropa, y se puso a escuchar con atención lo que decía. La estaban buscando. Hermelinda Alderete, decía Orselli, era la feliz ganadora del billete vendido en la agencia de loterías del barrio donde trabajaba. El agenciero no dudó en decir quién era porque todas las semanas jugaba el mismo número. Una nueva millonaria.
-Hermelinda trabaja en casa, sí, acá a la vuelta vivo. Trabajaba, así lo tengo que decir porque seguro que no viene más- decía la voz de una mujer al periodista- vive en Villa Tacuarita. Mirala vos, -agregó con tono de humor- ahora la vamos a tener que ir a buscar a Fisherton R, che- y se reían.
La pobre mujer se apuró a bajar el volumen de la radio, miró furtivamente para todos lados, se miró los pies y las medias rotas porque no alcanzó a ponerse de nuevo las zapatillas, corrió la cortina de la ventana; la calle estaba tranquila, los chicos jugando a la pelota en la esquina levantando polvo, todo como siempre. Se fue a calzar, tenía frío, especialmente en el dedo que se le salía por el agujero. Cuando volvió a la cocina para guardar las cosas que había traído, volvió a abrir la cortina y vio un grupo de gente de traje, hombres con corbata, mujeres de chaqueta, algunos con micrófonos, otros con cámaras, iban llegando camiones con alambres y cables por todos lados. Ramón seguía roncando. Los chicos a los gritos afuera, ninguno era de ella, no tenía hijos; los vecinos llegaban apurados masticando algo, era casi la hora de comer.
¡Ahí está! gritó uno, y empezaron los aplausos y los silbidos. Hermelinda miró para atrás. La señalaban a ella, no había nadie más ahí. La gente la llamaba coreando su nombre, ¡Herme!, ¡Herme! Y escuchó el golpe en la puerta de chapa. No alcanzaba a entender muy bien qué era lo que estaba pasando, pero apenas abrió, los vítores se renovaron. No la levantaron en andas porque era bastante voluminosa y tenía puesta una pollera. Ramón seguía durmiendo. Ella hubiera preferido esconderse.
-Dígame, ¿qué va a hacer con tanta plata?-, le preguntó una mujer rubia que miraba todo el tiempo a la cámara.
-¿Qué plata?- dijo Hermelinda, que no terminaba de caer.
-¿Usted es Hermelinda Alderete? ¿No juega todas las semanas el billete con el número 120142?
-Es mi fecha de nacimiento, sí.
-Le cuento que ganó 500.000 dólares-, la gente volvió a estallar en aplausos y gritos. Ramón ni enterado.
-Ah- suspiró ella. La periodista se dio cuenta y le aclaró la cifra: -Señora, usted ganó ¡tres millones de pesos!- y ahí la gente volvió a corear su nombre ¡Herme! ¡Herme!
-¡Uffff! Mucha plata ¿no?- y ahí empezó a sacar cuentas. Lo que le debía al almacenero, al verdulero, al carnicero; todo lo pensaba en el mismo momento, trataba de hacer cálculos, pensó en arreglar la casa, en una estufa, en una cocina, un calefón y se miró los pies. Se quedó pensativa unos segundos durante los cuales se hizo un silencio expectante. –A lo primero,-dijo- me voy a comprar un buen par de medias de lana.
Los periodistas estallaron en risas, la gente no. Ramón, se dio vuelta en la cama y roncó más fuerte.
-Se va a poder comprar una fábrica de medias, señora, es mucha plata.
-¿Ah, sí?- y otra vez sacó cuentas, pensó en su trabajo, en los viajes hasta la casa de su patrona y ahí sí se sintió favorecida por la vida, verdaderamente afortunada. -Me voy a comprar un colectivo, para mí sola, así no viajo más parada y, encima, no pago más boleto.
La prensa tomó sus palabras como una nota de color, los medios las repitieron, hicieron chistes, se burlaron: “Dios le da pan al que no tiene dientes”, debajo del titular, la foto de Hermelinda sonriente. La prensa es cruel, la foto confirmaba la ausencia de algunos dientes.

Cuando todos se retiraron, entró, buscó el billete, se lo puso en la bombacha, por seguridad; se tomó el colectivo hasta la agencia y arregló el tema del cobro. Nunca más volvió a Villa Tacuarita. Ramón, siguió durmiendo.


Audio del relato

El Tarta


El Tarta tenía un tic complejo que lo llevó siempre a lugares insospechados; hacia polos opuestos, desde la complicidad hasta el cachetazo limpio de cinco dedos al derecho, y al revés con mano cerrada. Además, como era tartamudo, le costaba explicar que sus gestos eran impulsos nerviosos involuntarios, pero la voluntad de los demás no era suficiente para esperar a que terminara de hablar.

Lo salvaba el ser bien parecido –esa adjetivación siempre me pareció tan relativa, ¿bien parecido a quién?, siempre me lo pregunté-, ganaba con las mujeres osadas, perdía con las más recatadas. Esto le generaba no pocos sinsabores. No podía elegir, ni siquiera negarse, al avance de cuanto ser humano viese en sus gestos una invitación al sexo.

Un caso paradigmático en su vida fue aquel que involucró a Angelita Salvadora Fuentes, quien luego de conocerlo, prefirió suicidarse para no hacerse monja.

Hija de una familia muy devota, era la destinada a ser santa. Su hermano mayor era el sacerdote del pueblo. La custodiaba día y noche para que permaneciese doncella. Esto se mantuvo hasta que apareció el Tarta. Ella cometió el error de ir a confesarse con su hermano, confiando en el perdón y en que el secreto de confesión la salvaría del castigo familiar. No quería ser monja. Tenía diecisiete años, en todas partes florecía una revolución que promovía el amor libre, los colores, y el vuelo de la conciencia que a ella le pesaba tanto. Y se equivocó. Se equivocó en suponer que se salvaría de ser monja, y al interpretar las gesticulaciones del Tarta.

El muchacho era obrero de la construcción, se encontraba trabajando en las reformas que había encargado el cura para la iglesia. Una ampliación de la torre, donde estaba proyectado un campanario que invitaría a celebrar misas, casamientos, bautismos; y recordaría, cada hora, a dios y María santísima, especialmente cuando sonara a la madrugada o a la hora de la siesta. La empresa lo había llevado a ese pueblo, y allí vivió hasta que tuvo que huir perseguido por una turba furibunda.

Angelita iba todos los días a llamar a su hermano para que fuera a almorzar; a esa hora, el Tarta estaba en el descanso de la escalera, justamente descansando y comiendo algo.

Ella escribió en su diario: “Me hundo en sus ojos celestes después de nadar en su piel bronceada. Paso rápido por delante de él, no puedo evitarlo y ahora no quiero. Desde el primer momento me ha guiñado un ojo y cabecea invitándome para que me acerque. Es tan lindo. Tan osado. Lo saludo y se queda diciendo Ho, ho, ho. Creo que lo he impactado.”

Sin embargo, el Tarta, cada día saludaba a la muchacha sin completar el hola.

“Hoy volví a verlo y me ha vuelto a incitar descaradamente. Estoy sintiendo cosas que no imaginaba, especialmente entre mis piernas. Perdón Dios mío, por lo que siento, pero me parece que hoy le entrego lo más preciado que tengo sin estrenar”

Así fue tomando valor, o calor, y uno de esos mediodías se entregó al albañil; con algo de miedo al principio, sólo al principio, porque las medias can can se las puso de bufanda al Tarta. Perplejo ante la robusta muchacha que se le abalanzaba, prefirió entregarse antes que decepcionarla.

Así fue el comienzo. El muchacho se apuraba para tratar de terminar la torre y poder irse antes de que se descubriese el delito.

Angelita, tras una lucha intensa con su conciencia, una mañana decidió confesarse. Fue a la iglesia a ver a su hermano.

El cura, ya lo miraba raro desde el principio y ahora mucho peor. El Tarta estaba tan nervioso que se le había agregado otro tic en el brazo derecho. Se le cerraba el puño y lo sacudía de abajo hacia arriba, mientras guiñaba el ojo y cabeceaba. El cura escribió en su diario: “Me hundo en sus ojos celestes después de nadar en su piel bronceada…”

Y en un pueblo pequeño, las noticias desgraciadas corren como reguero de pólvora.



jueves, 22 de noviembre de 2012

Amanecida

Durante la madrugada, el viento jugó a la peluquería con el terreno de al lado. El pasto quedó esponjado y peinado, todo parejo, con grandes jopos sin gomina. Mientras ellos se divertían, yo miraba por la ventana. Afuera, la oscuridad; adentro, un poco de miedo.
Pero recién cuando amaneció, pude ver los resultados del escándalo.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Desfiguración de una normalidad.

Todo quedó quieto, silencioso y, sin embargo, amenazante. Lo que sí se movió es el mercurio del termómetro, que bajó en la escala. Empiezo a sentir frío. Si miro al cielo no hay una sola nube, no pasa un ave, un avión, nada; veo todo ese azul celeste y acá, más cerca, una transparencia inusual. No hay polvillo, ni polen, ni pelusas flotando siquiera. Las sombras no se han marcado desde hace horas, o eso me parece. 
Ahora, como un evento largamente anunciado, aparece esa bola de fuego que se cruza de norte a sur y estremece mi conciencia de las sombras normales. Todo aquello en lo que creía se ha desfigurado. Y lo peor, no ha durado nada.

lunes, 19 de noviembre de 2012

No me gusta cuando callas

No me gusta cuando callas
porque estás ausente
y las lenguas de fuego
te destrozan por dentro.

No calles
el silencio mata lentamente
tu derecho.

Hazte voz
y se vos
no me gusta que te silencies
-las llamas acechan tus entrañas-.

Mujer es más que resignada y silenciosa sonrisa
cerezo en flor o bella mariposa de un día.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Hablaban de los humanos

El ombligo habló:

Soy una cicatriz que les recuerda su dependencia vital de otro, aunque sean individuos y yo sirva, solamente, para acumular pelusa.

La pelusa habló:

También prefiero estar debajo de la cama, donde se esconde el miedo. Tal vez por eso me sacan de vez en cuando.

El ombligo observó:

Nos limpian para verse mejor y oler menos feo.

La pelusa replicó:

Eso no está del todo mal. De todos modos me las arreglo para volver.

jueves, 15 de noviembre de 2012

El papá está contento


Para leer el siguiente texto, recomiendo escuchar a Julus La Rosa - Eh, cumpari.

Dedicado a mi vieja, que sabe de nostalgias.

****************


En casa, nos referíamos a mi viejo como "el papá".

-Vieja, el papá pregunta si vas a hacer unos mates.

Y mi mamá ponía la enorme pava ennegrecida al fuego. Los tanos nos apropiamos de esa costumbre. La vieja no se llevaba el equipo de mate hasta el tallercito donde el papá arreglaba zapatos, lo que hacía era ir y venir por la galería larguísima de la casa chorizo. De paso, en cada pasada arrancaba una hoja seca, un yuyito; enderezaba alguna planta. Todo el camino estaba sembrado en macetas de distintos tamaños. Y así se pasaban la tarde, después de la siesta. El papá en el taller de compostura de calzados y la vieja cebando mate. El papá silbando canzonettas, martillando, pegando tacos y la vieja, generalmente silenciosa, iba y volvía. "No parla ma pero..." decía él.

Me gustaba escucharlo cantar y silbar. De vez en cuando me acercaba sin que se diera cuenta y me quedaba afuera, pegada a la pared. La mamá -también a ella la llamábamos así- me miraba sin decir nada y entraba y salía a cada rato. Creo que era petisita por el desgaste de tanto caminar y por sus piernas chuecas. Igual que el papá.

El taller era una caja de resonancia de madera y chapa. Su silbido, una flauta que lanzaba borbotones de friscalettu. En ese momento no me daba cuenta, pero estaba creciendo lejos del pueblo y yo también necesitaba acercarme un poquito a esos recuerdos. Y el viejo cantaba.

- ¡Eh Cumpari! ci vo sunari.
¿Chi si sona? U friscalettu.
E comu si sona u friscalettu?

Y acá el silbido -fi fi fiuu- que cerraba la primera estrofa -u friscalette, tipiti tipiti ta.

Marcaba el ritmo con el martillo en las mediasuelas. Yo podía espiarlo porque la pared de madera tenía algunos agujeros fisgones por donde se colaba el sol. No había ventanas, era un galponcito; y esa luz mantenía en equilibrio una danza de pelusas flotantes, algo de polvillo y la sombra en la cara del viejo, especialmente en sus ojos.

Entre estrofa y estrofa, tarareaba el intermedio instrumental: Bouuombo, bombo, bombo; bouuombo, bombo, buo.

-E cumpari, ci vo sunari.
Chi si sona? U saxofona,
E como si sona u saxofona?
Tu tu tu tu u saxofona
fi fi fiuu friscalette,
tipiti tipiti ta.

Lejos de la alegría de u friscalettu el viejo estaba triste. Creo que por eso cantaba. Si uno no se detenía a mirarlo, parecía contento. Pero no sonreía. En la cara, se le revelaba la profundidad de la distancia mientras agregaba instrumentos a su interpretación.

-E cumpari, ci vo sunari.
Chi si sona? U mandolinu.
e comu si sona u mandolinu?
a plig a plin, u mandulin,
tu tu tu tu u saxofon fi fi fiu
u friscalette, tipiti tipiti ta.

Y yo imaginaba que en su cabeza sonaban todos estos instrumentos porque lo llevaban de vuelta a Sicilia, a Campobello, a sus campos y su arado, su trigo y su cebada, su caballo, sus amigos, sus montañas y su tierra. Y yo pensaba que eso lo hacía feliz.

-E cumpari, ci vo sunari.
Chi si sona? u viulinu.
E comu si sona u viulinu?
A zing a zing, u viulin,
a pling a pling, u mandulin
tu tu tu tu u saxofon fi fi fiu
u friscalette, tipiti tipiti ta.

¡Madonna santa! Cuánta alegría en la voz y en el silbido y cuánta nostalgia en el gesto.

-E cumpari, ci vo sunari. Chi si sona? a la trumbetta.

Él tocaba la trompeta en la banda de su pueblo, en los desfiles, en los entierros, en los casamientos.Todo aquello que había sido parte suya y que no podría volver a tener jamás.

-Ma comu si sona a la trumbetta? Papapapa a la trumbetta.

El viejo se doblaba por momentos, le pesaba el cuerpo de inmigrante, sin su pueblo, sin su campo. Se conformaba con esa anónima soledad que volcaba en una huerta al costado de las vías, en un terreno fiscal, cerca de donde trabajaba como ferroviario.

-A zing a zing, u viulin,
a pling a pling, u mandulin
tu tu tu tu u saxofon fi fi fiu
u friscalette, tipiti tipiti ta.

Y el viejo lloraba. Sabía que no debía mirar atrás. Las lágrimas solamente están hechas para aliviar momentos.

E compari, ci vo sunari. Chi si sona? a la trombona.
Ma comu si sona a la trombona.
A fumma a fumma a la trombona,
Papapapa a la trumbetta,
A zing a zing, u viulin,
a pling a pling, u mandulin,
tu tu tu tu u saxofon fi fi fiu
u friscalette, tipiti tipiti ta.

Mientras, con toda la orquesta ya sonando en el gran final, se secaba los ojos con las manos, rápido y al descuido.

Yo lo supe, espiando al papá por las hendijas del galponcito, mientras la vieja ya dejaba de cebar mate y se ponía a preparar la cena para todos; mis ocho hermanos, mi tío, el viejo y algún paisano que se acercara de visita.

Mar o río

Si hoy río, me mareo
-si mar o río-
da igual.

Ver(de) salvación

-Vean a qué cosas se aferran los seres humanos.
Isidoro Blanstein, en La salvación.

Pasado, presente. La cantó. Quiso salvarse y se salvó. Se aferró a eso, murió. Era verde, de verdad. La verdad pesa mucho, especialmente si la llevás envuelta en un paquete y morís con ella sobre el pecho, sin haberla descubierto.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

XX (equis, equis): El objeto del relato

El verdadero relato comenzará después de leer este texto. Nadie podrá prever su alcance. Ni siquiera podrá preverse si quien lo copia lo leerá. Si usted lo está leyendo en este momento, notará cierta ausencia. Tal vez no. Pero eso que no está, usted lo traerá hasta aquí, a su memoria, a su interpretación; para que lo que estas palabras tratan de decir, al menos, le digan algo. ¿Para qué lee, si no?

Por eso, le voy a ayudar a acarrear eso que todavía no sabemos qué es, pero que le molesta, le preocupa, le ocupa el día y a veces le cuesta más de una noche de insomnio. Hágale un espacio entre esta palabra y el punto que sigue.

En esto coincidiremos, y no es magia sino sentido común, tiene que ver con la misma vida. Esa que es común a todos, por vivos o por muertos, por presencia o ausencia. Sin embargo, el objeto de nuestro pensamiento no va a coincidir con los de los pensamientos ajenos. No con todos. Ni con muchos. Con suerte algunos.

Y ya se estará preguntando a dónde quiero llegar con tanto palabrerío. Llegaré hasta donde usted, lector, lo permita, si es que todavía está leyendo. Si es así, es porque le gusta leer, le gusta pensar y no quiere recibir todo masticado, deglutido y regurgitado. Eso se lo deja al bolo alimenticio, lleno de saliva. Si está acá conmigo, aún hasta ahora, es porque no le gusta que le den todo atravesado por la interpretación de otro como un absoluto de verdad; usted quiere un relato que pueda completar con sus propias ideas.

Ahora, si me permite el atrevimiento, me gustaría saber qué es lo que completó entre la palabra y el punto.

¿Nada? No se preocupe. Le puedo facilitar una palabra: problemas. Y no soy pitonisa. Son, simplemente, situaciones por resolver. Aunque de esas, tenemos todos.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Quiero mi tren

Era una torre, con una veleta que odiaba al viento y lo demostraba dándole vuelta la cara. Abajo, a las cinco en punto, servían té con masas. A las tres, los fantasmas lo devoraron todo.

Torre de los ingleses. Rosario

domingo, 11 de noviembre de 2012

Te preocupás

Te preocupás con las tripas
                     materia gris, manos.
                                Te preocupas con las uñas
                                               con el pelo, con los labios.
                                                                La piel interna de las mejillas,
                                                                                      el cuello, tus excresiones.

                                                                                                                     Con la comida
                                                                                                              bebida alcohol 
                                                                                                       o té digestivo
                                                                                                   o farmacia.

                                                                           Te preocupás con todo
                                                               lo que signifique nada
                                                      o no diga algo.
Obra: Rodolfo Zappino

sábado, 10 de noviembre de 2012

Hipótesis condicional


Yo habría decidido
Tú habrías decidido
Ella no habría decidido
Si nosotros hubiésemos decidido.


Las sorpresas son así. Caen. Como una estalactita en la espalda o como una frazada amable. Cuando Elena escuchó esas dos confesiones inesperadas, una púa de hielo le recorrió las vértebras. Lo disimuló bien. Ellos se sacaron un peso de encima y ella pasó a ser un changarín del mercado de culpas ajenas. Hubiese preferido no enterarse nunca de nada.

Marcelo la encontró en una red social como contacto de una antigua amistad. Los primeros mensajes sirvieron para ponerse al día con el presente de cada uno. Ella le contó lo de su reciente separación.

–Todavía estoy trabajando en eso, estuve casada quince años- le dijo –y por el momento vivo con mis viejos hasta que encuentre algo para alquilar.

-Yo me casé hace siete años y tengo dos pibes. La verdad es que me costó bastante ponerme las pilas con una relación. Pero ahora estoy bien. Mis viejos en su casa.

-Tampoco los vi más. Bueno, me alegro entonces.

-¿Se siguen viendo con la Negra?

-No, ella hizo la suya. Viste cómo es la vida. Ella fue más amiga tuya que yo, al menos te pudo ir a visitar. A mí no me dejaban viajar, ¿te acordás?, y vos nunca más volviste.

-Vos estás igual, pero con pelo largo.

-Vos tenés pancita.

-Y menos pelo. ¿Sabés?, me gustaría verte de nuevo. Siempre te tuve en la cabeza. Nunca dejé de pensar en vos.

Estela se llevó una mano al pecho. Hacía mucho tiempo que había asumido el abandono  como un amor no correspondido. Se sintió con derecho a reprochar.

-¿Y por qué desapareciste entonces? Por un lado me halaga pero por otro, por culpa de eso, no te das una idea de lo que fue para mí superarlo. Es más, vos fuiste el amor de mi vida, a lo mejor por eso mismo, porque no fue. No sé.

-Para mí también, no creas. Desaparecí porque una persona que te quería mucho, bah, calculo que te sigue queriendo, me mandó una carta pidiéndome que te dejara en paz.

¿Un amor truncado por amor, que todavía estaba ahí como una herida mal curada? Demasiado romántico. ¿Por qué esto ahora? Sus emociones a flor de piel la plantaron en la adolescencia. Los hubiéramos y hubiésemos le traían al galope y agarrados de las crines,  la inevitable especulación sobre su historia. Si no hubiesen intervenido, ¿habrían estado juntos de nuevo?

-¿Quién? ¿Cuándo? ¿Una amiga, un amigo? ¿Fue la Negra?- Estela desbarrancó preguntas.

-Se dice el pecado, pero no el pecador.

Se tomó la cicuta así como venía. Le hubiese gustado decirle que era una canallada, que esa frase era una maldita y cobarde justificación que lo liberaba de culpa. Pero no. Se quedó muda, sintió un calambre desde la boca hasta la laringe y luego, la parálisis.

Durante un par de semanas, sólo pensó en quién podría haber sido tan condenadamente hijo de buena madre que la había invadido de tal manera; callada y eficaz. Tan cínica. Aunque volvió a preguntarle, Marcelo solamente le aclaró que esa persona creyó que hacía lo correcto. Algo estaba justificando. Había tirado una bomba y lo sabía.

La última conversación fue por teléfono.

-Mirá, mi mujer vio algunos mensajes que me mandaste y se me armó.

Estela no necesitaba más excusas ni encontrarse con más problemas. Era un cobarde. Lo eliminó de su vida rápidamente y ya no le importó si lo de la carta era o no una mentira. Ya no valía la pena. Pensó en la Negra y le deseó que le haya ido bien en la vida.

Si no hubiese estado viviendo con sus padres, si entre mate y mate no le hubiese contado ese reencuentro a su madre, si no hubiese dudado frente a ella sobre la existencia de esa carta. Pero no. La vida puede ser un ciclo, un ida y vuelta o una calesita. Después de veinticinco años, se le escapó el llanto. Estela desengañada de su amiga, de su ilusión de adolescente que no la dejaba crecer; parecía volver al dolor de los diecisiete.

La madre la miraba. La madre la escuchaba. Finalmente, habló:

-Fui yo.

Hubiese preferido no saberlo. Pero es así. Las sorpresas, a veces caen como una estalactita en la espalda.
*****
Te sugiero terminar la lectura escuchando La Renga: El cielo del desengaño

sábado, 3 de noviembre de 2012

Fabulaciones de un perseverante

Podés completar la lectura escuchando La fulana, por Jorge Vidal





Se me había ocurrido que ella iba a ir. Llegué con el pantalón arremangado hasta las rodillas, sin medias y con los zapatos en la mano. Le pedí al mozo un poco de algodón y alcohol porque me hice un tajo con algo que no vi cuando crucé la calle. Era una locura creer que iba a verla llegar, como todos los días, a su trabajo.
Miraba la calle a través del vidrio de la puerta como un perro esperando encontrar comida, la vidriera del bar estaba tapada de gente apelotonada abajo de los toldos. Soy un iluso, pero tenía la esperanza. De cualquier manera tenía que quedarme al menos hasta que el agua de la calle bajara un poco, como para cruzar hasta la parada del colectivo.
Los conocí en el cumpleaños de un amigo en común. Todos tomando alcohol menos yo, que no puedo. Cualquier hombre se da cuenta cuando una mujer se le insinúa. No pasó nada, pero era lógico, estaba el marido, estaba mi señora. Le cruzaba la mirada todo el tiempo, ella parecía incómoda y le clavaba los ojos a mi mujer, vi el desprecio.
Fue al baño. Disimuladamente la seguí y le pedí el teléfono. Se negó varias veces. Me dio un número, uno cualquiera. Después entendí. Esperé un par de días que me llamara. Ahora no entendía. No acepto un no como respuesta ni admito un desplante. Conseguí el número de la casa. El marido sale a las dos de la tarde para el gimnasio. Ella llega a las doce y media del trabajo y se vuelve a ir a las cuatro. La llamé, me atendió varias veces como a un desconocido. Así fue hasta que cambió el número. Sé donde trabaja. Ahora sí entendí. Ella sabe que la sigo.
En ese tiempo llegué a creer que me estaba evitando. Estaba seguro de que el marido la tenía controlada, porque si no quería saber nada conmigo me lo hubiese dicho sin tantas vueltas. En cada llamado siempre fui cauto pero directo, quería verla. Ella solamente escuchaba y  cortaba. La última vez me dijo que le iba a decir al marido. Mujer de un solo hombre, claro, tenía que hablar con él primero, separarse.
En la calle, la lluvia se burlaba de mi ansiedad. Me pedí otro cortado, agarré el diario y cada tanto levantaba la cabeza para mirar un poco a ver si aparecía. Pero habían pasado unas dos horas, ya no iba a venir.

Me calcé otra vez cuando paró de sangrarme el pie. Estoy hecho para recibir heridas y sufrirlas. Esta mujer me enloquece con sus evasivas y yo me empeño más en conseguirla, es su estrategia. Por qué, si no, su sonrisa en esa reunión, su amabilidad su nerviosismo cuando me dio el número de teléfono. Se equivocó. Yo lo entiendo.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Volare (¡Oh, oh!)

Están quienes creen que vuelan y en realidad dan saltos y usan plumas falsas. Quién sabe, yo puedo ser uno de esos, pero no vendo otra cosa. Comparto mis incertezas sin disfrazarlas. Soy duda y pregunta, por eso sé que estoy viva. Voy dando saltos pero las plumas son mías.

miércoles, 31 de octubre de 2012

Árida dilación

Penélope está en el banco del andén. Lastima la aridez de sus huesos blancos. La piel que cuelga es sólo su bolso marrón. Un gato juega con el ovillo de lana que quedó tirado. Los zapatos de tacón están chuecos, cada uno sobre un lado. El tren se fue por última vez con su amor. Sí, no se equivocaron: Se murió ahí sentada entre hollín y polvo y nadie se dio cuenta.

Pero la estación se murió con ella. No está el reloj, ni la campana, ni el teléfono de pared. No están las bienvenidas ni las despedidas, ni el guarda, ni el maquinista ni el amante que regresa. Y ahora no está ni la estación, ni las vías ni la calle. Y el pueblo desapareció.

No hay pañuelos para un adiós.

lunes, 29 de octubre de 2012

El cuarto de mi tía la monja

El cuarto de mi tía la monja

Desde que era una chiquilina sufro lo que los médicos llaman terror nocturno. Al principio era pánico, horror; era el infierno. Pero de a poco todo eso se me hizo familiar y hasta logré cierta convivencia. El territorio de las pesadillas suele no ser tan diferente al de la imaginación y las alucinaciones.
Cuando cumplí ocho años, nos mudamos a la casa de mi tía que había decidido hacerse monja. Era la casa de mis abuelos maternos, fallecidos desde hacía algunos años. La familia no dudó en vender nuestro incómodo departamento para entregar la dote al convento, era más costoso deshacerse de la casa; además, querían conservar los muebles que eran unas verdaderas rarezas de museo. Las antigüedades siempre me generaron un placer particularmente movilizador, algo innato.

Mi cuarto parecía la salida del túnel del tiempo y el ropero un portal para pasar de una dimensión a otra. Los roperos que siempre me gustaron son los oscuros, gruesos, pesados, con grandes espejos. Éste, particularmente, tenía tres cuerpos y en cada uno un gran espejo biselado. Los tres  pintados de negro. A pesar de su intimidante presencia, me causaba cierta fascinación. Tenía tallado el frente con enormes flores y hojas y terminaba en el centro del borde superior con un mascarón que aparecía por entre el follaje. La boca se le abría en un grito amenazante acentuado por las cejas como ramas que se continuaban hacia las orejas y hacia arriba, como dos cuernos.

Tuve que acostumbrarme a las noches de mi nuevo dormitorio. Primero entrené mi oído para identificar los ruidos, especialmente los saltos de los gatos sobre el techo de chapa, que parecían pasos de hombres, y los maullidos del celo tan similares al llanto de un bebé satánico. Los crujidos de la madera atornillada a los tirantes de metal, tan vulnerables a la transición del calor al frío. También la lluvia amplificada golpeando furibunda. Los quejidos del ropero. Los de la cama con colchón de resortes, me obligaban a permanecer quieta. Pero también tuve que adaptarme a las nuevas formas de las sombras, tan cambiantes y engañosas, tan diferentes a mi antiguo cuarto.

Cuando me acostaba, el mascarón, que quedaba justo en frente de mí, acaparaba toda mi atención. No lograba despegar los ojos de esa talla. Mi visión se nublaba y cada haz de luz que lograba desnudar la oscuridad le daba un soplo de vida. Y lo veía mover la boca, le leía los labios, me nombraba. Y yo, paralizada, no podía cubrirme con las sábanas como cualquier chico normal. -Julia.- Ahora lo escuchaba nítidamente, entonces esperaba que se me abalanzara, que se saliese de su sitio para agarrarme de los pies y arrastrarme hacia el ropero, que se abriesen las puertas y me tragara. -Julia.- Y no sé si lo imaginaba, me nombraba y no podía taparme los oídos, mis manos quedaban pegadas al colchón.

Las mañanas me sorprendían confundida, en la escuela me dormía, estaba todo el día de mal humor, no lograba concentrarme. Todos se preocupaban por mí, pero yo seguía destinada a ese cuarto. Me medicaron. Durante un tiempo las cosas mejoraron, pero yo sabía que cuando dormía el peligro acechaba en la penumbra.

Así empecé a sufrir esas pesadillas, las sentía tan vívidas que todavía hoy, que ya soy vieja, no sé si lo que sentía no era parte de la vida nocturna de ese cuarto. Sin embargo, con el transcurso de los años, me fui acostumbrando. Ya me daba igual tener los ojos abiertos o cerrados. La calle amarillenta entraba con su tonalidad y remarcaba el follaje del frente del ropero, entonces, las ramas y las hojas se multiplicaban, se arrastraban hasta el borde de la cama, subían por las patas, se enredaban en el baldaquino hasta quedar colgadas como cortinas allí, cerca de mí, sobre mí. Me rodeaban con un ruido como de agua que corría entre piedras mientras se desplazaban. -Julia.- Ese ronquido hueco tenía mi nombre en su poder. Lo escuchaba, sí lo escuchaba.

Mi tía, la monja, dejó ciegos los espejos para no caer en pecado de vanidad, porque era bella y lo sabía. Pero yo quería usarlos. Empecé a raspar uno por un ángulo, con mucho cuidado de no rayarlo ni rajarlo, pero me sorprendió que la película de pintura se removiese tan fácil, podía sacar tiras completas como si fuese un recubrimiento de cola vinílica, como lo que usaba en la escuela para pegar papel y que cuando me quedaba en las manos la sacaba como si fuese piel. Primero saqué tiras pequeñas que se desprendían horizontales en la parte de arriba y luego, de un tirón, descubrí el espejo por completo y me vi. Me miré de cuerpo entero. Vi todo el cuarto detrás de mí. Vi a mis abuelos, vi mucha gente, yo era mi tía, vestida de monja.

Y las noches ya no fueron tan solitarias ni aterradoras.


sábado, 20 de octubre de 2012

Los espejos de la Narrow Mirror

Los espejos, como todo el mundo sabe y lo sabe por fuerza de convivencia, además de devolvernos nuestra imagen cruzada, encierran una oscuridad tan impenetrable que se libera apenas se rompen.

Si rompió alguno, le advierto que el mito de los siete años de desgracias es cierto. Pero, y este pero más que adversidad manifiesta alivio, si lo que usted ha roto es un espejo nuevo en el cual nadie todavía se ha visto reflejado, incluido usted, las consecuencias son nulas.

Sin embargo esto es muy difícil. Inevitablemente, todo espejo que se precie de tal, ha tentado incluso a los operarios que los fabrican para que se miren en él; así reafirman su existencia de este lado del mundo y del otro lado, el oscuro. A los espejos y a los relojes no les interesa otra cosa más que esclavizarnos. Pruebe, átese un reloj a la muñeca y cómprese un espejo de bolsillo, pero no lo preste ni lo rompa. Eso lo supo muy bien Marcelino D., un ex empleado de Narrow Mirror, famosa fábrica, única con garantía especial por roturas, luego del episodio que  llevó a ese hombre al manicomio cuando, accidentalmente, rompió un espejo que hacía mucho tiempo que estaba en el depósito y no pudo recuperar nunca más ni su reflejo, ni su sombra, ni su libertad. Lo atraparon rompiendo deliberadamente cientos de espejos guardados al grito de ¡No sos vos soy yo! ¡Yo soy dios! Desde entonces, la empresa exige a sus trabajadores que jamás, jamás cedan a la tentación de observarse en sus productos.

Esa fábrica aún existe y es la única. Las demás son empresas que dicen fabricarlos cuando en realidad fraccionan los que hacen en la Narrow Mirror. Ninguno de sus empleados puede asegurar no haberse mirado nunca en alguno de los espejos. Tampoco se sabe si Marcelino se miró en alguno de los que quedaron sanos, en cuál, eran cientos. El eslogan de la empresa asegura a sus clientes una eficacia del 0,01% de margen de desgracias ante cualquier inconveniente por grietas o roturas. Claro que en las letras pequeñas del contrato o en esas ininteligibles y apresuradas palabras del final de los comerciales de radio, aclaran perfectamente sin que nadie lo note, que la garantía perece en el momento exacto en que alguien se mira en el espejo adquirido. Cada espejo se cubre con un lienzo hasta el momento en que sale de la fábrica. Las instrucciones recomiendan a las casas de venta y colocación que no los destapen, pero les sacan la tela apenas los reciben para controlar la calidad del producto y con la finalidad de exhibirlos en las vidrieras. Una garantía tramposa que los cubre de cualquier mirada no detectada dentro de la empresa.

Se puede observar al espejo, se puede ver lo que refleja, pero jamás es conveniente alinear la mirada propia con la de su reflejo, mucho menos si está expuesto en un lugar donde puede tentar a muchas personas. Cuando se produce la alineación con la mirada, la única reflexión lumínica que no se invierte, los espejos leen los pensamientos más sublimes y los alojan en la faz oscura, invirtiéndolos, y allí quedan almacenados hasta que se produzca su rotura. Es el momento en que salen a la luz, transformados en su negativo. Persiguen durante siete años a todos quienes se hayan mirado, no solamente a quien lo ha roto, causándoles tormentos psicológicos aterradores. Las pesadillas que se hacen realidad son los más comunes.

Procure siempre llevar su propio espejo comprado nuevo a donde vaya, y no se tiente mirarse a los ojos cuando pase por delante de alguno en el centro comercial, en un baño público, en casas ajenas. El único riesgo que corre de ese modo, es que le vendan uno recortado en el que se haya mirado Marcelino. Si se anima, raspe la parte de atrás y vea si tiene el logo de N.M. Pero eso corre bajo su responsabilidad.




Sin embargo.

Si la muerte, si
todo hubiese, si
hubiera, si.

Condición pretérita
que no ha sido
-enhorabuena-
sin embargo
insistente
obstinada
pertinaz
obsesiva.


Si la muerte, si
todo hubiese, si
hubiera, si.

Y sin embargo

Abrazo partido
-manto desgarrado
entre luna y rocío-

domingo, 14 de octubre de 2012

Tu último café.


Volviste una tarde. Si las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué se yo, los encuentros que se saben últimos, en esos bares que recuerdan tantos sobres de azúcar leídos como se leen las líneas de la mano, tienen el sabor amargo de la infinita ausencia y soledad. Y un algo de café gastado suspendido en el aire.

Lo mío; el hábito del después de la oficina, con la corbata floja y el saco desabrochado. Lo tuyo; una fija, sabías que siempre estoy ahí de seis a siete de la tarde; de lunes a viernes, era imposible no encontrarme. No me avisaste.

Apareciste después de ese tiempo que reclamaste para pensar lo que nos venía pasando. Lo dijiste por los dos. A mí no me pasaba nada. A vos todo y no me daba cuenta.

Ahora me pega mal la nostalgia de tu voz sobre esta mesa, tus cuadernos, tus libros, la rebeldía de tu pelo y tu ansiedad por contarme lo que habías escrito después de leer un cuento de Abelardo Castillo. Yo tenía los pies encadenados y vos saltabas entre letras propias y ajenas. Y te oía. También oía la máquina de café, el golpeteo de las cucharitas, los platos y los pocillos, las bandejas de metal apoyándose con firmeza sobre el mostrador, los chorros de soda en pequeños vasos, el papel del diario que cambia de página y se acomoda. Y el murmullo general. Ahí entrabas vos. Y te diste cuenta. Pero a mí no me pasaba nada. Trataba de no interrumpirte mientras pensaba en que no había terminado de organizar algunos archivos y una silla de madera se arrastró detrás de mí.

Es cierto. No me pasaba nada y te diste cuenta.

Pediste tu último café en este bar y me enfrentaste a mi antiguo desdén. Esa tarde segura, me abandonaste a tu recuerdo. Y no hablaste más. Por primera vez te escuché, con esas ganas de cambiar mi indiferencia y reconocerte.

Revolviste el azúcar sonoramente en tu silencio. Diste el sorbo del final.

Y yo; yo me cobijé en la eterna melancolía porteña de garúas sin paraguas y adoquines que susurran al tránsito sus penas. Yo, mareado y arrepentido en el vértigo de tu certera ausencia.



martes, 2 de octubre de 2012

Casting. (Homenaje a Capusotto) (Perdón Capusotto)

‎-Soy como uno de esos contadores de chistes que se ríen mientras los cuentan y hacen que se pierda la gracia.

-¿Y cuál es su gracia?

-Sacarme la cera de la oreja con la lengua.

-¿Y eso gusta?

-Y, es bastante amarga.



-¿Y por qué vino al casting?


-Porque no tengo techo.


-¿En su profesión?


-No, no pude pagar el alquiler.


-Uffff. Bueno, te vamos a ayudar con un bolo.


-Vea, yo voy bien de cuerpo, no creo...


-Un bolo es una línea para que diga algo y cobre.


-Bue, me habían dicho que el ambiente era pesado pero no creía que tanto.


-¿Vos sos pelotudo?


-Sí, Juan Carlos. ¿Dónde firmo?

lunes, 1 de octubre de 2012

Medidas de tiempo

Fotografía: Patricia Ferreyra
Es la hora en que las aves señalan las proezas del sol sobre su lienzo etéreo. La primera frescura perdura hasta que comienzan a acortarse las sombras en todos los relojes. Entonces, el giro esperado de todo lo que conocemos, resuelve que las sombras sean una sola y retornen a cubrirlo todo; no sin antes recordarnos cuán majestuosa puede ser la bienvenida que el mismo sol les impone.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Canto que rueda


Aislado reafirmé cada idea
desgarrando
los muros de la celda,
-ironía de una antigua playa-
desmoroné arena y canto rodado
para velar hasta tu amanecer.

Afuera
estabas,
esperando.


Sobreviví.

Mis palabras cautivas fueron pan
panacea en el encierro,
y se fugaron
-camisas cómplices-
textos libres
aleteando en texturas.


Esperanza
espera
y un símbolo, hija,
de un canto que rueda
debajo de tu almohada.




Este poema es un muy pobre (pobre por mi escaso talento) y humilde homenaje que escribí basada en lo que me movilizó conocer algo de la historia de Mauricio Rosenkof. Les dejo un enlace para que puedan conocerlo un poco más. Este poema tiene que ver con una de las anécdotas que él cuenta de su encierro, aunque no para reflejar el horror de lo que él pasó, sino la gran enseñanza que de ello, el autor y nosotros, debemos rescatar.

Mauricio Rosenkof


lunes, 24 de septiembre de 2012

Re-recuerdos


“La vida sería imposible si todo se recordase. El secreto está
en saber elegir lo que debe olvidarse.”

Roger Martin du Gard (1881-1958)
Novelista francés, Nobel de Literatura en 1937

Alguna vez me di cuenta de que a medida que relataba mis recuerdos, se iban borrando de mi memoria. Perdí muchos. Sin embargo, permanecieron esas sensaciones corporales que dependían del tipo de emociones que me generaban. Pecho apretado, corazón inflamado, boca del estómago comprimida.
Por eso, hace poco había decidido que no contaría nada más sobre mi pasado, experiencias,  solamente para no perder más memorias, nada más que por eso. No es bueno ir por la vida sin tener nada que recordar.
Pero desde el momento en que dejé de contar sucesos, episodios y anécdotas, me di cuenta de que, los que me quedaban, ya no me servían de mucho. Se estaban apelmazando. Entonces, reflexioné que no es bueno ir por la vida teniendo que guardar, para siempre y para uno mismo, los recuerdos, el pasado, la experiencia. Eso es doloroso.
Así que ya no me preocupo por esas memorias que se van cuando las entrego a la vida. Simplemente, procuro contarlas a oídos que no solamente oyen sino que escuchan y las recupero preguntando, buscando e insistiendo en que me digan lo que acabo de decir, entonces las tomo y las vuelvo a guardar para reiniciar el ciclo.
A veces retornan con algunos cambios, pero no me importa demasiado. Las lijo un poco, les paso algo de barniz, las lustro y las acomodo. Quedan más bonitas que antes y hasta parecen recuerdos de otros.
Si alguna no regresa, mi cuerpo las recordará en el pecho, en el corazón y en la boca del estómago, y no sabré el por qué.



domingo, 23 de septiembre de 2012

El viejo ya se murió


Los velorios son entretenidos cuando uno no conoce tanto al muerto y a sus deudos y cuando el fallecido bien muerto está. En este caso, nos conocemos todos. Todos coincidimos en que ya debía morir y que era despreciable; eso nos habilitó para contar cuentos sobre borrachos o levantes de viudas. Estoy acá por mi mujer, porque era su tatarabuelo y porque tengo una cuenta pendiente con el viejo.
La vejez de ese hombre era directamente proporcional a la suma de sus maldades, sus secretos inconfesables y su mal carácter. Siempre tuve la impresión de que el tipo había hecho un pacto con el diablo. Sospeché aún más cuando vi un daguerrotipo, una especie de fotografía muy antigua que encontré en su casa. Miré la firma, “G. Ibarra – 1843”. Tenía el mismo aspecto que el que yo le conocía. ¿Era él o era el padre? La familia me confirmó que era él. Pregunté la edad del viejo en esa fecha, para hacer mis cálculos. Según sus parientes,  tendría dieciocho o veinte años. Trataron de explicarme que antiguamente las personas parecían más viejas. Noté, por el tono, que era mejor no preguntar más, porque mi mujer –que en aquel momento era mi novia- tres veces me dijo que lo que ella veía en el daguerrotipo era un muchachito y que el viejo era un pedazo de carne que todavía podía hablar. Y que me dejara de jorobar. Sin embargo, yo lo veía bastante lozano, vivaz y locuaz. Abandoné el tema para no tener problemas con mi mujer y su parentela. Siempre fui un tipo racional y sensato. ¿Todos veían a un jovencito en la foto y a un viejo en la realidad, menos yo? Parecía una confabulación contra mi lucidez.
Son las tres de la madrugada y yo acá adentro. El frío en la calle me disuade de salir pero mi ansiedad está pegando alaridos  y cada cartel de Prohibido Fumar la estimula más. Están en la cocina, en el baño, en todas partes: “Fumar puede matarte”. Paradójico aviso justamente en una sala velatoria. “Prohibido fumar”. Podría prender un pucho al lado del muerto y nadie se molestaría, mucho menos el cadáver. El olor tan denso de las flores taparía el del humo, de hecho, prefiero el olor del cigarrillo y no un floreado dolor de cabeza. Llueve y no hay galerías en los patios ni toldo en la vereda. El velorio termina a las once de la mañana y recién son las cinco. Los carteles de prohibido fumar se multiplican, crecen, se alimentan de mis ganas. No logro, aunque sea, dormitar un poco. Parece que ya no llueve. El viejo no vale tanto sacrificio. Mi vicio, sí.
Afuera hace frío. Con torpeza manipulo el encendedor y por fin, la primera pitada en catorce horas. Solté, relajado, las primeras argollitas de humo y se apagaron las luces de la calle. El silencio, el brillo de la calle húmeda, las sombras. Me animo a una breve caminata por la cuadra. Tanteo mis bolsillos y saco la llave del auto, la aprieto con fuerza. Siento algunas palpitaciones. Oigo pasos y miro hacia atrás. Es un perro que está mojado y helado. No voy a ir hasta la esquina. Mejor vuelvo. Las luces de la calle se vuelven a encender.
En la sala el tufo ya es insoportable. La gente conversa entre dientes. Nadie llora. El llanto suele ser una muestra de amor por el ser querido que se va para siempre. En este caso, o nadie lo quiere o temen que vuelva, como ya pasó un par de veces. Lo que esperamos acá, es cerciorarnos de que su ida sea definitiva, tal vez porque todos tenemos alguna deuda con él y queremos definitivamente saldarla.

Segunda parte

Cuando comenzaba mi noviazgo,  me quedé un par de días en la casa de la familia de mi mujer. Me dieron un cuarto que usaban para guardar cosas viejas. Ahí fue donde encontré el daguerrotipo.
No podía dormir. Los truenos y el viento terminaron de desvelarme. Salí al balcón a fumar. El cielo se estaba despejando luego de una típica tormenta de verano. Respiré hondo para disfrutar del olor de la tierra luego de la lluvia. Esa madrugada la luna llena fue una cómplice perfecta. Apenas brilló la brasa con la primera chupada, se cortó la luz. Quedé ahí, iluminado por esa incandescencia extraña y natural. Me sentí algo intimidado en esa casa tan enorme y normanda, tapizada de plantas trepadoras y enredaderas que terminaban en cascada sobre la baranda de los balcones. En medio de esa tenue luminosidad hubo un susurro de ramas y hojas. Las ramas se estiraron hacia abajo, como si alguien estuviese probando su resistencia. Un gato, pensé. Otra vez noté el movimiento, el ruido y las tiras de enredadera que se estiraban. Me asomé curioso a la baranda llamando al animalito chasqueando los dedos y susurrando.
-Gatooo, gatooo…-  y la cara del viejo se me apareció de pronto como salida del aire.
-¡Caraj…!- Me ahogué con el humo en un grito incompleto. Mi corazón era un solo de timbal.
-Shhh- resopló. Vi sus ojos. -No grités que soy yo.
¡Qué iba a gritar si hasta tuve que hacer fuerza para no cagarme encima, viejo de mierda! Y así como apareció, se desvaneció. Noté un vaho sudoroso, agrio de alcohol, de amoníaco como de bestia salvaje y un empalagoso perfume barato de mujer. Las luces se volvieron a encender. Apagué la colilla en una maceta. Respiré hondo unas cuantas veces. Tosí. El aroma de las plantas y ozono me tranquilizaron. Cuando el pecho dejó de golpearme, entré al dormitorio. Frente a mí, el hombre del daguerrotipo parecía que iba envejeciendo un poco más. Miré para todas partes, descolgué el cuadro y lo escondí.
Nunca lo comenté con nadie. ¿Quién iba a creer que un viejo como de ciento cincuenta años fuese capaz de semejante proeza? Si volvía a insinuar lo de la imagen a alguien de la familia o  que había visto cómo le cambiaban los rasgos, iba a terminar en un loquero. Ese secreto me tortura desde hace treinta años. Eso, se lo debo al viejo.
Juro que la imagen continuó cambiando todo este tiempo y que el viejo se mantuvo siempre igual. ¿Ideas mías? No lo creo. Siempre fui un tipo racional.
La mañana transcurre en mora, entre entumecimientos, hormigueos en las piernas y ansiedad.
Al fin las once de la mañana. En un rato van a cerrar el cajón. Voy al auto a buscar el daguerrotipo. Lo guardé todos estos años, esperando este momento. Miro el retrato por última vez, antes de dejarlo en el cajón. Un jovencito de unos dieciocho o veinte años me clava la mirada. Mi mujer me mira con un dejo de alivio. Al fin, el viejo ya se murió. Descansemos en paz.

En Alejandría ( La otra cara de la historia)


Biblioteca de Alejandría, hace demasiado tiempo y antes de su incendio.
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Escena 1

Secretaria: (A Ptolomeo III) -Ptolo, hace un rato te buscaba alguien por el puesto de bibliotecario.

Ptolomeo III: -¿Quién era?

Secretaria: -Eratóstenes.

Ptolomeo III: -¿Tóstenes?

Secretaria: -ERAtóstenes.

Ptolomeo III: -No tengo ningún CV de Tóstenes.

Secretaria: -¡Que era ERAtóstenes, Ptolo!

Ptolomeo III: -Meo, Ptolo meo, no quiero que sospechen nada entre nosotros con tanta confianza.

Secretaria: -OK. Pero buscá el CV. ERAtóstenes, buscalo así... Mejor te lo busco yo.

Ptolomeo III: -Tóstenes... No me suena.

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Escena 2 (Final cantado)


Secretaria: (Enciende un cigarrillo, se arroja sobre una silla. Soliloquio) -¡Ah, Ptolomeo, cuanto te veo me me... (Se interrumpe. Entra Ptolomeo III)

Ptolomeo III: -Te tengo dicho que no fumes acá.

Secretaria: -Pufff, ni que semejante edificio se fuese a prender fuego.

Ptolomeo III: -¿Lo viste a Tóstenes?

Secretaria: -¡ERA! tóstenes, Ptolo.

Ptolomeo III: -Como sea. Desde que lo contratamos, en vez de atender los préstamos de libros se la pasa en el jardín plantando palitos.

Secretaria: -Dice que está midiendo la tierra, lo que pasa es que hay poco laburo acá, la gente cada vez lee menos.

Ptrolomeo III: -Ese muchacho no va a llegar a ningún lado así. Mirá. (Le muestra su reloj de muñeca, un reloj de sol diminuto.) No tiene agujas, sin pilas... Dice que es ecológico. Cada vez que quiero saber la hora mejor que no esté nublado.

Secretaria: -Tenele paciencia, es un poco excéntrico.

Ptolomeo III: -Y vos apagá el pucho.

Secretaria: -OK. Ok. (Soliloquio) -Es tan lindo cuando se enoja... (Esconde el cigarrillo mal apagado en un cajón del escritorio).